sábado, 28 de junio de 2008

CLARA

Cuando mis padres me dijeron que estaban en bancarrota y que tendríamos que mudarnos a un barrio más pobre en las afueras, me dolió tener que separarme de Clara. No me importó dejar de tener mi propia habitación, pelearme por el baño cada mañana con mis hermanos, comer arroz con lentejas seis de los siete días de la semana, cambiarme a una escuela más rústica y hacer nuevos amigos en un vecindario hostil. Lo único que desgarraba mi alma era saber que Clara ya no estará allí para escucharme, que ya no podré tomarla de la mano todas las tardes y pasear por el parque de la vuelta, que ya no le contaré lo que me pasó en clases ni ella me hablará de lo creídas que son sus amigas, porque 70 kilómetros nos separarán.

Cuando somos chicos, el mundo también lo es para nosotros. Yo no podía imaginarme una vida después de Clara. Recuerdo que pensaba ¿cómo pueden mis padres ser tan insensibles y dejar que muera de dolor? Me encerraba en mi cuarto durante días y cuando bajaba a comer tenía el aspecto de un zombie, pero no se daban cuenta pues también ellos la estaban pasando muy mal. Hasta podría desaparecer y no lo notarían. Podría desaparecer... y llevar a Clara conmigo.

Una tarde antes de despedirnos, le propuse escaparnos. Nervioso como un niño al que se le pide que pase al frente a recitar la poesía que aprendió, le hablé de los fuertes lazos que nos unen y de la importancia de permanecer juntos no importa qué o quién trate de separarnos. Le dije que estaba consciente de que no teníamos a donde ir y que encontraríamos muchos obstáculos, pero debíamos tomar ese riesgo porque si nos separan poco a poco moriremos, pues somos dos personas con un solo corazón. Ella accedió, pero se veía un tanto confundida. Acordamos encontrarnos en el parque a las cinco. Preparé mis cosas, junté algo de dinero y dejé una nota para mis padres. La esperé sentado en nuestra banca durante tres horas. Nunca apareció. Al volver a casa mis padres me dieron un buen sermón.

Cuarenta años han pasado y desde entonces, guardo aquel intento de fuga como la más grande locura de amor. Luego de eso jamás volví a enamorarme hasta el punto de dejar todo por alguien. Cada vez que sentía que empezaba a depender demasiado de una persona, me apartaba. Con los años me mudé a la capital, me casé con una buena mujer que no me exigía tanto y tuvimos dos hijos que nos salieron buenos. Ya no viven en casa, y qué trágico fue darme cuenta de que ellos eran el mayor vínculo entre mi esposa y yo. Nos dedicamos tanto a educarlos, olvidándonos de nosotros mismos, que cuando partieron dejando la casa sola y vacía a menudo me preguntaba ¿quién es esta mujer que duerme junto mí? ¿quién es aquel hombre que se acuesta junto a ella y me mira fijamente desde el espejo?. Las cosas fueron más evidentes tras mi jubilación. Ella pasaba tanto tiempo con sus amigas que estaba claro que le aburría tenerme el día entero en la casa. Yo por mi parte, me encerraba en el estudio, y todo siempre estaba en silencio. Descubrí que algo valioso se había apagado en mí aquella tarde en el parque, algo que me hizo elegir la manera en que viviría el resto de mi vida .

Mentiría si dijera que salí inmediatamente en busca del remedio para mi deprimente situación. No fue así. Acostumbrado como estaba a soportar en silencio la carga de una existencia mediocre, reprimí aquel deseo o quizá lo sublimé a través de alguna actividad menos compleja: Ejercí la docencia. Así pasó algún tiempo.

Mi nuevo trabajo me dio la oportunidad de volver a Iquitos luego de tantas décadas, y estando allí, experimenté una insaciable curiosidad por saber de Clara. Un amigo común me puso al día acerca de su vida: Se casó una vez a los veintiún años, luego de fugarse con su novio al Brasil. Al poco tiempo retornó sola y abandonada. Como sus padres no quisieron recibirla, se fue con sus abuelos. Se desempeñó en oficios ocasionales tan diversos como los hombres que llevaba a casa. Se hizo alcohólica y estuvo un tiempo en prisión por robo. Al morir sus abuelos, vendió la casa y se mudó con su pareja de entonces lejos del vecindario. Al parecer él la abandonó poco tiempo después llevándose todo el dinero. Mi amigo no supo decirme nada más.

Me pregunto qué hubiera pasado si nos hubiésemos fugado. Teníamos dieciséis años y todo un horizonte por descubrir ante nuestros ojos. La amé como a nadie, y sé que ella también, sólo que no estaba preparada para enfrentarse al mundo. De haberse aparecido aquella tarde, la vida nos hubiera llevado por caminos distintos. Tras mi partida se sintió tan culpable por no tomar más riesgos en su vida, tan culpable de su cobardía que parecía encadenarla a una vida sin emociones, que no permitió que aquello le volviera a pasar. Y yo me sentí tan decepcionado porque me abandonó luego de abrirle mi corazón y entregarle todo, que tampoco permití que aquello me volviera a pasar. Algo murió en nosotros desde entonces. Si se hubiera aparecido por el parque, yo sería más humano, ella más feliz, y tal vez hoy no estaría aquí, escribiendo esto al pie de su tumba.

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