sábado, 14 de junio de 2008

El conformista infeliz


- Bueno. ¿Y qué hacemos ahora? - preguntó la mujer.

El hombre acaricio a su gato, miró a través de la ventana salpicada por la lluvia y suspiró.

- Pondremos un negocio, pues.

Tras varios años de vender maní tostado por las calles, al fin habían reunido un capital decente para tener lo que llamaban "algo propio". Sus amigos siempre los creían conformistas y, después de tantos años sin progresar, empezaban a creerlo. Pero como pasa con la mayoría de cosas a las que le tomamos cariño, se resistían a romper el chanchito.

- ¿Y si pasa algo? Necesitamos esos ahorros. ¿Recuerdas cuando el Elmer enfermó de hepatitis y pudimos comprarle las medicinas?

- Pero Elmer ya no está, vieja.

- No sé. No quiero. Mejor no.

Le costó alrededor de un año convencerla de que sus huesos ya no estaban para esos trotes, y cuando alguna mañana no podía levantarse debido a sus piernas varicosas, se lo recordaba aún más. Al fin, una noche, Erlinda se acercó al oído de Miguel y le dijo:

- ¿Y qué quieres hacer con el dinero?

Cinco mil soles, reunidos a lo largo de quince años, tomaron forma en la cabeza del marido.

- Quiero poner una bodega.

Al día siguiente salieron a caminar, pero esta vez sin la bandeja de maníes sobre sus cabezas. Se sentían casi desnudos, relajados y desenvueltos. Se tomaron de la mano cuando pasaron por la cantina donde se conocieron, ella como mesera y él como parroquiano. Eran otros tiempos, pero la taberna no había cambiado nada. Hacía mucho que no salían a la calle solamente a caminar.

Alquilaron una covacha en la avenida más concurrida del mercado y la llenaron de abarrotes de toda clase. Miguel se encargaría de las compras y Erlinda, con su habitual carisma, atendería a sus nuevos clientes.

Uno de los primeros resultó ser un chico bien plantado, de gafas oscuras y maletín ejecutivo. Le hizo un pedido de treinta soles y cuando le extendió la boleta le dijo:

-Ahí no más señora. Soy de la SUNAT.

A Erlinda le tembló súbitamente la mano que sostenía el comprobante. El inspector examinó el pedazo de papel como si fuera un perito en busca de indicios de criminalidad: Nombres,RUC, descripción del negocio, pie de imprenta, numeración. Ya se resignaba a retirarse desalentado cuando decidió comprobar la dirección exacta. La boleta decía: Abtao 481-A, pero la placa en la puerta simplemente decía Abtao 481.

-¿De dónde salió esta letra "A", señora?

- Ah, es que, joven, esta casa es tiene dos cuartos de alquiler, y para no confundirme con el de al lado, el dueño la dividió en A y B.

- Présteme la autorización de impresión de las boletas.

Erlinda buscó entre sus papeles y encontró lo que le pedía.

-¡Ajá! Dijo el muchacho con aire de triunfo, felicitándose por ser tan meticuloso. La dirección registrada en SUNAT no consigna esa letra A.

-Si, ya lo sé, pero para que los clientes nos puedan ubicar fácilmente y no nos confundan con la bodega de al lado...

-Usted debió poner la dirección tal y como lo indica la orden, señora.

Erlinda le clavó una mirada suplicante. Había escuchado que la SUNAT no reparaba en errores y cerraba tiendas con la misma rapidez con la que alguien dice ¡Dios mío!

- Esta bien -le dijo al fin el chico, luego de darse un pausa de suspenso- Por esta vez la voy a pasar, pero consígase algo para ocultar esa A de allí. o dígale al dueño del local que haga los trámites ante la municipalidad para dividir su predio.

- Muchas gracias, joven.

- Bien, le voy a dejar esta constancia de descargo para que la lleve cuando tenga tiempo a la SUNAT. Que tenga buen día.

Cuando llegó Miguel, Erlinda le contó su primer encuentro con la autoridad. Este le avisó inmediatamente a su contador, un joven aficionado a empinar el codo. Al leer el documento, dijo muy suelto de huesos:

- ¡Ah, con que esas tenemos. No te preocupes. Así te quieren asustar esos cabrones, pero no pasa nada!

Dicho esto, se guardó el documento en el bolsillo y le anunció que iría mañana a primera hora. Erlinda y Miguel continuaron trabajando. Eran los únicos que abrían desde las seis de la mañana y ya empezaban a tener clientes entre algunas empresas importantes. De seguir así, Miguel pensaba abrir una sucursal en el mismo puerto Masusa para eliminar intermediarios y mejorar los precios.

Seis meses después, cuando ya contaban con dos empleados y habían alquilado la casa de al lado para no perder tiempo y dinero en transportes, les llegó una resolución que les partió por el eje.

Una multa de mil quinientos soles por haber consignado en el comprobante de pago una dirección distinta a la registrada en SUNAT, en flagrante violación del artículo ciento setentaitantos del Código Tributario.

El contador se deshizo en excusas por no haber descargado el documento y se excedió en improperios contra el Estado, anunciando con mucha pompa que nunca había perdido un solo proceso con la Superintendencia y que con la reclamación que estaba preparando conseguiría la victoria final.

Dicha reclamación, llena de pleonasmos y carente de sintaxis, transcrita de un viejo libro de contabilidad y salpicada de argumentos no jurídicos; si bien para Erlinda y Miguel resultó incomprensible, para los funcionarios estatales resultó aún más abstrusa y resolvieron devolverla por no tener firma de abogado.

Miguel y Erlinda tuvieron que contratar a un abogado que el contador les recomendó. Al escucharlos, el letrado levantó las cejas y les dijo que no había porqué preocuparse, porque este era un procedimiento de rutina y si ellos querían podía llevar el caso hasta el mismo Tribunal Fiscal, donde pasarían años antes de que expida sentencia, y mientras tanto el cobro de la multa quedaría suspendido. Les comentó que el error de ambos fue de estrategia, y que debieron consultarlo con un abogado desde el principio.

Cuando le preguntaron por sus honorarios, intimidados por el lujo extremo de la oficina donde los recibió, el doctor les dijo que no se preocuparan, que cuando se trataba de una injusticia latente como ésta, en lo último que pensaba era en cobrarles por adelantado. Miguel y Erlinda respiraron aliviados.

El doctor reformuló la apelación y le dio un nuevo aspecto, con profusión de frases en latín y referencias históricas que llegaban hasta el mismo Justiniano. A su lado, la apelación del contador empírico lucía como una columna de chismes de un periódico de medio pelo. La pareja quedó satisfecha.

Al lunes siguiente, el enorme auto del abogado se estacionó frente a la bodega, y bajaron de él una mujer y dos adolescentes, diciendo que los había enviado el doctor a cobrarles por el servicio. Sacaron, arroz, menestras, latas de conserva, salchichas, leche, huevos, jugo y azúcar por un monto de casi seiscientos soles. Miguel y Erlinda veían vaciarse sus anaqueles sin poder hacer nada porque, después de todo, el trabajo estaba hecho.

A estas alturas las rentas de la pareja empezaban a mermar. Tres meses después llegó la resolución de multa, que desestimaba la apelación del doctor. Debido al tiempo transcurrido, el monto de la sanción había ascendido a mil ochocientos soles. El abogado les dijo que esto agotaba la vía administrativa, mas no la judicial y que si ellos quisieran podrían seguir litigando. La pareja respondió al unísono: no gracias.

Volvieron entonces al contador, que les dijo que lo mejor que podían hacer era aceptar la sanción y acogerse al fraccionamiento. Ahora, aparte de pagar el impuesto mensual (que ascendía a ciento cincuenta soles aproximadamente), debían pagar ciento ochenta soles durante diez meses, lo que quiere decir que sus tributos se habían duplicado, aunque sus activos estén disminuyendo.

Luego de cuatro meses haciendo malabares para poder cumplir con el impuesto y la multa a la vez, vendiendo algunos muebles y deshaciéndose del gato que les hacía gastar mucho en comida, el quinto mes no pudieron cumplir con la obligación, e inmediatamente les llegó una nueva Resolución en la que les comunicaban que, por semejante incumplimiento, acababan de perder su derecho a fraccionamiento, por lo que debían abonar la totalidad de la multa en el más breve plazo posible o se haría efectiva la cobranza coactiva.

Nuevamente desfilaron entre contadores y abogados, sin que nadie pueda o quiera ayudarles realmente. La bodega se descuidaba cada día más y a veces permanecía cerrada para esquivar al prestamista que los había socorrido hace unos meses para mantenerse a flote.

Finalmente, un día ingresó una señora muy elegante que se presentó como la ejecutora coactiva y, con un lenguaje bastante técnico y presuntuoso, les explicó su misión. Hizo un inventario de los artículos y luego cargó con ellos, comunicándoles que su cuenta estaba saldada.

Miguel Paredes y Erlinda Rengifo aún venden maní tostado por las calles, aunque evitan pasar por Abtao. A veces se encuentran con el prestamista y reciben insultos, pero Miguel se reserva la furia para descargarla con el primer imbécil que les diga conformistas.


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