domingo, 21 de diciembre de 2008

AGENDA PARA LAS PRÓXIMAS DOS SEMANAS



- Levantarme a las 7 de la mañana, desayunar, disfrutar un rato recordando que no tengo que ir a ninguna parte, volver a dormir.

- Encender la PC sin motivo concreto, apagarla sin haber terminado.

- Mirar porno sin pensar que estoy perdiendo tiempo valioso.

- Olvidar el celular en el cuarto toooodo el día.

- No salir de la casa, ni a la puerta.

- Instruir a mi familia para que, si me buscan, no estoy para nadie.

- No sacar la moto.

- No hablar con nadie que no sean mis padres y hermanos.

- Ver televisión hasta las 3 de la mañana, tirado en el mueble y comiendo golosinas.

- No abrir ningún correo electrónico. No leer blogs. No escribir en el blog.

- No ver noticias. No revisar el periódico.

- Tomar consciencia del problema del calentamiento global.

- Llamar a mis abuelos para recordarles que se viene la Navidad y que no olviden a su nieto favorito.

- Y si queda tiempo: Limpiar mi cuarto (mi madre sospecha que un caimán habita en mi cesto de ropa sucia).

domingo, 14 de diciembre de 2008

A propósito del CNI


Es más de mediodía. Enciendo la moto y arranco. Voy por Alfonso Ugarte hacia Moronacocha, pero en Moore el semáforo cambia a rojo y me detengo. Estoy apurado. Una maldición sale de mis labios, culpando al azar por este retraso. De inmediato, como si el destino me hubiera escuchado y quisiera cobrar venganza, una caravana (debiera decir "la" caravana) ingresa por Moore y dobla hacia Alfonso Ugarte frente a mis ojos. Los había escuchado toda la noche y apenas pude dormir debido a sus bocinazos. Se aparecen gritando alborotados, montados -en grupos de ocho o diez- a bordo de motocarros sin toldo, motos, autos, camionetas. Llevan trapos en la cabeza, banderines, banderas y banderolas. La mayoría son varones, pero también van algunas mujeres. Había escuchado ayer por la radio que algunas chicas se habían paseado desnudas y agucé la vista para ver si el espectáculo se repetía. Lástima. Todas estaban vestidas. El semáforo cambia a verde y fui muy ingenuo al poner en primera y acelerar. Debí suponer que una caravana no respeta luces ni señales de tránsito. Espero al borde. Los vehículos pasan tocando con sus bocinas el himno del colegio. La gente grita a pulmón partido. El motocar de mi costado acelera e intenta cruzar para plegarse a la caravana y aprovechar la impunidad vial para llegar a tiempo a su destino, pero se detiene. Ninguno le cede el paso. Recibe un puntapié en el toldo de uno de los ¿hinchas? Resignado, tiene que virar. Ya para entonces el semáforo había cambiado cuatro veces de color y me parecía que la Moore era un inmenso túnel que vomitaba seres humanos, como sangre de una vena rota. Definitivamente estoy retrasado. Nunca había visto una caravana tan larga, ni siquiera contando los desfiles y corsos a los que asistí. La gente alucinaba frenética, pero la mayoría estaba allí sólo para aprovechar la oportunidad de hacer chongo. Unos chicos con la cabeza cubierta le tocan el trasero a una transeúnte que camina al lado de la pista. Intenta zafarse y cae de nalgas sobre la vereda. Ella les grita algo y todos ríen. No hay tiempo para recriminar. La caravana seguía y por más que oteaba el horizonte no conseguía ver el final. Un niño de unos siete años se pasea desnudo en uno de los vehículos, tan delgado como un pollo mojado, pero con la suficiente energía para colgarse de la barra y gritar. Una mujer se ha remangado el short de licra hasta que parezca un calzón y se ha quitado la blusa, quedándose en sostén. Salta, agita las manos, y con ella, su prominente abdomen empieza a emular a un comercial de flan. Por un momento me pareció que estaban dando la vueltas en círculos porque no había cuando acaben de pasar, pero casi veinte minutos después, pude ver la última camioneta. El semáforo nos dio verde y cruzamos. La camioneta intentó cruzar en rojo, pero nuestra caravana de vehículos esperando pudo más. No tuvo más remedio que frenar, provocando silbidos en los ¿hinchas?.

Cansado y oliendo a cuerpo soleado llego al trabajo ensayando mentalmente una buena excusa para mi tardanza, pero no hay nadie . Le pregunto a mi vecino si sabe dónde están todos.

- Se fueron a la caravana - me dice antes de cerrar su puerta - tienes el día libre. Hasta el lunes.

Y yo, que estos días ni participé de la algarabía ni me senté frente al televisor a comerme las uñas, ni sabía nada de fútbol y recién me entero que existe algo llamado la Copa Perú, no pude menos que cerrar los ojos y decir: GRACIAS CNI.

domingo, 7 de diciembre de 2008

Mi Versión Orwelliana de la Navidad



LA EMPRESA se prepara para el mes más importante del año. El único mes en que puede apelar a la sensibilidad de sus consumidores para estrujarlos hasta hacerlos desangrar el ultimo centavo. A lo largo de los años sus técnicas se han refinado, y ella misma se ha convertido en un conglomerado mundial, con influencias en casi todos los aspectos de la vida del hombre. ¿Qué podría prepararnos LA EMPRESA para este año? ¿Quizá algo más de lo mismo, una que otra campaña culebrona con muchas luces y niños felices? Se rumorea que las mejores ideas se le han acabado. Hoy en día la gente se ha vuelto más desconfiada y está empezando abrir los ojos. Atrás quedaron los tiempos en los que bastaba un par de historias efectivas para que los consumidores derramaran unas lágrimas y se volcaran a las tiendas para remediar sus carencias. ¿Recuerdan la historia de Papá Noel? Fue la mejor de todas. Haber inventado la historia de un gordito bonachón que viene desde tierras muy lejanas a regalar paquetitos primorosamente envueltos a todos los niños del mundo, tenía el poderoso mensaje de obligar a los padres a convertirse en Papanoeles, si es que querían llamarse padres. Además, con el barbón del traje rojo se rompió el esquema de que sólo había regalar a la familia. Desde entonces, TODOS se dan un regalo en Navidad, y por supuesto, LA EMPRESA siempre está allí, con los anaqueles repletos, para ayudarnos a cumplir nuestros sueños.

Tal vez otros recuerden mucho mejor la campaña de "Un cuento de Navidad", que también fue una brillante anotación a sus bolsillos. La historia de Ebeneezer Scrooge fue creada para castigar a los avaros del mundo, mostrándoles por vía de amenaza, lágrimas y redención, lo que les esperaba si se rehusaban a comprar algo de LA EMPRESA para regalar. Eran épocas más sencillas, fáciles de engañar. Viendo el potencial espiritual de esta fiesta, LA EMPRESA se encargó de exagerarlo todo. Nada era suficiente para tener una buena Navidad: Del pollo se pasó al ganso, y del ganso al pavo. De cinco kilos, de seis, de diez, de quince, hinchados con vacunas, engordados con vitaminas, nada bastaba. Antes era suficiente un juguete para un hijo, ahora los padres tenían que disculparse porque "sólo le habían regalado seis".

Y las historias tiernas se multiplicaban: cada quince segundos aparecía en la televisión una familia alrededor de una gran mesa llena de viandas con un enorme pavo al centro, manteles rojos, árbol enorme, guirnaldas, luces por todos lados y sobre todo sonrisas; sonrisas que reflejaban una felicidad tan auténtica como inimitable. Y las familias quedaban tan cautivadas con aquella imagen que empezaban a planear las adquisiciones que tenían que hacer. Tenían tanto que comprar: la mesa, el pavo, las viandas, la fiesta, ...la Navidad. En ese momento, la proyección terminaba y aparecía el enorme logo de LA EMPRESA, con todas las direcciones disponibles. Siempre hay una cerca a tu hogar.

Mientras tanto, los pobres que no podían comprar "eso que LA EMPRESA vende y se llama Navidad", se sentían miserables, avergonzados por la sucia y austera covacha en la que pasarán la Nochebuena.
TODOS TIENEN ALGO QUE DAR, era el lema principal de la campaña. Desde lo alto de sus oficinas, los ejecutivos azuzaban a la gente a regalarse cosas una y otra vez. Y a regalar a los que no tienen también. A través de conmovedoras películas nos habían convencido que no hay nada más gratificante para el alma que regalar algo de LA EMPRESA al que nada tiene. El círculo era perfecto: El que se aprovechaba y explotaba todo el año a sus semejantes se sentía perdonado regalando un par de cosas; el explotado y aprovechado se sentía honrado de que su explotador le regalase algo.

Pero obviamente, ninguna campaña llega a todos por igual, y hubo alguien que fue deserendando la madeja.

Un niño de doce años, cuyos padres poseían una de las fortunas más grandes del planeta, estaba cansado de ser complacido en todo. Cada año, cuando le pedían que hiciera su tradicional lista de regalos, pedía lo más inverosímil: Aviones de verdad hechos de papel, una piedra de la luna, un pulpo siamés... y siempre tenía lo que pedía.

No puede ser, pensó. La Navidad es un timo de LA EMPRESA.

Y un día, el niño se levantó y ordenó que quitaran todos los adornos. Luego pidió que para Navidad le regalasen algo que no pudiera ver, y que sin embargo sea lo suficientemente bueno para hacerle feliz. Los criados se quedaron estupefactos, no se les ocurría nada. Los padres inmediatamente llamaron a LA EMPRESA para preguntar si vendían aquel producto. No tenían nada semejante. El rumor del extraño pedido se corrió por toda la ciudad, el país, el mundo. Gente de todos los rincones concluyó que, si el niño más rico del mundo lo pedía, debía ser algo bueno. Los niños entonces empezaron a decir a sus padres:

- Papi, para Navidad quiero lo que quiere el niño rico, algo que no se vea y sin embargo me haga feliz. No, no, no. No me compres nada de LA EMPRESA. Sólo quiero el regalo que te pedí.

Ya se imaginarán cómo andaban las cosas en lo alto de las oficinas de LA EMPRESA. Empleados iban y venían tratando de imaginar una manera de satisfacer la demanda de este nuevo producto, pero todos sus esfuerzos resultaron inútiles. Las ventas cayeron en un 95% en los dos días siguientes, y para la Noche Buena, se vieron obligados a cerrar sus puertas antes de las once de la noche. El jefe de los ejecutivos consideró que las ideas del niño eran peligrosas para su negocio, y decidió actuar por su cuenta.

Amaneció el día veinticinco y como siempre, el niño salió corriendo de sus aposentos, bajó las enormes escaleras de la mansión hasta el salón principal y, al pie del enorme árbol, buscó su regalo.

Era una caja pequeña y sin decorado, casi oculta bajo las enormes ramas del árbol sintético. El niño se puso furioso, se volvió a sus padres y exclamo:

- Les dije que quería un regalo que no se pudiera ver.

Casi al instante, noto que junto a sus padres estaba el jefe de los ejecutivos, sentado casi al rincón. Lo había reconocido de los periódicos y al verlo, inmediatamente empezó a reír.

- ¿De qué te ríes? - le preguntó su padre.

- La Navidad es un invento de LA EMPRESA ¿lo ven? Sin los regalos no hay Navidad. Lo lamento papá, pero este año no pudiste complacerme.

El jefe de los ejecutivos permanecía sentado, con los labios ligeramente estirados.

- Claro que sí, hijo. Tu regalo no es la caja, sino lo que está dentro de ella.

El niño tomo el paquete y levantó la tapa. Inmediatamente un resplandor laceró sus ojos, dejándolo ciego. Mientras apartaba la caja de sí y agitaba los brazos tratando de asirse de alguna parte, el jefe de los ejecutivos se levantó, se acercó a él, le tomó de los hombros y dijo:

- Feliz Navidad Dorian. Todos los años hemos complacido tus caprichos. Ahora gracias a ti, todos los niños del mundo han recibido un regalo como el tuyo. A estas horas deben estar ciegos también; justo hoy, que inauguramos una nueva división de LA EMPRESA: La clínica oftalmológica, donde por un módico precio les ofreceremos la oportunidad de volver a ver. Veníamos planeándolo desde hace años, sólo hacía falta un niño rico, engreído y con el suficiente cerebro como tú para echar a andar el proyecto. Como premio a tus esfuerzos, no te cobraremos el tratamiento.

El jefe de los ejecutivos sacó del maletín una pequeña inyección y se la puso. Inmediatamente recobró la visión. El niño le miró con odio, aunque se le escapaban algunas lágrimas de temor.

- No me lo agradezcas a mí -dijo el anciano ejecutivo- sino a tu padre, el nuevo jefe de la clínica.

Demás está decir que ese día LA EMPRESA recuperó el doble de sus pérdidas vendiendo inyecciones para ciegos. Desde entonces, a ningún niño de la tierra se le ocurrió pedir tonterías en Navidad.

domingo, 30 de noviembre de 2008

EL CARTEL DE NAVIDAD



Los rayos del mediodía calentaban furiosamente la acera de la calle Arica, mientras un hombre y un niño planeaban grandes cosas para el futuro:

- Grabáte bien en esa cabecita de pollo: Casi todos ven en la Navidad una ocasión para holgazanear. Se la pasan rompiéndose el lomo como burros el resto del año para descansar junto a su familia durante las fiestas de diciembre. En cambio algunos, como yo, ven en la Navidad una oportunidad para hacer negocios. Mira a tu alrededor: en ninguna época del año se consume tanto como en ésta. Casi todos tiran el dinero comprando tonterías. Tú y yo vamos a recoger y dar un buen uso a ese dinero.

En ese momento, un conductor se acercó a retirar su moto. El hombre que hablaba le pasó por encima un trapo limpio y cogió los cincuenta céntimos que le alcanzaban.

- Así es muchacho. Vamos a ser ricos.

- ¿Pero cómo tío? ¿Cómo vamos a ser ricos?-preguntó el niño.

El hombre rebuscó en su bolsa de tela deshilachada y sacó medio pliego de cartulina con unas letras bien dibujadas que decían:

SI EL 1% DE LO QUE GASTÓ EN SUS COMPRAS SE LO DIERA A LOS POBRES, NO TENDRÍAMOS QUE MENDIGAR EN NAVIDAD.

-¿Qué significa eso, tío?

-Significa que vamos a conmover a muchísima gente. Ahora, dobla el cartel y vamos caminando por la Próspero. Tenemos que encontrar una tienda llena de consumidores compulsivos.

- ¿Y las motos, tío?

- Saben cuidarse solas.

Anduvieron pesadamente, observando establecimientos de todo tipo. El niño iba más lento, mirando extasiado la variedad de juguetes que desfilaban ante su carita sucia. Ahora que iban a ser ricos, pensó, podía pedirle a su tío que le regalase la colección de los Power Rangers Fuerza Salvaje. Se había portado bien y hacía tiempo que no robaba nada. No se lo negaría.

Mientras tanto el hombre miraba y remiraba. Había tantas personas en la calle que quiso empezar trabajar ahí mismo, pero luego se dio cuenta de que la gente andaba con demasiada prisa como para leer su cartel. Tenía que esperar a la salida de alguna tienda. Llegaron por fin a la puerta de un supermercado. Habían muchas cajas registradoras, cada una con una cola interminable; gente gritando para hacerse escuchar; luces navideñas en todo el interior, y de fondo, una canción de José Luis Perales. El hombre sonrió.

- ¿Ves lo que yo veo, muchacho?

-Sí tío... ¡Chocolates!

-Oportunidades, hijo. En unos minutos, parte del dinero de estos ricachos estará en nuestros bolsillos. Y lo más gracioso es que no tendremos que robárselo. Ellos mismos nos lo entregarán. Bien, párate ahí mientras te cuelgo el cartel.

El niño se puso en posición de firmes viendo cómo su tío le amarraba al cuello la soguilla que sostenía la cartulina. Ahora que lo tenía cerca, podía ver las profundas líneas que le surcaban el rostro ennegrecido y grasoso. El cabello largo y entrecano le resbalaba por toda la frente; y los ojos, que rara vez se detenía a mirar, parecían perdidos en algún sueño lejano. La vejez y la pobreza le habían castigado tenazmente.

- Cuando empecemos, estarás aquí y yo estaré por allá vendiendo los caramelos - dijo el hombre -Si no me compran a mí, colaborarán contigo. Como sea ganamos igual. Ahora, es necesario que finjamos no conocernos para que todo sea más real. ¿De acuerdo?

- ¿Significa que no podremos hablarnos?

- Así es.

-¿Y si quiero ir al baño?

- Me haces una señal y entras a la tienda. Ahora dime: ¿Donde está tu latita?

- La metiste en la bolsa, tío.

- Ah! Es cierto - dijo mientras la buscaba-. Toma. Nos vemos en una hora.



La gente entraba y salía sin parar pero muy pocos se detenían a mirar el cartel, y los que lo hacían simplemente sonreían y continuaban su camino. Otros se quedaban un momento reflexionando, pero al final también se marchaban. Una niña como de su edad se acercó y le mostró sus pulseras luminosas. Estaba tan limpia y bien vestida, que se creía sin derecho a tocar nada de ella con sus manos sucias. Ella le invitó la bolsa de piqueos que venía comiendo y él cogió unos cuantos rápidamente. De pronto su madre se acercó gritando:

- ¡Andrea! ¿Qué haces?...no comas eso...si ya le metió la mano...ven - dijo inclinándose y cogiéndola de las muñecas- regálale, que en la casa te compro otro.

La señora cogió la bolsa, se la dio al niño y corrieron hacia la moto que las aguardaba.

Al poco tiempo salió otra señora con dos pequeños cargando paquetes inmensos. Mientras abordaba el motocarro, distraídamente se puso a leer el cartel; luego miró al niño, sonrió con ternura y se acercó a poner un sol en la latita.

- Gracias señora. Feliz Navidad - dijo el niño sonriendo.

Cuando se marchó pensó que vieja más tacaña. Eso no era ni el uno por ciento de tantísimo paquete. Miró a su tío y éste le mostró los pulgares en alto; se encogió de hombros y continuó mirando a los clientes. En la caja, un señor alto y delgado abrió su cartera y sacó muchos billetes. Jamás había visto tanto dinero junto. La cajera le sonreía, el muchacho que embolsaba la mercadería también, pero él debía estar triste porque no les devolvió la sonrisa. Mas bien se molestó por la lentitud del muchacho, tomó los paquetes y se retiró. Mientras miraba la calle tratando de acordarse dónde había parqueado su auto, se fijó también en el cartel.

En ese momento, un vigilante se acercó y apartó al niño de la vereda. Buscó a su tío, pero éste ya estaba del otro lado de la calle, indicándole con señas que lo obedeciera.

- Retírate chibolo. No queremos vagos por aquí - le dijo mientras agitaba la palma de la mano derecha hacia arriba. El niño se plantó y le gritó furioso:

- No soy un vago. Estoy trabajando, señor.

- Ja ja ja. ¿Trabajando? No me hagas reír. Vender frunas es trabajar, cuidar motos es trabajar, cantar en los micros es trabajar. Tú hace rato que estas parado aquí con ese cartelito simplón mirando a cada cliente, quién sabe para qué. Ya retírate - le dijo mientras agitaba los brazos .

El niño se puso rojo de cólera. Ya estaba cansado de que lo tomen por ladrón, pero no sabía qué contestar. ¿Acaso no estaba trabajando? Eso le había dicho su tío. El vigilante lo retiró violentamente de la acera.

- Hijo de puta, cabrón. ¡Ojalá te quedes pobre! - le gritó mientras lo empujaba.

El vigilante le sonrió con desprecio y volvió a su puesto. El niño quería llorar de rabia. Caminó por la acera maldiciendo a todo el mundo. Iba a buscar a su tío, pero una voz le detuvo. Venía desde uno de los autos estacionados. El niño se acercó y reconoció al señor alto y delgado que se había fijado en él poco antes de que el guachimán lo echara.

- ¿Siempre tienes una boquita tan sucia? - le dijo mientras sonreía.

No le contestó nada.

- Bien. Te daré una buena limosna si me respondes una cosa: ¿quién te escribió el cartel?

El niño miró con curiosidad el rostro enjuto del hombre que le hablaba. Sus pómulos eran tan pronunciados que aparentaba tener la piel de un animal disecado. El escaso bigote que le recorría el labio superior parecía borrarse cada vez que sonreía, y su aliento despedía un olor a menta.

- Mi tío - respondió.

- Ah! ¿Y donde está tu tío?

- No lo sé. Iba a buscarlo.

- ¿A qué se dedica?

- Ya son muchas preguntas, señor.

- Eres muy listo - dijo mientras colocaba una moneda de cinco soles en la lata. El niño miró fijamente al tipo. Esta vez ya no le parecía tan antipático.

- No sé a qué se dedica, pero es muy sabio. Sabe cómo hacerse rico. También vende caramelos en los micros y cuenta muchos chistes.

- Ah! Pues mira: mañana, víspera de Navidad puedes venir a mi casa a cenar. Habrá mucho panetón, chocolate y golosinas. Puedes traer a todos tus amigos, incluso a tu tío. Aquí está mi dirección - dijo mientras le alcanzaba una tarjeta-. ¿Te espero entonces?

El niño levantó los ojos y miró al extraño con lástima.

- ¿Sabe qué señor? - dijo - es usted muy amable, pero no tengo amigos; sólo tengo a mi tío, y vamos a estar muy ocupados mañana comiendo mucho panetón y chocolate. Recibimos invitaciones de todas partes de gente quiere aliviar su conciencia regalando comida una vez al año. He estado allí: unas señoras buenas te sientan a una mesa grande, te dan un tazón de chocolate y un pedazo de panetón con mantequilla. Casi nunca puedo acabarlo todo. Algunas te dan un regalo, yo recibí por ejemplo un juego de ludo en cartulina. Estaba muy bonito. Lo malo es cuando te regalan juguetes usados. Sabe, el año pasado recibí un Superman, pero le faltaba una pierna y tenía la cara negra y mordida; digame: ¿cómo puedo jugar con un Superman cojo y desfigurado? Se lo regalé a mi primo Marcelo; como sólo tiene un año, no creo que le importe tener un super héroe inválido. Todos parecen ser muy buenos en Navidad. Pero mi tío me dijo que no nos hacen un favor a nosotros, sino a ellos mismos. Al principio no entendí lo que quería decir con eso, pero a los tres días, él se enfermó de úlceras gravemente y no sabíamos cómo llevarlo al hospital; corrí a la casa de aquellas señoras que tan bondadosamente me habían llenado de tajadas de panetón y chocolate y les imploré que me prestaran tres soles para poder llevar a mi tío al Hospital Regional. Me miraron con fastidio, me dijeron que la campaña se había acabado, que venga el próximo año y que deje de estar molestando. Luego, me cerraron la puerta. Entonces, entendí lo que mi tío quería decir. La Navidad había terminado. Felizmente don Lucho, el compadre de mi tío, pasaba por ahí con su triciclo y pudimos llevarlo a tiempo al hospital. El doctor le dijo que si tardábamos un poco más, era alma del otro mundo. Por eso señor, no voy a poder cumplir con usted mañana. ¿En realidad quiere ayudarnos? Si quiere ayudarnos, dénos trabajo. Sé cultivar, puedo hacer mandados, puedo tener limpia una casa y hasta ayudo a mi tío a barrer las calles de noche. Él también sabe trabajar: conoce de jardinería, ha sido albañil y carpintero, pero también sabe mucho de la vida, y lo que siempre me dice es que por más pobre que uno sea, no debe perder la dignidad. ¿Entonces, señor, qué dice? ¿Va a ayudarnos de veras?

El señor alto y delgado había oído con indignación y sorpresa cada palabra del niño, y aún se encontraba asimilando cada frase cuando le encajó esa última pregunta. Se quedó en silencio un momento. Luego respondió:

- ¿Cómo te atreves, mocoso insolente, a morder la mano que te ayuda? Si los ayudo es por que me nace hacerlo y no porque quiera ganarme el cielo. ¿Sabes cuantos niños como tú no van a tener ni siquiera un pan reseco para llevarse a la boca mañana? ¿Sabes cuantos niños como tú se morirían por tener un juguete esta Navidad, aunque sea un supercojo?

- Si usted sabe cuántos son -dijo con pesar el niño- déselo a ellos. Lo necesitan más que yo.

El hombre alto y delgado le miró con ira y desprecio.

- Tan pequeño y tan arrogante. Así no se progresa, muchacho.

Dicho esto, le arrancó la tarjeta de las manos y partió velozmente en su auto. Quizá sospechando una reacción parecida, el niño escondió su latita. Al mirar al frente, vio a su tío que se acercaba agitando los brazos.

- ¿Con quién hablabas? - le dijo al llegar hasta él.

- Con un señor que me dio cinco soles de limosna y quería conocerte.

- Así ¿por qué?

- Por el cartel.

- Ah! El cartel. Sabes hijo, he estado pensando y...me parece que mejor dejamos eso del cartel. Creo que no nos ha ayudado en nada.

- Como quieras, tío.

El hombre sonrió y revolvió con las manos el cabello del niño.

- Ya se nos ocurrirá algo- le dijo-. Dios aprieta pero no mata.

- Tío ¿nosotros vagamos?

- ¿Pero quién te ha dicho semejante cosa?

- El guachimán que me botó de la vereda de la tienda. Me dijo que era un mendigo y que los mendigos no trabajaban.

- Qué sabe ese hijo de puta. No le hagas caso. ¿Sabes porqué ya no hay mendigos en esta ciudad? Por la competencia. Cuando eran pocos, no tenían otra cosa que pedir limosna y asunto arreglado. La gente se conmovía sólo con verlos allí, humillados, rogando por unos centavos. Pero de pronto, a alguien se le ocurrió hacer algo más aparte de pedir limosna: comenzó a cantar; luego otro, por no quedarse atrás, empezó a tocar la quena o la zampoña mientras mendigaba. Finalmente, a alguien se le ocurrió vender caramelos. Lo que no se dan cuenta es que siguen siendo mendigos, porque ruegan, imploran y se humillan para que les compren. Dicen “no he venido con las manos vacías, sino que te traigo este producto golosinario” “prefiero trabajar que estar mendigando o robando en una esquina” “ayúdame a salir adelante” yo les llamo mendigos empresarios. Eso ha ocasionado que la gente se vuelva más insensible con los mendigos puros. Cuando alguien sube al micro solamente a pedir limosna, la gente murmura: ¿y éste que se cree? ¿Viene y quiere que le den plata sin hacer nada? ¡Qué tal raza! Y no le dan ni un céntimo. Por eso ya no quedan mendigos verdaderos en esta ciudad; y por eso el guardián te expulsó de allí, porque no estabas portándote como un mendigo empresario, sino como un mendigo puro, y eso hoy es intolerable. Pero de todas maneras ya no volverás a colgarte ese cartel.

- ¿Porque estoy mendigando?

- No hijo. Mendigar no tiene nada de malo. Pero el cartel es demasiado sincero y la verdad puede ser ofensiva entre tanta vanidad. Lo escribí para que comprendieran que se puede hacer mucho con muy poco, pero la mayoría no quiere saber nada de ayudar verdaderamente. Solo quiere que un pobre les sonría y les diga ¡Muchas gracias! ¡Es usted tan buena persona! mientras le arrojan un hueso. Así, ellos duermen tranquilos pensando que han ayudado a la humanidad. ¡Y hay que ver cómo se comportan en las chocolatadas! Parecen dioses repartiendo dones. El mundo es injusto, hijo. Como no podemos cambiar el sistema, pensé que podíamos cambiar a las personas. Por eso hice el cartel; pero me equivoqué. Ven - dijo mientras se incorporaba -. Recuerda que la señora Margarita te ha invitado a la chocolatada de su cuadra y ya se hace tarde.

Caminaron de regreso por toda la Próspero hasta la calle José Gálvez, donde muchos niños hacían cola delante de los regalos. El panetón y el chocolate se habían terminado. El hombre cogió su escoba y empezó a barrer desde el extremo de la calle. El niño se plantó en la fila.

Al recibir su regalo, vio que era un ludo en cartulina con las figuras de los Power Rangers Fuerza Salvaje. Suspiró profundamente, miró a la amable vecina y le dijo:

- ¡Gracias, señora! ¡Es usted tan buena persona!

martes, 4 de noviembre de 2008

Disculpen la demora...

Espero que la historia lo valga.

HISTORIA DE NADIE

Un adolescente acaba de salir de la secundaria. Se llama Juan, y sus padres nunca le preguntaron qué quería ser de grande porque, sea lo que quiera ser, la plata no alcanzará. Papá don Artemio siempre le decía que lo mejor que puede hacer un hombre es trabajar desde pequeño, juntar dinero y poner su negocio. Y así lo hizo. Desde que estaba en el segundo año en el MORB, trabajaba cargando agua. Aquí es pertinente hacer un alto y explicar qué cosa es un cargador de agua. Iquitos, como casi todas las ciudades provincianas del Perú, es una urbe en la que el agua potable y el desagüe son un privilegio. En las zonas más pobres, la cisterna es esperada con ansiedad: mujeres, hombres y niños hacen largas colas cargando tantos baldes como puedan. Pero algunas familias autodefinidas como "de rancio abolengo", es decir, los ricos de barrio que se sienten importantes porque tienen una casa de ladrillos, no pueden exponerse haciendo cola como simples plebeyos. Por eso, juntando hasta el último céntimo, contratan a un cargador, de preferencia un niño a quien se pueda contentar con propinas. Durante tres años, Juan había sido el cargador mimado de la cuadra. Ahora, hecho todo un hombre de seiscientos soles, esperaba su fiesta de promoción para largarse de una vez de la casa.

A estas alturas algunas de mis lectoras probablemente estarán preguntándose si nuestro amigo tenía enamorada, sobre todo cuando les confirme el hecho de que, debido a sus faenas, había desarrollado un cuerpo vigoroso y su estatura no se redujo a pesar del peso que cargaba sobre los hombros. Pues bien, lamento desilusionarlas, pero Juan estaba enamorado de Camila. Se conocieron en el colegio, y hace tiempo que se habían jurado amor eterno, entregándose completamente el uno al otro. Camila lo creía único, porque mientras sus compañeros se pasaban los fines de semana empinando el codo en los bares de Moronacocha, levantando meseras y fanfarroneando acerca de quién es el más macho, Juan sólo pensaba en el futuro. ¿Sabes cuánto se gana vendiendo ropa? - le preguntaba a veces - Iquitos es una ciudad bien mona. La ropa sale como el pan. Cuando terminemos el quinto año compraré un puesto en el mercado. Ya hablé con el señor Inga. Me lo dejará en mil soles, lo pagaré en partes.

Luego volvía a quedarse callado, a seguir imaginando.

Pero no crean que por muy soñador se le quemó el pan. Hizo lo que tenía que hacer, porque papá Artemio nunca le dijo que tenía un abanico de opciones en la vida. Sólo le mostró un camino: el del trabajo duro.

Dos años después, encontramos a Juan sentado en una silla tejida, al lado de su puesto de ropas en el mercado Belén, y Camila consiguió un empleo cerca de allí, como representante de ventas de una conocida cadena de tiendas. Aunque este cargo suene muy pomposo, su trabajo consistía en pararse en la puerta y llamar a los clientes haciendo uso de todas las armas que pueda: desde el piropo hasta la seducción descarada, desde las rogativas hasta el jaloneo de brazos. El turno iba de siete de la mañana a siete de la noche, y el pago era de setenta soles semanales. Hubiera querido acompañar a Juan, pero éste le había dejado en claro que no gustaba de chicas ociosas. Además, si ambos unían sus ganancias, podían ser propietarios en la mitad del tiempo planeado (tenía pensado, en esquemas precisos, abrir su propia tienda el 21 de Marzo del 2019).

Pero una pequeña astilla incrustaba el corazón de Juan: la envidia. Una envidia que le impedía aceptarse como es. Miraba sus manos callosas, su piel tostada, y deseaba haber tenido mejores oportunidades. A veces se encontraba con antiguos compañeros, ahora estudiantes de universidad o de instituto, y cuando les estrechaba la mano las sentía suaves y sus ojos tenían el brillo de alguien que había visto un mundo nuevo más allá de las mugrosas paredes de su habitación. Los que antes admiraron su equilibrio y su actitud estoica, ahora parecían compadecerlo. Cuando pensaba en eso, reía a carcajadas diciendo que algún día tendrá más plata que todos ellos juntos, y ese pensamiento lo fortalecía. Que el pichón Fernández será su doctor de cabecera, el trucho Ramírez su abogado, y el cholo Peter le arreglará las camionetas. Ya verán.

Un día, una chica asomó la cabeza por debajo de las ropas colgadas, buscando prendedores de fantasía. Juan leía una revista de espectáculos y cuando se fijó en ella, sus ojos no volvieron a bajar. Era joven, de cabellos castaños, piel de porcelana y unos ojos color botella de cerveza. Vestía un polo blanco y jeans azules. Calzaba zapatillas y se amarraba el pelo como una cola. Bajo el sol de mediodía su piel parecía brillar, despidiendo un aroma a manzanilla. Pero su presencia no es lo que más sorpresa le causó. Después de todo, chicas bellas las había visto a montones, pero todas creyéndose las reinas del mundo. La llaneza de su trato, su pródiga sonrisa, su amabilidad para alguien que se sentía indigno hasta de estrechar sus manos con sus dedos toscos, terminaron por ilusionarlo. Como ella siempre andaba buscando prendedores y otras monerías (le gustaba participar en certámenes de belleza, con no poco éxito) se hicieron grandes amigos, y cada tarde que pasaban juntos la esperanza de tenerla algún día aumentaba. De paso, el hecho de tener a una reina de belleza entre sus clientes aumentó su prestigio, y las ventas mejoraron.

Cuando Camila pasaba por él a las siete, cenaban donde los agachaditos, paseaban un rato mirando otros puestos y luego regresaban a casa. A veces ni siquiera tenían fuerzas para contarse el día, pero existía entre ellos un compromiso tácito de permanecer juntos a pesar de la rutina, o quizá debido a ella.

Juan fue el primero que pensó en revisar aquel compromiso.

Cuando la tomaba de los hombros en el motocarro, y sentía su olor a sudor mezclado con perfume barato; cuando miraba sus labios morenos lanzando improperios contra su jefe explotador, empezaba a sentirse ajeno; y cuando ella se sentía más locuaz que de costumbre y le contaba cada detalle de las horas que no se vieron, era como si le hablara desde la otra orilla de un río agitado.

Camila, ya lo hemos dicho, admiraba la ecuanimidad de Juan, y se lo hacía saber a cada momento. Le decía que lo amaba porque hombres como él no se encuentran así no más. Era único. Desgraciadamente, Juan llegó a convencerse de que era admirable, y terminó deseando algo mejor.

Ella nunca sospechó lo que venía.

Juan cada vez estaba más intolerante y aprovechaba cualquier situación para empequeñecerla, y ella creyó que era un stress pasajero debido a la campaña navideña. Las agresiones fueron subiendo de tono, llegó a decirle que no valía nada. Tal vez quería que terminara con él para no sentirse culpable, por eso la atormentaba con insultos injustos y hasta denigrantes, pero Camila se limitaba a llorar y suplicar, lo que no hacía más que aumentar su furia. Después de herirla, pedía perdón y prometía cambiar, sin darse cuenta que sólo actuaba movido por un insano sentimiento de culpa, e irremediablemente, la escena se repetía unas semanas después.

La relación era intolerable. Juan se atormentaba pensando que cada minuto al lado de ella lo envejecía, como la ansiedad de una espera angustiosa. Camila se hundía en un silencio profundo, convencida de estar atravesando un declive temporal. Sólo cuando él desapareció dejándole una nota, se dio cuenta que todo había terminado.

"Me voy porque no te merezco ni tu a mí, y los sentimientos que alguna vez tuve no volverán jamás. Sé que te romperé el corazón y te haré sentir la mujer más infeliz, pero no puedo permanecer atado a alguien que no amo simplemente por lástima o consideración. He tratado de decírtelo por todos los medios posibles, pero te niegas a aceptarlo. Algún día me lo agradecerás".

Por supuesto que se involucró con su reina de belleza (a propósito, se llamaba Karina) y se mudó a un cuarto pequeño en otro mercado. Cuando besaba sus labios de porcelana se sentía un hombre realizado, poseedor de la felicidad más absoluta. Después de todo ¿quien no se sentiría honrado por merecer el amor de un ángel? Karina tenía una belleza natural, casi siempre vestía jeans y zapatillas. Durante meses soñaron con estar hechos el uno para el otro. Ella le presentó su padre, un poderoso empresario a quien las habladurías sindicaban como el más grande lavador de activos; a su madre, una delicada relacionista pública dedicada a la ayuda social; a sus amigos fachosos; y de vez en cuando salía en los programas de espectáculos, donde el conductor lo definía como el hombre más envidiado de Loreto por tener la suerte de levantarse semejante lomazo (sic). Salían a pasear en autos de cortesía, entraban sin pagar a las discotecas más exclusivas, Karina le enseñó a vestirse, a seleccionar perfumes, a acicalarse, en fin, con ella experimentó lo que los prejuicios por su origen humilde nunca le dejaron experimentar: atención y respeto. Seguramente se preguntarán: ¿acaso Camila no lo atendía, lo respetaba y hasta lo admiraba? Sí, pero no es lo mismo, ustedes saben. No más compasión para el pobre Juan. Karina le había regalado una vida envidiable.

Lo malo era que debía esperar a que su amada cumpliera la mayoría de edad para que pueda darle un mordisco a la manzana. Ése fue el trato desde el principio y no tuvo inconveniente en aceptar. Pero a veces, en las noches solitarias, se mordía la lengua para no pecar.


Llegó el día del mayorazgo. Ya iban por el octavo mes de felicidad y la familia de Karina había convertido el cumpleaños de su primogénita en todo un acontecimiento social. Aquel día estaba bellísima. A su lado, alto y fornido como siempre, Juan desfilaba elegante, saludando a los invitados. Luego del brindis, las fotos y los discursos, la pareja se perdió en una de las habitaciones de la casa. Al ingresar, ella corrió el pestillo, apagó la luz y empezó a besarlo. Aunque estaba perturbado por su determinación, se dejó desnudar. Karina recorrió su cuerpo con sus manos y luego preguntó:



- ¿Juan, tú me amas?

- Sí -respondió, confundido.

- ¿Con todo el corazón, con toda tu alma y con todos tus sentidos?

- Sí - repitió.

-¿Por lo que soy o por lo que tengo?

- Por lo que eres.

- Y si no pudieras tenerme ¿me amarías?

- Si, amor. Si no estás segura, te esperaría hasta el fin del mundo. Karina, si tienes dudas acerca de lo que vamos a hacer...

- Ya no tengo dudas. Enciende la luz.


Lo que Juan vio cuando los fluorescentes circulares de la habitación se encendieron, lo dejó sin aliento. Karina estaba desnuda, trémula, sudorosa, con los dedos entrelazados friccionándose las uñas. Los senos, que tantas noches imaginó delicados y perfectos, coronados por rosas, no eran más que colgajos de piel, torpemente adheridos a su pecho. La cicatriz avanzaba cubriendo el abdomen y se perdía entre sus piernas, dejando a su paso no más que surcos amorfos, profundos, intimidantes.

- Son quemaduras- explicó, ante el prolongado silencio- Hace diez años, viajaba en el auto con mi papá por la carretera. Regresábamos de hacer compras cuando, al evitar a un niño que jugaba con su pelota, se volcó. Él pudo salir inmediatamente pero yo quedé aprisionada bajo la bolsa de mercadería. No podía moverme. Empecé a sentir que el cuerpo me ardía, gritaba tratando de escapar, pero cada movimiento era más doloroso que el anterior. Toda la mercadería se había quebrado, incluyendo la botella de ácido muriático que se empezaba a derramar sobre mí. Papá intentó jalarme pero yo le rogué que no le hiciera porque el dolor era tan grande que pensé que me partiría en dos. Me desmayé.

Ella buscó una sábana y volvió a cubrirse el cuerpo. Se dio la vuelta, y aunque Juan no pudo ver su rostro, supo que lloraba. Comprendió entonces que su silencio la estaba mortificando más, pero no sabía qué decir. Torpemente, caminó hacia ella y la tomó de los hombros, la besó como siempre, acariciándole las mejillas. ¡Cuántas veces había admirado la lozanía de sus mejillas, la suavidad de sus manos, el olor de sus cabellos! La apretó contra su pecho y sin dejar de besarla la acostó sobre la cama. Al principio sus manos daban vuelta sobre sus hombros, resistiéndose a explorar lo que sus ojos habían visto. Pero a medida que lo asimilaba, llegó a convencerse que tenía que actuar responsablemente. Correspondió a sus caricias y besó su cuerpo lacerado.

Un desierto de dudas asaltó su imaginación, como si cavilara al pie de una decisión importante. No podía ser su primer hombre. Ya no estaba seguro de amarla por siempre. Era demasiado egoísta para soportarlo, pero no tanto para dejar de admitirlo. Cuando ella la atenazó con sus piernas, haciéndole sentir la rugosidad de su abdomen, hizo un movimiento reflejo y se apartó. No puedo hacerlo, murmuró, mirándola a los ojos. Se vistió rápidamente y salió de su habitación, de su casa y de su vida.

Caminó dando tumbos entre las calles vacías. No podía dejar de recordar aquella imagen de su desnudez, tampoco podía dejar de recriminarse por su cobardía. Llegó a su cuarto, se dio un baño y trató de dormir. De pronto, tuvo miedo de haberla herido tanto que su padre mande por él. Eran las doce. Recogió todas sus cosas, incluyendo la mercadería, y tomó un motocarro. En medio de su confusión se acordó de Camila. Recordó que ella, como otras veces, había intentado hablar con él antes de la fiesta. Los miembros de seguridad le impidieron la entrada y cuando le preguntaron, negó conocerla. Sabía que había hecho mal, pero no podía darse el lujo de discutir con una ex en aquella mansión.

Desde que abandonó a Camila ella nunca se mudó. Lo sabía porque las llamadas que recibía en el celular provenían del teléfono que él instaló. Le dijo al chofer la dirección y atravesó las calles salpicadas de borrachos. Al llegar tocó la puerta. Nadie abrió. Cogió entonces la llave e hizo girar la cerradura. Al verla no pudo contener un grito de pavor. El cuerpo de Camila se balanceaba de una de las vigas, con la piel morada y los músculos rígidos. El cuarto se había degradado tanto que parecía que una desquiciada lo estaba habitando. Al encender la luz, algunas las ratas se ocultaron. Recortes de periódico con su nombre cubrían las paredes, y la basura se acumulaba en una de las esquinas. No hay nada más inútil que derramar unas lágrimas por alguien que ya no nos escucha, pero aquella noche Juan se quedó llorando sobre el cadáver de Camila, y sólo después de guardar la nota que dejó, llamó a la Policía.

“Te he amado tanto que ya no me quedan fuerzas para intentar olvidarte. Seguramente pensarás que fui una tonta al suicidarme, pero sólo Dios sabe cuánto he luchado por arrancarte de mí. No te guardo rencor, después de todo, siempre pusiste tus sueños por encima de nosotros. Sólo quería despedirme. Ojala consigas todo lo que te propusiste, y cuando lo hayas logrado, no olvides que yo te ayudé un poquito.

P.D. Lamento que no haya llegado el día en que te agradecería por haberme abandonado.”

La ceremonia fúnebre fue todo un espectáculo. Los padres de Camila vinieron desde Huancayo para llevar el cuerpo de su hija, agarraron a golpes a Juan y no lo dejaron participar del velorio. Él se dejó castigar como una muestra de expiación tardía e inútil, pero no bastaba para menguar su dolor. Ni papá Artemio tendría un consejo para él.

Luego de unas semanas trató de volver a sus quehaceres de subsistencia, aunque dejando de lado sus planes de gran comerciante. Se mudó al Mercado Central, donde alquiló un pequeño local. Aunque debería estar satisfecho por haberlo hecho antes del 2019, se sentía infeliz. Le daba asco planear. Era como si hubiera errado el camino de su vida y quisiera enmendarlo. Las costumbres de su relación con Karina se habían magnificado, y gastaba gran parte de sus ganancias en perfumes, crema de manos, tratamiento capilar y licores finos. Convencía a sus clientes con consejos de belleza y aparentaba ser un hombre de mundo contando viajes que nunca hizo y empleos que nunca tuvo. A veces lo reconocían por las antiguas portadas en que aparecía y entonces su mirada cobraba cierto brillo de antaño. Dejó de ser Juan para llamarse John y después (cuando se dejó crecer el pelo para teñírselo de rubio y empezó a usar ropa ceñida) se llamó Jenny. Las manos descuidadas lo enfurecían tanto que se negaba a venderle a un cliente si éste no temía bien limadas las uñas. Un abdomen perfecto le excitaba al punto de regalar media tienda para tocarlo. Comprendió entonces porqué, desde que nació, siempre había sentido que no pertenecía a este mundo: al mundo de don Artemio y su disciplina espartana, al mundo de la vida dura y el vocabulario soez, al mundo de los hombres.

Por eso, el ebrio que lo atropelló con su auto seis meses después del cumpleaños en la mansión, se sorprendió de encontrarlo diferente. Juan quedó tendido en el pavimento, con el cráneo destrozado bajo una de las llantas, a pocos metros de su local. El trucho Ramírez fue el fiscal encargado de la investigación, el pichón Fernández fue su médico legista, y fue el cholo Peter el único mecánico de turno en la ambulancia que lo condujo hasta la morgue. Nadie derramó una lágrima, porque descubrieron la nota de Camila en uno de sus bolsillos.

El chofer homicida se entregó inmediatamente. Fingía estar tan ebrio que vomitó en sobre el escritorio del comisario. El papá de Karina le pagó la mejor celda en el penal San Jacinto, le consiguió el mejor abogado, hizo uno que otro arreglo con el juez y en tres meses logró liberarlo. Casi nadie fue al entierro de Juan, por lo que la ceremonia fue brevísima. Sólo Karina, vestida de jeans y zapatillas, se mantuvo de pie cerca del féretro hasta el final. Quería asegurarse que el nicho quede bien cerrado.

FIN

domingo, 28 de septiembre de 2008

Gotitas




La lluvia siempre es mágica. Es una molestia para quienes ven sus casas anegadas, para quienes posponen una cita, para los que quedan atrapados bajo un techo pasajero, pero desde mi banquito observo a la calle duchándose con el agua más pura de la tierra y no puedo más que embelesarme.

El parpadeo de las gotas sobre el asfalto simulan ser estrellas de un firmamento ideal. La gente apresurada va de un lado a otro, la policía de tránsito se oculta en la tienda de mascotas para mirar a los conejitos. Niños traviesos pasan felices tratando de escapar de los brazos de sus madres para ir a chapotear en los charcos de la vereda. El sol se esconde tras una inmensa cortina gris.

De pronto, el aguacero cesa por unos instantes, las motos arrancan, las viejecitas cruzan la pista, el inspector municipal se limpia los zapatos con papel higiénico. El chaparrón vuelve, esta vez con más fuerza, como si sólo se hubiera detenido a descansar. Las ráfagas oblícuas de viento y agua levantan los toldos de la bodega. Los hombres se cogen la cabeza para no dejar escapar las gorras.

Nuevamente me embeleso. El sonido del aguacero es como un canto a la maravillosa naturaleza. De nuevo, todo cesa. Lentamente, las personas reanudan su camino y el ruido de los motores envuelven nuevamente la calle. El silbato de la policía me despierta del letargo. Ya es hora de cerrar. Pongo candado a la puerta y enciendo mi moto. No prende. Seguramente el agua habrá enfriado el motor. Trato de encenderla varias veces sin ningún resultado. Es inútil.

Resignado, me voy caminando. Dieciocho cuadras me separan de mi casa, y el trayecto se ha vuelto un lodazal. Voy esquivando los chispazos de los vehículos, pero es imposible no mojarse los zapatos. Llego a mi casa con el pantalón enlodado y el cuerpo sudoroso. Y todo por la maldita lluvia.

Firme


La vida debería venir prefabricada.

A los años...


Soy tan firme como un chorro de agua. ¡BASTA YA DE ENTREGAS INSCONSTANTES!

domingo, 7 de septiembre de 2008

EN EL HOSPITAL


Cayó del puente como una lanza, esparciendo a mitad de la calle no sólo el encéfalo, sino un sonido difícil de explicar, como si arrojaran un macetero de barro lleno de abono. Yo la vi. Su cuerpo se estrelló a seis metros de mi motocicleta, manejando a sesenta kilómetros por hora. Recuerdo el crujido de sus vértebras bajo mis llantas, el rechinar de los frenos, la fría crispación de mi espalda y la calzada sobre mis ojos.

Cuando desperté, tenía las costillas rotas y un profundo dolor en la parte posterior del cráneo. Mi brazo derecho colgaba de un atril, estaba desnudo y cubierto con una sábana maloliente. A mi costado, una enfermera anotaba con desgano las lecturas del monitor y miraba su reloj.
- Te has salvado de una buena, flaquito. ¿Cómo estás? ¿Estás bien? ¿Sientes mi mano?- Me preguntó mientras me apretaba el pecho.

- ¿Qué me pasó? ¿Dónde estoy?

- ¿Sientes mi mano en tu cara, flaquito? Dime mi amor.

- Sí, la siento, pero ¿dónde estoy?

- ¿No puedes hablar? ¿Qué quieres? ¿Qué sientes?

Me di cuenta que no me escuchaba. Movía mis labios sin emitir ningún sonido. Pero ese no fue el descubrimiento más aterrador. Cuando la enfermera se cambió de lado para revisarme las pupilas, no la pude ver. Mi ojo izquierdo estaba ciego. Me alumbró con una pequeña linterna e hizo un gesto de resignación, ganado a fuerza de presenciar cada noche trágicas historias de hospital.

- ¿Tranquilito ya? - dijo cuando le solicité explicaciones con la mirada-Tus familiares están en camino.

Entonces me acordé de mi esposa. La dejé en el aeropuerto hace unas horas, iba de regreso cuando aquella mujer se atravesó. Mis padres están en Lima y mi hermano en Trujillo. Además, no portaba ningún documento aquella noche. Gloria me creerá enojado por nuestra última discusión en la sala de embarque, sabe que no la llamaré hasta que me haya calmado, es decir, en una semana o dos.
- No va a venir nadie -traté de decirle, frenético, pero una silueta baja y regordeta en el umbral hizo que me calmara. La enfermera se acercó a decirle algo en voz baja, moviendo la cabeza y levantando el índice. Luego se marchó.

El visitante tenía un rostro moreno y curtido, vestía camisa de tela impecable y pantalón de poliéster. Bajo las cejas le brillaban los ojos como dos semillas de sandía, y su nariz achatada parecía extralimitar sus carrillos tostados.
- Tengo entendido que se encuentra muy mal, señor Torres, pero puede escucharme. Sólo vine a que me viera la cara. Mírela bien porque es un rostro que verá el resto de sus días. No me importa que esté postrado en un hospital con medio cuerpo en el aire. Cuando salga de aquí irá derechito a la cárcel.

Mi cabeza era un remolino, y las frases rabiosas del pequeño sujeto que me mostraba su mal aliento eran como ráfagas inconexas de recuerdos. Es decir, había atropellado a una persona, pero ella cayó desde un puente de ocho metros de altura a la mitad de la autopista. ¿Qué podía hacer? Aquel hombre parecía ser un familiar indignado, tal vez su padre, tal vez su hermano, no
lo sé, pero ¿cómo se le ocurre culparme de su muerte? Me sentí como un niño ante la ira de un desquiciado y traté de llamar a la enfermera, pero él cerró puerta antes que pudiera verme.

- No, señor Torres, que no se le desorbiten los ojos. Tranquilo. No voy a matarlo. Usted no merece descansar en paz. Sería muy fácil ahogarlo con la almohada, ponerle aire en las venas o desconectar el monitor como en las películas, pero voy a dejarle vivir. Considérelo como un regalo de mi parte. Un regalo generoso a cambio de la vida que me quitó.
Puso una mano sobre mi frente, como hacen las ancianas para medir la fiebre de sus nietos y, sin saber porqué, empecé a llorar entre agitaciones. Al notarlo, me secó las lágrimas con la sábana. Tenía ganas de escupirle la cara y decirle que me dejara en paz, que si estuviera bien hace rato le hubiera sacado la mierda gordo de porquería, pero él sólo se quedó ahí, enjugándome los pómulos con la mirada gélida.

- Ella no se suicidó. Conozco bien a mi hija. Ella nunca haría eso. Ella...

Otra enfermera empujó la puerta jalando un carrito lleno de inyecciones y medicinas, dando los buenos días en voz alta y cantando una canción sobre el maravilloso clima de hoy. Le ordenó que saliera un momento y él obedeció. Con mi ojo sano pude ver que me quitaba la sábana mal oliente
y la doblaba entre sus piernas. No le importó, digamos, el frío que podría sentir. Extrajo una manta limpia de entre los anaqueles del carrito y me preguntó si necesitaba ir al baño. Por supuesto que quería, pero no soportaba que me lo preguntara mientras sostenía la sábana doblada a la altura de sus pechos. Moví horizontalmente la cabeza y sólo entonces la extendió.

Cuando se marchó, no ingresó nadie más en toda la mañana. Las horas se hacían lentas y pesadas. Oía voces en el pasillo, a veces risas, llantos de bebé y gritos desesperados de algún paciente, seguramente al enterarse de lo que costaría su tratamiento.

Necesitaba tener las ideas claras para saber cómo llegué aquí. Las enfermeras eran demasiado profesionales para decirme algo, pero actuaban como si fuera una caso sin remedio. Me trataban como a un niño al que se le dice que la muerte es un jardín a donde van las personas buenas. Estaba molesto, cansado y angustiado por sus sonrisas hipócritas y sus avemarías cada vez que me cambiaban el suero. Decidí limitarme a mis sensaciones y recuerdos para reconstruir mi situación. Traté de mover todas las partes de mi cuerpo y descubr
í, aliviado, que estaba completo. El siguiente paso fue cerrar los ojos y simular estar dormido. Un enfermero, creyéndome en ese estado, le comentó a otro:

- Ya son cinco días y nadie ha venido por él.

- ¿Y el hombre que vino el primer día?

- Dicen que no ha vuelto más por aquí, y que le mintió a l
a enfermera al excusarse de firmar los papeles, luego de que el doctor le diera el diagnóstico.

- Tal vez no quería pagar

- Pobre tipo. No quisiera morir olvidado en un hospital.

- Bah! Seguramente habrá sido un desgraciado. En esta vida todo se paga.

Luego uno de ellos se mandó un discurso sobre filosofía existencial y religión al estilo Nueva Acrópolis y terminaron hablando de lo mal que se porta el doctor Reyes con Dolly, la loca del pabellón H. No pensé que habían pasado tantos días. Gloria ya debe haber llamado a casa, pero pensará que aún no quiero hablarle. Cuando peleamos siempre espero que ella sea la que llame. La acostumbré tanto a mi silencio que no creo que ande preocupada por mi ausencia. Pensará que estoy destilando mi habitual orgullo. Quizá el enfermero tenga razón. He sido un desgraciado. Mis padres esperarán mi llamada en Navidad, y en cuanto a mi hermano, no lo veo hace años.

A veces recuerdo detalles del accidente, como si las imágenes desfilaran lentas: puedo ver a la chica parada en la barandilla del puente, con el cabello agitado y después, todo se vuelve borroso. Durante muchos días traté de recordar su rostro e imaginar cual era su expresión antes de caer. A veces me parecía verla llorar, y, aunque suene desequilibrado, me regocijaba de que así fuese, pues reforzaba la hipótesis del suicidio. Otras veces me parecía escuchar el jolgorio de sus amigas alrededor, pero siempre era distinta. Con el tiempo me di cuenta de que eran recuerdos fabricados y que en realidad no podía recordar nada.
Con el tiempo...¿qué tiempo? No lo sé. Siento llegar la noche cuando las luces se apagan y la quietud envuelve toda la habitación. Entonces, puedo escuchar con claridad mis pensamientos. Al principio llevaba la cuenta de los días, pero había mañanas en que me despertaba sin recordar el número registrado la noche anterior. Me acostumbré al desfile de enfermeras, a las evaluaciones del doctor y a ser auxiliado en mis necesidades básicas. Me cosifiqué. Durante el día permanecía en silencio, como mirando un horizonte imaginario, y sólo esperaba la noche para reconstruir los pedazos de una vida pasada que ya no estoy seguro si existió.

Gloria era todo para mí. La conocí en la facultad, cuando ambos nos preparábamos para ser abogados. No era muy bonita. Mas bien era pequeña y delgada, pero tenía un espíritu libre. Siempre andaba cultivando amistades por todo el salón, y cuando me toco a mí, la chispa que sus ojos emanaban no pudo menos que conquistarme. Tenía algo que me hacía querer estar con ella en todo momento, algo que no puedo describir físicamente, como cuando ves un comercial por televisión y minutos después lo tarareas, esperando verlo otra vez, y otra vez.

Pero, aunque muy dinámica, Gloria era democrática. Así como me trataba a mí, trataba a los demás, y lo que en algún momento me pareció una atención especial, comprendí que era simple cordialidad hacia un compañero cualquiera. Vaya que costó mucho llamar su atención y conquistarla.

Estoy llorando otra vez. Mi garganta se pone rígida y no quiero seguir recordando. La nostalgia me paraliza. Me doy cuenta de la inmensa cantidad de amor que estaba dispuesto a darle y sin embargo, hoy llevamos una miserable vida de casados, salpicada de golpes e injurias de las que ahora me arrepiento. ¿Cuándo vendrá? ¿Por qué tarda tanto? No me importa cuánto se demore en aparecer. En cuanto la vea aquí le diré que me perdone. Que la próxima vez podrá viajar sin escuchar mis reproches ni someterse a mis chantajes. Que respetaré su deseo de trabajar a pesar de no tener necesidad de ello. Que la amo, y que el haber rozado las faldas de la muerte me inclinan a darle valor a cosas que antes despreciaba.

No quiero seguir recordando.

Vuelvo otra vez a la noche del accidente. No estoy seguro de haberla visto colgada del puente antes de saltar, pero es necesario que trate de recordar. La chica muerta con los pies en la barandilla me sonríe, pero su sonrisa se parece demasiado a otras sonrisas, lo que demuestra que mi mente está mezclando unos gestos con otros, reconstruyendo por temor un instante que tal vez nunca existió. El cerebro puede ser muy engañoso cuando se trata de salvar el pellejo.

Una vez, cuando era niño, mi abuela me contó una historia que nunca olvidé. Mi hermana, la única hermana que tuve, acababa de morir al caer la avioneta que la traía de Pucallpa. Su cuerpo quedó destrozado, y la mitad de su cabeza jamás se encontró. En el velorio mi madre no permitió que la viera, pero yo estaba tan triste que necesitaba despedirme de ella. Aprovechando un descuido, me subí al reclinatorio y alcancé a levantar la tapa del féretro. Grité como si hubiera visto un monstruo y salí llorando de la casa. Mi padre corrió tras de mí y me trajo cargando como si fuera una enciclopedia. Yo no dejaba de llorar, y cuando me arrojó sobre su cama, empezó a sacarse el cinturón. No me importó, ya estaba acostumbrado. Me puse en posición fetal y escondí la cabeza entre mis rodillas, cerrando los ojos. Estuve así un buen tiempo, pero no sentí ningún golpe. Cuando abrí los ojos, temeroso, descubrí a mi abuela sentada, intentando acariciarme la cabeza. Me dijo que no tenía porqué llorar, y que mi hermana estaba con Dios. Recuerdo haberle dicho que no me importaba con quién estaba ahora, lo que me dolía era darme cuenta de la horrible muerte que había tenido, entonces me sonrió con ternura y me replicó que ella no había sentido ningún dolor, porque un ángel la había cuidado todo el tiempo. Yo le pregunté cómo lo sabía, y me respondió que ella misma se lo acababa de decir. Me dio un beso y me cubrió con la sábana. Cuando la quité, descubrí en mis piernas las marcas diagonales de la paliza, y a mi padre acomodándose el cinturón. Le pregunté a dónde había ido la abuela y me dijo ¿la abuela? la abuela está en el cementerio, cojudo.

¿Por qué recuerdo esto? No sé. Porque en algo me consolaría saber que aquella chica no sufrió tanto, o porque me gustaría descubrir que ella no existe, que fue un ángel cuidando la muerte de otro, o que haya sido mi ángel. Pero el tipo que me amenazó el primer día aplastaba cruelmente esa posibilidad. Los policías que vinieron una tarde a mirar mi estado y hablar con los doctores también.

Poco a poco empecé a recuperar la visión del ojo izquierdo a medida que cesaban los dolores de cabeza. También comencé a hablar, pero no se lo demostraba a nadie. Desconfiaba de los médicos porque estaba seguro de que mentían, así que permanecía con la boca cerrada. De todos modos, callado podía averiguar más. La gente es por lo general muy lenguaraz ante el silencio, y hay que ver la cantidad de chismes que circularon mientras me aseaban y cambiaban el suero: desde sórdidas historias de infidelidad hasta escabrosos detalles de alguna negligencia médica muy bien maquillada.

Pero un día no pude aguantar más y le grité a la enfermera encargada de la limpieza que era una maldita pervertida, pues tenía la costumbre de quitarme la sábana y luego ponerse a asear la habitación, lo cual, a pesar de todo, seguía siendo humillante. Sólo al final, tras haber dispuesto todo lo demás, volvía a cubrirme. Al oír mi insulto, arrojó las botellas de suero al piso, y se puso a buscar como loca una sábana limpia para cubrirme. Podía ver una expresión de sorpresa y terror en sus ojos, lo que demostraba que mi insulto, lejos de ser ofensivo, resultaba descriptivo. Luego corrió a llamar al médico y éste me preguntó desde cuándo podía hablar, y le dije que desde que esa loca empezó a dejarme desnudo mientras limpiaba. El médico esbozó una sonrisa y anotó algo sobre mi historia clínica. Luego se marchó. Ese día me convertí en la noticia del día y cada persona que ingresaba a revisarme quería comprobar lo que se rumoreaba: que el olvidado paciente del 203 por fin recuperó el habla, y lo primero que hizo fue quejarse de que la enfermera más bonita del pabellón, Dolly la loca, lo desnude. Ella jamás volvió por aquí.

A medida que mi recuperación avanzaba, los médicos se volvían más festivos, tanto que pensé que no imaginaron que sobreviviría. O también podía ser esa fatua necesidad de andar con un buen humor impostado para no alarmar al paciente. Como sea, yo no veía la hora de salir de allí. Un día, me avisaron que al día siguiente vendría la policía y el fiscal para hacerme unas preguntas. Entonces comprendí que lo peor apenas había pasado.

Esa noche hice un último esfuerzo por ordenar los sucesos del accidente, antes de dar mi versión de lo ocurrido. Dejé a Gloria en el aeropuerto, discutimos porque no quería que se marchara, le dije como siempre que era una puta y que seguro estaba loca por separarse de mi para encamarse con Julián, su compañero de trabajo. Ella me dijo que me largara, yo le dije que no. Intenté arrancarle el billete de avión, forcejeamos, ella lanzó un grito agudo que hizo que dos policías me arrastraran hasta la puerta y me prohibieran el ingreso. Desde afuera continué gritándole puta, zorra, basura. Eres una cualquiera igual que tu madre, ahora entiendo porqué tu padre las abandonó. No vales nada. Vean señores, mi queridísima esposa está loca por subirse a ese avión para encamarse con Julián.

- Gloria ¿quieres casarte conmigo?

- ¿Qué dices? - Respondió ruborizada.

- Digo, no ahora, pero ¿prometes casarte conmigo cuando sea una abogado y gane un billetón?

Ella terminó de acomodar sus cuadernos en la mochila, se arrimó el pelo detrás de las orejas y suspiró.

- Sí, tontito.

La abracé fuerte y le dije que, como me hacía el hombre más feliz del mundo, yo la convertiría en la mujer más feliz del universo.

Y así fue, al menos al principio. Nuevamente estoy bloqueando mis recuerdos. Tenues rayos de sol empiezan a dibujar el contorno de las ventanas cerradas de la habitación. Un doctor y dos enfermeras llegaron para acomodarme en una silla de ruedas, aunque podía caminar. Luego de asearme y vestirme, el fiscal y dos policías ingresaron para tomar mi declaración.

- Señor Santiago Torres Salcedo, veintinueve años, natural de Iquitos, de profesión abogado...

Pude conseguir su fecha de retorno, y sin que ella supiera, la esperé en el aeropuerto. Los minutos viendo desfilar a los pasajeros que llegaban a la sala eran agobiantes, pero casi al final, apareció con su pequeña maleta en mano. Me marché antes que me viera y me dispuse a preparar la cena y arreglar la casa.

-... Traumatismo encéfalo-craneano leve, fractura expuesta de cubito y radio...

Nunca llegó. La esperé seis horas en casa pero nunca llegó. Tiré la cena, arrojé la vajilla al suelo y destrocé los muebles. Temiendo lo peor, me dirigí a casa de Julián, me asomé por la ventana... y allí estaba. Recostada sobre su pecho mientras... no. No puedo continuar.

-Señor Torres ¿está consciente de los cargos que se le imputan?

- No, no puedo...

- Se le acusa del homicidio de Gloria Reátegui de Torres, su esposa. El 20 de Julio del 2007 usted la atropelló con su motocicleta, causándole la muerte. ¿Está consciente de eso?

- No, no puedo...ella, ella fue la que acabó conmigo...

Esperé toda la noche a que la puerta de Julián se abriera y vomite a mi esposa. Horas de angustia que terminaron por minar mi cordura. Casi al amanecer, la vi salir. Le estampó a su amante un beso largo y copioso, luego caminó hasta la avenida a esperar un motocarro.

- Necesita un abogado señor Torres. ¿Ya tiene uno? El abogado de la parte agraviada es el padre de la víctima, el doctor José Reátegui.

- Oh! Ya nos conocemos-dijo con fastidio el pequeño hombre de los ojos de sandía- Lo puse al tanto de todo el primer día.

- ¿Tiene algo que decir, señor Torres? -Continuó el fiscal.

Hice una larga pausa antes de poder contestar:

- Sí...mi Gloria no sufrió. Un ángel la cuidaba.

lunes, 18 de agosto de 2008

ERA UNA NOCHE FRÏA


La espesa neblina que le impedía ver mas allá de dos cuadras, el traqueteo de sus dientes, los vellos erizados en su brazo desnudo, parecían decirle que fue mejor quedarse en casa bajo las sábanas. Era una noche fría, sin duda. Pero era preferible recorrer las calles buscando algún pasajero ebrio antes que volver a casa y reanudar la discusión con su mujer, interrumpida violentamente durante el día. Sin duda la gorda lo estará esperando. Siempre lo espera. Tal vez esté viendo la tele sin mirar, con el oído atento al motor del motocarro. Hasta podía imaginársela sentada en el mueble con los brazos cruzados, bramando como los toros antes de entrar al redil.

La calle Moore estaba desierta, y salvo por el pitido de los guardianes, el paisaje frente a él parecía una inmensa y lúgubre fotografía. Aguzó la mirada tratando de penetrar la niebla. Creyó ver la silueta de alguien como a cincuenta metros. Sin pensarlo demasiado, aceleró metiendo la cabeza entre los hombros para mirar debajo del toldo con cara de confiable. Una pareja salía de un hostal mal iluminado de verde. Ella escondía su rostro bajo sus largos cabellos y se recostaba en el pecho de él. ¿Adonde, mister? Fue lo primero que preguntó. El hombre ni siquiera le miró. Ayudó a la chica a subir, luego se acomodó, volvió a abrazarla y pidió que tomara el camino al aeropuerto.

El chofer esbozó una sonrisa. Como subieron sin preguntar, podía cobrarles muy bien al llegar a su destino. En vista de la hora, la distancia, el semblante y el vestido de sus pasajeros, calculaba que veinticinco soles era un precio razonable. Si el caballero quiere amoscarse, probablemente lo deje en veinte. A través del espejo podía ver que le hablaba a su compañera en voz bajita, haciéndola sonreír. Ellas siempre se avergüenzan cuando las ven salir de un hostal, sobre todo si lucen decentes. A lo largo de su carrera en el rubro de transportes, había recogido pasajeros de todo pelambre en la puerta de los hostales: homosexuales, lesbianas, púberes, tríos, y hasta señoras que podrían pasar por dulces y católicas abuelitas.

Trató de no pensar en la felicidad ajena y se concentró en su propia miseria. Hace mucho tiempo que se sentía desanimado. Las discusiones con su mujer cada noche le enfermaban tanto que prefería hacer doble turno. No soportaba su voz, su rostro, la manera de sentarse en el mueble a ver las novelas ocupando la única espuma en buen estado con su inmenso trasero. Cuando se enamoró de ella nunca imaginó que algún día se llegaría a cansar de respirar su aliento cada noche. Casi sin darse cuenta, descubrió que nada le ataba a ella más que la certeza de saber que sólo se tenían el uno al otro, y la firme convicción de que los años transcurridos pesan más que cualquier deseo de libertad.

Por su puesto que tenían una hija. Una hija cuyo recuerdo se había convertido en el único momento de sosiego entre ambos. Los domingos, cuando visitaban su nicho en el cementerio, se quedaban callados, tomados de la mano, como si temieran que ella pudiera ver cuánto se detestaban. Pero al salir del camposanto las peleas se reanudaban con más fuerza, como desquitándose por haber parado un poco.

Por eso, la escena de amor que presenciaba desde el espejo le parecía patética. Muestras de atención melosa y febril que suele confundirse con amor, y que no son mas que restos de mutua gratitud tras una sorda satisfacción biológica. Como cuando uno termina de darse un banquete y luego eructa con placentera fruición.

¿Qué saben ellos de amor? ¿Podría ella amarla si él perdiera su trabajo? ¿Podría él seguir susurrándole mieles al oído si ella se convirtiera en una cerda que se pasa en la sala viendo novelas y repitiéndole que es un fracasado?

Cuando trabajaba en la fábrica también era feliz. Pero nada es para siempre, aunque dure veinte años. Un día te enamoras de una mujer, la llevas al altar, viven años maravillosos en la casita que compraron para convertirla en su nido de amor y de pronto un día despiertas y estás en la calle: sin empleo, sin dinero y con una deuda tan grande como la decepción de la mujer que juró amarte en las buenas y en las malas. Ahora no podía decir en las fiestas que su esposo era gerente en la fábrica de textiles. Ni siquiera había dinero para pensar en asistir a una. Cuando sus amigas lo veían llegar y guardar su motocarro, ella se excusaba diciéndoles que era algo temporal.

La voz de su pasajero lo sacó de sus pensamientos. Al parecer se habían acordado de un chiste y querían compartirlo con él.

- Mi esposa quiere saber si usted es casado - comentó.

El chofer sonrió por cortesía y respondió.

- Sí.

Ambos pasajeros volvieron a reír, y continuaron murmurando entre ellos. La chica ya no parecía avergonzada. En todo momento él la rodeaba con sus brazos, como si la protegiera del viento helado.

- No hay nada más lindo que tener a alguien que nos quiera ¿no lo cree? - Dijo en voz alta, luego de acomodarse para abrazarla mejor.

- Eso sí no sé, mister.

- ¿Cómo? ¿No dijo usted que es casado?

- Sólo quise a una persona con toda el alma, y ella está muerta. Mi hija Miriam.

- ¡Ah caramba, qué pena! ¿Y cómo murió?

- Un accidente de moto - respondió en tono cortante.

El chofer dejó de oír risas por un momento. Conocía aquel silencio. Era el silencio de la compasión. No se sentía con ganas de contar su historia.

- ¿Y ustedes? - replicó de pronto, cambiando su tono de voz - ¿Cuánto llevan juntos?

- Hace tres años que prometimos amarnos para siempre. Cuando la vi me enamoré inmediatamente de ella. Al principio no quería darme la oportunidad, y era natural. Yo era un hombre hecho y derecho y ella apenas una estudiante. Me costó mucho convencerla de que estaba soltero y sin hijos. Me costó mucho desprenderla de los prejuicios que le impedían verme como hombre. Pero cualquier esfuerzo era nada comparado con la recompensa de tenerla en mis brazos. Sé lo que está pensando, amigo: este tío sólo es un viejo verde al que le gustan las chibolas; pero créame: he pasado toda la vida esperando a la mujer adecuada y al fin la encontré.

- Yo no pienso nada, mister. Cada uno es libre de encontrar la felicidad a su manera mientras no haga daño a nadie.

- Bien dicho ¿Y qué me dice de usted? ¿A su esposa no le molesta que trabaje hasta tarde?

- A mi señora lo único que le importa es que la tenga como una reina aunque para eso tenga que vender mi sangre.

- Como debe ser. Ellas son las reinas del hogar y nada debe faltarles.

El chofer le clavó los ojos a través del retrovisor.

- Mire señor - replicó- lamento contradecirlo, pero usted apenas lleva tres años con su conjunta y puedo augurarle un par de años más de felicidad. El primer lustro de matrimonio es lo más lindo. Seguro que se comunican mucho y se consultan todo antes de tomar una decisión. Seguro que cuando usted sale a trabajar piensa toda la mañana en ella y cuenta las horas que faltan para regresar a casa, colmarla de besos y comer juntitos, intercalando suaves caricias entre cada bocado. Seguro que cada noche, cuando se acuesta con ella y la rodea con sus brazos por la espalda como ahora lo está haciendo, piensa en lo vacía y triste que era su vida antes de conocerla y hasta se pregunta cómo pudo vivir sin ella. Entonces la abraza con más fuerza y le susurra “dónde has estado todo este tiempo, amor”. Ella entonces voltea y acaricia su mejilla con la suya, cerrando los ojos, y usted piensa que nunca, nunca, nunca podrá ser más feliz como en ese instante. Quiere que todos se enteren de lo pleno que se siente. Cuando la lleva a las fiestas la toma del brazo, le tiende el asiento, le dice a sus amigos cuánto la ama tantas veces que empiezan a sentirse miserables. A veces se cree protagonista de una novela de América y cuando va por la calle piensa que no hay más que ustedes dos, y que el mundo entero es apenas un accesorio de la historia de amor que ustedes creen representar.

Notó que el pasajero empezaba a incomodarse, pero no dejó que le interrumpiera.

- Pero al final es sólo eso. Una representación. Paulatinamente, como los granos de arena que se desprenden de las enormes pirámides, el amor mutará en algo peor. ¿Alguna vez ha deseado algo con toda el alma? Cuando era adolescente yo quería una cámara fotográfica. La vi en la tienda de la esquina, era preciosa: flash incorporado, a pilas, lente ajustable, pequeña como la mano de un niño. Desde que la vi no pensé en otra cosa que en la manera de comprarla. Salí a buscar trabajo y lo encontré en una fábrica textil. No sabía nada de remalladoras, agujas ni máquinas de coser, pero mentí para que me dieran el puesto de obrero. La cámara lo valía. Su precio eran tres sueldos míos, y tres meses era el plazo que el dueño de la tienda me daba para comprarla. En casa tuve que mentir diciendo que no había encontrado trabajo, porque de otro modo mi padre me hubiera obligado a colaborar con los gastos del hogar. Casi repruebo el quinto año porque a las cinco tenía que escaparme para entrar a las seis a la fábrica. Llegaba a casa después de las doce, exhausto y dispuesto a recibir las reprimendas de mamá que empezaba a creerme un vagabundo. Pero la cámara lo valía. Al salir al colegio pasaba por la tienda y me aseguraba que estuviese aún en la vitrina, esperándome. Luego de cobrar mi tercer cheque corrí a la tienda a rescatarla. Cuando la tuve en mis manos fue como si hubiera encontrado mi corazón. Andaba con ella a todas partes, mostrándosela a todos, orgullosísimo, tomando fotos aquí y allá. Pero un día descubrí que sólo era una cámara de aficionado. Había que correr manualmente el rollo por cada foto y el famoso lente ajustable sólo tenía tres modos: paisaje, retrato y poca luz. Me di cuenta que me había fijado en un diseño, en un color, en el cumplimiento de una meta trazada, pero nunca me tomé el tiempo de evaluar si valía la pena comprarla o no, funcionalmente hablando. En menos de un año, aquel aparato fue a descansar en mi baúl de cosas viejas, junto a mi Pantro y mi Robotech.

El chofer hizo una larga pausa, como si examinara lo que acababa de decir.

- Por su puesto que una mujer no es una cámara fotográfica. Con ellas el desencanto tarda un poco más en aparecer. Y no hay mejor lente para ver las imperfecciones que el matrimonio. Por muy enamorado que uno esté, al final el matrimonio se encarga de limpiarnos los ojos, abotagados de tanta miel. ¡Que lindo que tu enamorada te sorprenda llevándote unos triples de jamón y queso recién preparados! Pero si un día llegas hambriento de trabajar ¿te gustaría que tu esposa te salga con esa “sorpresa”? ¡Qué lindo que tu enamorada acepte salir a comer contigo! Pero si un día llegas cansado y tu esposa te dice que no cocinó nada y que quiere cenar fuera ¿te parecería lindo? ¡Que lindo que tu enamorada te presente a sus padres y te haga parte de su familia! ¡Qué malo que tu esposa quiera traer de visita cada sábado a su madre! ¡Qué tierna se ve tu enamorada con la cara llena de harina, tratando de prepararte un keke, pero no sería tan tierna si fuera tu esposa y se tratara del pastel de la fiesta de tu hijo, cuyos invitados esperan ansiosos en la sala! ¡Qué dulce es cuando salen a pasear, no te pide nada y eres tú quien tiene que ofrecerle algo! ¿Quieres pollo o hamburguesa? ¿Quieres ir en motocar o prefieres que caminemos? Lo que quieras, amor. Qué triste es cuando llegas a casa y sólo escuchas los reproches de tu mujer quejándose de la miseria que le das para el mercado. Qué lindo recordar cuando te dio el sí en la Iglesia. Qué triste escucharla decir que se arrepiente de haberse casado contigo. ¡Qué lindo cuando tu enamorada te hizo sentir el hombre más amado del mundo! Qué triste cuando tu esposa te cree un fracasado porque te echaron de tu puesto en la fábrica y tienes que motocarrear veintitrés horas al día para que puedas mantener su nivel de vida, con una hija que era tu orgullo pero que hoy, siendo adolescente, apenas sabes donde anda y que encima te odia porque nunca estás allí y ahora está muerta.

Cuando se detuvo, vio que ambos lo escuchaban absortos y se sintió mal por ello. La chica, que hasta ahora permanecía oculta bajo sus cabellos y detrás de los bíceps de su hombre, tenía la mirada tan refulgente como la de los felinos en una noche oscura. Le pareció que murmuraba algo, como si lo juzgara desde la comodidad de su asiento posterior. Hubiera querido preguntarle si tenía algo que decirle, pero de pronto estaban riendo otra vez, serenos, distraídos, mirando la hilera de chozas que desfilaban ante ellos. Decidió entonces dejar de meterse en asuntos ajenos y concentrarse en la cimbreante carretera. Es lo que debió hacer desde el principio: conducir en silencio, sin pensar nada más que en la tarifa.

Pero había algo en sus pasajeros que le molestaba. Dentro de su corazón egoísta aún sentía nauseas por la felicidad ajena. Para variar, su esposa tampoco desaprovechó la oportunidad para culparlo de alguna forma por la muerte de su hija.

- ¿En qué sentido?

- ¿Disculpe?

- Dijo usted que su esposa lo culpó de la muerte de su hija. ¿Cómo así?

- ¿Pero qué está diciendo? Ni siquiera abrí la boca.

Por un momento pensó que estaba volviéndose loco, pero inmediatamente recobró la compostura. Tal vez eran demasiadas horas frente al volante. Necesitaba descansar. Notó que sus brazos estaban acalambrados y apenas podía sentirlos. Este será mi último viaje, pensó. Ya no puedo más. La pareja empezó a tener recelos, como si fuera un desquiciado. El chofer no podía dejar de mirarlos a través del espejo. ¿Quiénes eran? Nunca los había visto ¿Por qué el camino al aeropuerto se hacía lento y pesado?

- ¿Cuántos años tenía? - le preguntó nuevamente el pasajero. Él no pudo dejar de responder.

- Dieciséis. Era una linda muchacha. Desgraciadamente su madre le metió esas ideas en la cabeza. Consíguete un buen marido que te haga feliz y tenga plata. Arréglate, píntate, sé coqueta y tendrás los hombres a tus pies. A mi no me parecía bien que se vistiera como una puta y se quedara hasta tarde en las noches. Un sábado le di una bofetada. Eran las dos de la mañana y la sorprendí en la Plaza de Armas, ebria y sola. Le dije que nunca más saldría de su cuarto y ella respondió que me odiaba con toda el alma. Toda la semana no nos hablamos. El sábado siguiente se escapó a una fiesta y cuando llegó de madrugada, me dijo que estaba enamorada y se iba a casar. Podía sentir su aliento a licor desde el otro extremo de la sala. Su madre dio un brinco y preguntó cómo era él. Yo le dije que si se casaba sólo para largarse nunca sería feliz, pero no me escuchó. Se dio media vuelta y subió a su moto. Fue la última vez que la vimos con vida.

De pronto, la chica, que hasta entonces se había mantenido en silencio, le gritó:

- Eso no fue lo que me dijiste.

El chofer sintió vértigos, como si los recuerdos se mezclaran con la realidad. Giró el torso para mirarlos pero el vehículo trepó sobre el sardinel central de la avenida y se volcó antes de que pueda asimilar lo que le sucedía.

Cuando recobró el conocimiento vio que nadie había acudido aún a auxiliarlos. Levantó el motocarro con rapidez, mirando varias veces al rededor suyo, pero solo halló al hombre sentado al borde de la acera, llorando, tomándose de la sien y balanceándose.

- ¿Donde está? - le gritó el chofer, casi suplicante.

Su pasajero no cesaba de llorar.

- ¿Donde está ella? ¡Dígame!

- En casa. Lléveme a casa por favor.

- Está bien. ¿Dónde vive?

El pasajero levantó la mano y señaló hacia paredón color verde con una pequeña puerta en la parte lateral. Estaba como a cincuenta metros de allí. Le ayudó a levantarse y lo llevó casi cargando. Sus quejidos no hacían más que desesperarlo. Cuando el fin llegaron, lo sentó en las escalinatas de la puerta y tocó el timbre. Inmediatamente unos perros empezaron a ladrar, las luces del interior se encendieron y escuchó que la llave giraba en la puerta. Se preparó para lo peor. Una señora anciana pero robusta, vestida de bata y sandalias, se apareció bajo el umbral.

- Alvaro, estaba preocupada por ti - le dijo mientras trataba de levantarlo, creyéndolo herido. Ambos lo condujeron a la sala y lo acostaron en el mueble. Inmediatamente se quedó dormido.

La mujer se fijó en el rostro pálido del chofer y luego lo examinó de pies a cabeza.

- Gracias por traerlo, estaba preocupada por él. El doctor le prohibió salir de casa, pero hoy tuve que salir al mercado y se escapó.

- ¿El doctor?

- El siquiatra. Si es que hizo o dijo algo que le incomodó, le ruego que no lo tome en cuenta.

- ¿Qué problema tiene?

La mujer bajó los ojos como si se disculpara con aquel extraño.

- Hace tres años que su novia falleció en un accidente de moto. La quería mucho. Desde entonces no ha podido superarlo. Él...actúa como si estuviera viva. La trae a la casa, la llama por teléfono, los viernes la invita a cenar y tenemos que reservarle un asiento y un plato de comida al lado de él.

La anciana miró a su sobrino dormido y trató de relajar su garganta, luego continuó.

- Se me parte el alma cuando le veo así, sonriente, hablándole al vacío, cuando acaricia el aire y dibuja su rostro con sus manos, cuando la abraza haciendo un circulo con sus manos y le susurra al oído...

De pronto ella notó el motocarro estacionado cerca de ahí.

- ¡Ah! Disculpe ¿Cuánto le debo? - preguntó metiendo la mano en los bolsillos de la bata.

- Nada - le dijo. ¿Cómo se llamaba su enamorada?

- Miriam. Era una buena muchacha. Dicen que cuando le contó a su padre que se iba a casar puso el grito en el cielo y la echó de la casa. La pobrecita estaba tan perturbada que rodó con su moto por una zanja recién abierta.

La anciana cerró la puerta y giró la llave. El chofer se quedó un rato más en la vereda, tratando de adivinar las siluetas a través del vidrio catedral de la puerta, pero luego las luces se apagaron. Se convenció de estar loco. Tal vez los recuerdos de la noche le habían afectado sobremanera. Mucho más de lo que imaginó. Encendió su motocarro, cuyos faros estaban inservibles, y manejó lento, hurgando las calles con detenimiento. No vio a nadie más.

Abrió la puerta del garaje y metió la nave en él. Se sentó en el comedor y empezó a llorar en silencio. ¡Cuánta fe necesitaba para creer lo que acababa de pasar! Había tantas cosas que desconocía de su hija que le gustaría pensar que sí era ella, que el amor es capaz de vencer a la muerte y que a veces venía aquí, a la casa, a escuchar sus irremediables lamentos por las cosas horribles que le dijo aquella noche.

Entró a la sala y vio a su mujer profundamente dormida con el televisor prendido, el cenicero en una mano y el control en la otra. Se acercó a ella despacio, le quitó los objetos y le acomodó los pies sobre el mueble.

Advirtió de pronto que no era una cenicero lo que tenía en sus manos. Su vieja cámara fotográfica, casi olvidada, casi inservible, se balanceaba entre los dedos de su mujer. Aunque la recogió con delicadeza, inmediatamente despertó.

- ¿Qué haces? - le preguntó ella, como si lo hubiera sorprendido tratando de matarla.

- Sólo estoy recogiendo la cámara antes de que se te resbale.

- ¿Tu cámara? ¿Para qué sacaste esa carcacha de la azotea?

- ¿Tú no la trajiste?

- ¡Sabes que tengo miedo a los murciélagos del cielo raso!

Él tomó el aparato, lo examinó durante largo rato como si fuera una joya valiosa y luego suspiró, mirando hacia la ventana.

- ¿Quieres ir a dar una vuelta?

- ¿No tienes que ir a trabajar?

- No. Hoy quiero estar contigo - replicó, como si fuera la primera vez que dijera eso - ¿A donde quieres ir?

- No sé. ¿Tienes plata?

- Tú solo dime.

- Quistococha

- Pues vamos a ver a los otorongos. Y trae la vieja cámara. Hay cosas que nunca pasan de moda.

- ¿Estás llorando?

- No, amor, no - replicó mientras se limpiaba los ojos- Es sólo que ahora veo las cosas con una luz distinta.