domingo, 22 de febrero de 2009

FIN DEL CARNAVAL, TODO NORMAL


Lunes. Todos cansados. La pereza campea en el trabajo. Levanto mis ojos y miro el reloj. Apenas las nueve. El asiento de Rodríguez aún vacío. Guayabán hunde los hombros cuando le pregunto por el jefe. Tiene la mirada torva y enrojecida. Ayer se terminó el carnaval y trae la cara de un soldado después de mil batallas.

Meléndez se aplica un quitamanchas detrás de las orejas. Tinta de imprenta, me dice. ¿Ya salió? Nueve con diez y el jefe aun no aparece. Qué extraño. Tal vez se ahogó con un cabaciñazo. Reímos. Su metro y medio de estatura siempre fue blanco de nuestras bromas soterradas.

De pronto, la puerta de su oficina se abre y él aparece como un fantasma. Impecablemente vestido.

- Se levantó usted muy gracioso, Guayabán.

Guayabán ensaya una sonrisa vergonzosa, luego replica:

- Disculpe señor. No pensé que estaba aquí.

- Estoy aquí desde las seis. Escuchando cada una de sus estupideces. ¿Donde está Rodríguez?

Guayabán vuelve a hundir los hombros.

- Bien. Me voy al juzgado. Cuando venga dígale que más vale que se haya muerto su mamá. Cualquier otra excusa no le servirá para conservar su trabajo.

Cogió su portafolios y atravesó la sala muy despacio. Examinándonos con sus ojos porcinos. Obviamente ninguno podía ocultar la cara de trasnochados que traíamos.

Una vez afuera. Asomamos la cabeza por la ventana para ver a su Toyota salir del garaje. Respiramos tranquilos.

- Ese tío es un amargado. Le hace falta una mujer - grita Meléndez, sin dejar de mirarse en su espejito.

Teníamos cuatro largas horas por delante. Insoportables para nuestros cuerpos asolados por los excesos de ayer. La pregunta obligada esperaba ser dicha por cualquiera de nosotros. Una pregunta que desencadenaría una retahíla de anécdotas cotidianas, pero sazonadas. Debido a que no estaba de humor para contar nada, fui el primero en formularla.

- ¿Y? ¿Qué tal la pasaron ayer?

Meléndez carraspeó con solemnidad y empezó su perorata:

- Puta compadre no te imaginas. Estuve en la casa de mi ex hasta las seis de la mañana. Me pelié con la Juana pues, le mandé a la mierda y me fui a pandillar a la Abtao. Puta, ricas hembritas cuñao. Había una que tenía un topcito y me miraba así como medio interesada. Ya le había visto antes, cuando mi ex no era mi ex, sino la merfi. Pero no podía faltarle el respeto a ella en su cuadra pues. Pero ayer me las descobré. Tome un poco de greda y me fui a embarrarla. Cómo se retorcía la cojuda, cuando pasé mis manos por toda su cintura y hasta un poco más arriba. Ay no joven, me haces doler, pero bien que le gustaba. Después de sentir mis caricias ya no se quería despegar de mí la bandida. Me quería comer con su mirada, y yo soy hombre pues, no me voy a hacer el loco. ¿Tú si te haces el loco, di maricón? La agarré del brazo para pandillar y bailamos alrededor de la humisha. Mi ex estaba un poco saltona y hasta me dijo que no me fíe de ella porque es una putilla y esas cosas ¿pero eso qué importa? si yo quería llevármela a la cama y nada más. Además le dije que no tenía derecho a decirme nada. No me supiste valorar cuando estaba a tu lado ahora déjame ser feliz. Y así pues. Bailamos, tomamos, y cuando ya estaba bien borracha y se me tiraba encima le dije para irnos a otra parte, tú sabes. Primero me dijo que no, que su mamá se puede dar cuenta, pero mentira porque su vieja hace rato que estaba fuera de combate, acostada en una de las bancas del tambo. Anda pues, le dije. Nadie nos va a ver. Además no nos vamos a demorar mucho. Pucha cuñao después de decir eso nos reímos fuerte, porque ¿cómo le voy a decir que no nos vamos a demorar pues? ni que fuera eyaculador precoz. Y así pues, al final me dijo que ya, pero primero quería ir a comer. Pucha cana, dije, ya. La llevé en mi moto hasta el carrito sanguchero de la Grau, ése que está antes de llegar a la Plaza 28 y compré dos hamburguesas. Para llevar mi amor, porque recuerda que no tenemos mucho tiempo. Al toque arranqué hasta el hospedaje que está entrando por el Senati, ya sabes cuál. Ése donde dejaste tu calzoncillo una vez, cojudo, y tuviste que regresar faruco a tu casa. Y todo por tener vergüenza de decirle a tu hembra "mi amor, olvidé mi calzoncillo, ahorita regreso". Y era tu veintiúnico encima. El fiesterillo. Bueno pues, la llevé allí. Pagué y entramos al cuarto. Al toque se recostó en la cama y tomó el control de la tele. Puso cara de cansada. Parece que en su casa duerme en tarima no más porque se daba vueltas y vueltas probando la suavidad de las almohadas. Y yo hace rato que quería probarle otra cosa. Me acerqué, la comencé a besar y le saqué el topcito, luego la faldita. Ella se dejaba llevar, con los ojos cerrados. No se si de arrecha o de sueño, pero qué chucha. La dejé calatita, luego...

Los golpes en la puerta nos arrancan del ensueño. Guayabán corre a abrir, aún con los pliegues de su pantalón desarrugados. Rodríguez ingresa a la oficina.

- ¿Ya llegó el jefe? - pregunta, casi con miedo.

- Hace rato - respondo.

- ¿Y qué dijo?

- Que tienes que matar a tu vieja.

- ¿Cómo?

- Ya después te explicamos- interrumpe Guayabán- Aquí Meléndez está contándonos su experiencia calentona de ayer.

- No -dice Meléndez- mejor otro día les termino de contar. Hay que ponerse a trabajar.

- No seas así, pues, cuenta - suplicamos en coro.

- ¿Qué? ¿Estás contando tu vergüenza de ayer? - dice Rodríguez.

- No, digo, lo que pasó el otro día.

- ¿Cual vergüenza? -Repetimos Guayabán y yo.

- Ayer este cojudo me llama para ir al bar que está por el Gorel. Quería tomar porque se había peleado con la Juana dizque. No acabábamos ni media caja cuando empezó a llorar como una Magdalena. Llore que te llore por la Juana ésa. Que yo la amo, que es mi vida, que no me puede dejar, que si se va me voy a matar. Hecho un cojudazo, me tuve que quedar con él no más. Puta daba ganas de meterle golpe carajo. Y encima una chica se le acerca para armarle la charla, una rica hembrita, con topcito y faldita. Y el huevón le dice: no amiga, quiero estar solo. Estoy estoy enamorado de mi Juana. Pucha yo me quería matar, porque la hembrita estaba con su amiga, que también estaba buena. Se sentaron un ratito no más con nosotros y luego se fueron, cansadas de escuchar hablar de Juana, Juana, Juana. Estuvimos hasta las tres de la mañana porque no se quería levantar. Le tuve que llamar a la Juana ésa. Le quité el celular y le di el mio. Busqué su número. Le dije que venga porque estaba a punto de matarse. Ella vino casi a las tres, y se lo llevó arrastrándolo. Lo malo es que este cojudo se olvidó de devolverme el celular y por su culpa llegué tarde, carajo.

Cuando Rodríguez acabó, nuestras miradas buscaron a Meléndez, pero éste ya estaba sentado en su cubículo, fingiendo estar concentrado en los expedientes.

- Ya, ya. A trabajar, que hoy es lunes y hay mucho que hacer - replicó sin mirar.

Desanimados, no nos queda más que volver a nuestras importantísimas ocupaciones.

Lunes. Todos cansados. La pereza campea en el trabajo. Levanto mis ojos y miro el reloj. Las once. Aún quedan dos largas horas. ¿Quién será el próximo en aderezar la jornada? Guayabán se pone de pie. Parece que va a decir algo. Se acerca a Meléndez y en voz baja le dice:

- Bueno. La dejaste calatita... ¿y?


viernes, 20 de febrero de 2009

CRECIENDO


Mi blog recomendado en Perú21!!!!!!!! Ejem, ejem. Disculpen la emoción.

Fuente: http://peru21.pe/impresa/noticia/mundo-blog/2009-02-18/238967

miércoles, 18 de febrero de 2009

LA MADRE MÁS JOVEN DEL MUNDO

Buscando imágenes para mi post anterior, me encontré con una nota interesante, que conviene compartir con ustedes a propósito de la noticia del niño de 13 años que se convirtió en padre. Aquí, tal y como aparece en el blog mexicano: http://drcalderonpediatra.blogspot.com

EMBARAZO EXTREMO: LA MADRE MÁS JOVEN DEL MUNDO


El 14 de mayo de 1939, en un hospital de Pisco (Perú), nació Gerardo Medina. Lo especial de Gerardo es que fue hijo de la madre mas joven de la cual se tiene registro en la historia de la humanidad: Lina Medina.

A Lina Medina le creció tanto el vientre que su madre la llevó con chamanes. Ellos creían que tenía una culebra dentro. Se la habría metido Apu, un espíritu inca. La sometieron a diversos ritos. Hasta que desistieron porque su barriga seguía aumentando. Tiburcio Medina, su padre, la llevó al centro médico más cercano. Fueron 70 kilómetros de caminata desde Antacancha, un pobre poblado de Huancavelica, a la ciudad de Pisco. El doctor Gerardo Lozada la auscultó pensando que era un inmenso tumor.

«Es un bebé de ocho meses», terminó gritando el médico a Tiburcio. Llamó luego a la policía y encarcelaron al padre como único sospechoso. A los cinco años, siete meses y 21 días, Lina Medina se convirtió en madre. Era el 14 de mayo de 1939, día de la madre en el país. Y con, 2,7 kilos de peso y 48 centímetros de estatura, Gerardo Medina vino a este mundo.

Registra este hecho la Academia Americana de Obstetricia y Ginecología. Su ficha médica indica que comenzó a menstruar a los dos años y ocho meses. A los tres meses tenía vello púbico. La ficha policial registra que su padre fue liberado y que nunca se conoció al culpable. En Antacancha creen que Gerardo nació «de la semilla del dios Sol».

En plena II Segunda Guerra Mundial, los cables de noticias interrumpían la información de batallas y acuerdos militares con la noticia del parto de Lina Medina. Su caso rápidamente pasó de ser un milagro de los Andes a ser un hecho vetado. Su vida se convirtió en un circo sin espectadores. La compañía estadounidense Seltzer les ofreció 1.000 dólares semanales. Pero el entonces presidente, Oscar R. Benavides, emitió una ley para tener la custodia de ambos, prometiéndoles una pensión vitalicia. Nunca cumplió.

Gerardo, el Hijo del Sol, el milagro, el «niño de la madre más joven de todos los tiempos», murió a los 40 años. Lina Medina ha permanecido escondida desde su niñez. Sin romper un silencio que ha mantenido por 67 años. Nunca se descubrió quién era el padre de Gerardo. El expediente por la violación de Lina se cerró por falta de pruebas.

Muchos años después, el doctor Juan Falen, endocrinólogo adscripto al Instituto de Salud del Niño, explicó este hecho a la agencia inglesa Reuter de la siguiente manera: “La pubertad precoz de Lina le desarrolló antes de tiempo los caracteres sexuales y la capacidad de reproducción, pero mental y cronológicamente continuó teniendo la misma edad. Por eso es que chicos como ella son a menudo víctimas de abusos sexuales”.

El 3 de septiembre de 2002, el diario digital colombiano El País publicó la siguiente nota en la red: “Seis décadas después, el Gobierno peruano busca ayudar a Lina, como para resarcir la letra muerta de una Ley de 1939 que le prometió una pensión vitalicia para ella y para su hijo. ´Aún estamos a tiempo de reparar el daño que le hizo el Estado condenándola a la miseria´, dijo el ginecólogo José Sandoval, quien fue a Antacancha, desempolvó la historia de Lina, la escribió en un libro y hasta acudió al Palacio de Gobierno para recordarles la deuda pendiente”.

Lina, quien se casó a la edad de 33 años y tuvo otro hijo en 1972, reside actualmente junto a su esposo Raúl Jurado en un miserable suburbio de Lima conocido por su alta peligrosidad como Pequeña Chicago. En la década de los años 80 del pasado siglo las autoridades locales derribaron con buldózeres su casa para construir por allí una autopista. No le pagaron ni un solo centavo de indemnización. Su primogénito Gerardo, por su parte, creció creyendo que Lina era su hermana. Hasta que, al cumplir 10 años, descubrió la verdad. Falleció de una rara enfermedad en la médula ósea en 1979. Pero no se ha establecido que su mal guarde relación con las extraordinarias circunstancias de su nacimiento en 1939.

Acosada por los periodistas, Lina, según su marido, “creció prudente e introvertida”. Su ostracismo de niña devenida madre fue consecuencia de una época en la que la virginidad era un contenido importante de la moral. “Llegaron a decir que Lina era otra Virgen María que concibió sin cometer pecado original por obra y gracia del Espíritu Santo. Todavía hoy en el pueblo de Antacancha creen que Gerardo fue hijo del Sol. Así, Lina vivió desgarrada entre dos extremos, porque su caso pasó de ser un milagro a un tema prohibido. En otro siglo, seguro la hubieran quemado o convertido en santa a la fuerza, pues en su época por poco y la lucen en un circo", refirió en un libro el neuropsicólogo Artidoro Cáceres, quien descubrió que la historia clínica de la niña y una tesis universitaria elaborada en 1942 sobre su excepcional caso habían desaparecido.

Han transcurrido casi 70 años del parto de la madre más joven de la historia y todavía se desconoce quién fue la persona que la violó. "Para mí eso no es lo más importante -le dijo recientemente a un reportero del periódico nicaragüense El Nuevo Diario el ginecólogo José Sandoval-. Se trata, simplemente, de un accidente estadístico que hace extremadamente raro su caso de pubertad precoz. Y a eso súmele el hecho de una violación que la embarazó justo cuando la pequeña estaba ovulando".

En fin, hasta que alguien no haga trizas su récord de maternidad precoz a los cinco años, siete meses y 21 días –en lo personal dudo que algún día se consiga-, la peruana Lina Medina continuará siendo la madre más joven del mundo.

Miércoles 23 de Enero del 2008



domingo, 15 de febrero de 2009

LAMENTO DE UNA MADRE


"También puedo imaginar el momento en que quede preñada después de muchas lunas (...) y entonces, tras siete u ocho meses, daría a luz a una niña sin el concurso de ninguna comadrona, con mi marido ciego de alcohol en la habitación contigua (...), me llevaría la cara lívida de la recién nacida a mis pechos planos y agrios; y después, tras una década de crianza en el encierro, emergería a la cabeza de una camada de niñas con aspecto de ratas, de niñas chiquitinas, todas ellas mi viva imagen, ceñudas ante la luz del sol, trastabillando, vestidas todas iguales; (...) y después, tras otra década de escuchar sus siseos y su chirriar de dientes, las echaría una por una al mundo, para que hiciesen lo que se suponga que han de hacer las niñas carentes de todo atractivo, a vivir en pensionados y a trabajar tal vez en las oficinas de correos, a engendrar niños ilegítimos con aspecto de ratas, que las devolvieran a la granja a refugiarse."

J. M. Coetzee "En medio de ninguna parte"

Mi hija está embarazada.

Está embarazada, y tiene quince años.

Soy una madre patética:

Por no darme cuenta de lo que sucedía. Por no darme cuenta que mi relación con ella se caía a pedazos. Pero sobre todo porque, aún dándome cuenta, pretendí aparentar que no pasaba nada, barnizando nuestras conversaciones con una hipocresía absurda.

Y es que yo también tenía miedo.

Cuando le preguntaba ¿Todo está bien? y ella respondía Sí mamá, sabía que mentía, pero me resistía a hacer más preguntas:

Porque no tenía tiempo de iniciar una larga charla en ese momento. Porque pensaba que era mejor conversar antes con su padre. Y porque supuse que, si fuera algo grave, ella misma se acercaría a decírmelo.

Tal vez yo también quería que me mienta.

Mientras espero en el pasillo del hospital, escribo un tardío recuento de mis errores. La más talentosa de mis hijas. La mayor. El ejemplo. La depositaria de mis esperanzas y mi fe. No pueden acusarme de no haberle dado amor. La mimé hasta el paroxismo.

¿Cómo pudo ocultármelo? ¿Por qué tuvo tanto miedo que prefirió poner en riesgo su vida abortando con pastillas? ¿Soy tan mala que merezco ser tratada así por mi propia hija? Maldita sea. ¡Yo también me siento traicionada!

Por otra parte ¿Cómo reprocharla por sentir miedo, si desde que nació planifiqué cada detalle de su vida como si fuera una obra mía, al servicio de mis ideales, llevada a cabo para consolidar mis proyectos y darle un final feliz a mis frustraciones?

¿Acaso le pregunté lo que realmente quería ser en la vida? Quiero ser profesora, mamá. Y yo me reí tan fuerte que la sangre se me subió a la cabeza.

¿Acaso la escuché cuando me preguntó lo que era un coito? ¡Pobre de ti, Sofía! Ya sabes. Te olvidas de mí.

¿Acaso le expliqué lo que era un condón o cómo se consigue un anticonceptivo? ¿Para qué quieres saber tú esas cosas? Ya, ya. Cuidadito ah! No me gustan las pishcotas.

Es cierto. Cómo decírmelo. He vivido de espaldas a ella, imaginándome que era un ser especial, inmune, distinto. Y cuando me contaba acerca de los embarazos precoces de sus amigas, me ponía la mano en el pecho y agradecía a Dios por haberme dado una hija tan pura, sin saber que lo hacía para sondearme. He fallado como madre por no interpretar sus señales. He fallado porque cerré los ojos y me negué a aceptar que Sofía es, ante todo, una adolescente confundida y necesitada.

Pienso en la vergüenza que debe sentir. Una vergüenza que ahora se ve tan risible. Tan inapropiada. Y sin embargo, antes de perder la consciencia, me tomó la mano y me pidió perdón.

Soy yo la que debería pedirle perdón por tantas cosas.

Por amarla como se ama un utensilio costoso. Por preferir que me mienta a que me confiese un horrible verdad. Por compararla continuamente con la Sofía que construí en mi cabeza intolerante.

El doctor dice que esta muy mal. En su lenguaje de galeno, me explica que el útero está muy dañado, y aunque sobreviva, no podrá tener hijos. No me importa. Sólo quiero que vuelva.

Otra vez estoy siendo egoísta. ¿A ella le gustaría volver así? Ama tanto a los niños que a veces se ofrecía a cuidar a los de los vecinos, sin pedir nada a cambio. Hace poco, en un arrebato de sinceridad, me dijo que tendría el bebé más hermoso del mundo. Yo la miré con cara de reproche y ella inmediatamente agregó: Claro mamá. Cuando crezca.

He sido tan ciega todos estos años.

Siento que ya nada puedo hacer por ella. Siento que he desgraciado su vida para siempre. El doctor me acusa con su mirada. Su padre me culpa por no saber controlarla (¡Qué cómodo! Ni siquiera está aquí ahora). Tuve que echar a un reportero que seguramente convertirá mi dolor en una noticia amarilla. Estoy a punto de estallar en lágrimas de impotencia. Pero no quiero. Tengo que mantenerme compuesta para cuando ella despierte.

Nunca debí subestimarla. Nunca debí asumir que era demasiado pequeña para "esas" cosas. Jamás debí pensar que la mantendría a salvo con amenazas y reprimendas. Debí saber que a pesar de todo, la decisión de iniciar su vida sexual le pertenecía a ella, sólo a ella. Tal vez así no me hubiera ocultado nada. Habría contado con mi apoyo, mi confianza, mi experiencia y toda la información que pueda darle. Si hay algo peor que tener una hija libertina, es tener una hija temerosa de decepcionar a su madre.

Ahora jamás tendrá una hija a quién echarle a perder la vida.

domingo, 8 de febrero de 2009

SAMBA LENTÍN


Ah San Valentín, San Valentín. Día del amor y la amistad. Una fecha para empalagarse. Las parejas se toman de la mano, los bazares se orlan con corazones rojos, los portarretratos de Quispe se venden como Pascualinas en Navidad. Febrero es un mes de peluches y chocolates.

La televisión local nos bombardea con publicidad colorida. Ya no te sugieren chupar y bailar como alternativa. ASUMEN que eso es ni más ni menos lo que harás. Así que se limitan a sugerirte dónde puedes chupar y bailar mejor: entrada gratis, chela gratis, sorteo de motos, concursos de lambada, etcétera.

¿No se supone que es una celebración íntima?

Claro, me dirá el publicista. Eso viene después, con la amplia gama de hoteles, hostales, hospedajes y hasta telos de mala muerte, donde puedes disfrutar de toda la intimidad que quieras (si es que no hay una cámara detrás del espejo).

Así que, según los genios del merchandaising parrandero, lo que a tu enamorada le gustaría que hagas ese día es:

1. Llegar temprano a la cita con un peluche y una caja de garotos en la mano.
Ella te regalará una tarjeta o te escribirá una carta, porque sabe que te sentirías mal si gastara en un regalo más costoso que el tuyo.

2. Abrazarla por la calle. Sé que cuesta un poco, pero vamos, es una vez al año.

3. Llevarla a bailar al Complejo, al Pardo, al Agricobank, al Complejo Naval o a cualquiera de esos locales apretados de gente, donde tendrán un momento de solaz mientras mueves las patas cuidando de no patear una botella de cerveza. En ese instante tan íntimo puedes susurrarle un poema al oído, si es que el amplificador te lo permite.

4. Tomar y tomar hasta tener el valor de decirle: Eres la mujer con la que quiero pasar el resto de mi vida, sin temor a las consecuencias. Pero no tomar tanto como para que la mirada se te vaya en culos y pechos ajenos.

5. Llevarla a rematar (la celebración, digo) en un hotel reservado con anticipación. Si te olvidaste de ese detalle, puede que andes por toda la ciudad buscando cuarto, hasta que al final el administrador terminará alquilándote su habitación para que no quedes mal con ella.

O sea que San Valentín se celebra como cualquier fin de semana en Iquitos, con la salvedad de que tienes que portarte bien con ella.

¿Y después dicen que es una fiesta especial?

¡Usen la imaginación! Ustedes pueden hacerlo diferente.


miércoles, 4 de febrero de 2009

PÁNICO EN LA VIEJA CASA (Conclusión)


Conmocionado, se tocó la cabeza con las manos temblorosas tratando de asimilar la realidad. Tenía que encontrar una explicación lógica y razonable en aquel episodio. Se miró las manos y la ropa, revisó la cerradura de la puerta principal y las ventanas, examinó el huerto. Con mucha cautela, decidió acercarse a examinarlo nuevamente. Estaba frío, sin pulsos ni latidos, igual que ayer.

A pesar de ser un hombre racional, por un momento temió que abra súbitamente los ojos y se eche a andar, por lo que trató no moverlo demasiado. Había leído alguna vez que aún después de muertas, algunas personas continúan moviéndose, aunque desprovistas de toda voluntad, como resultado de la lenta extinción de la circulación sanguínea. En las crónicas de la Edad Media recuerda haber encontrado el relato sobre un hombre condenado a muerte que, luego de habérsele cercenado la cabeza, se alejó dando tumbos hasta el final de la plaza, para finalmente caer a los pies de su esposa. Mentes místicas han interpretado eso como la lucha del cuerpo por aferrarse a la vida, o la posibilidad de sobrevivir a la muerte; quizá es lo que le sucedió a su compañero.

Pero la mañana anterior no tenía pulso ni latidos, no parpadeaba ni resollaba, estaba rígido como una escultura de mármol, clínicamente muerto; y ahora estaba frente a él, sentado y expresivo, como si conversara. Trató de razonar nuevamente: una vez vio a un mago hindú desacelerar su pulso hasta niveles críticos, a un norteamericano ordenar a su corazón que se detenga en un programa de entretenimientos bastante serio; la historia médica registra muchos casos de ahogamiento en el mar, en el que el individuo estuvo cerca de media hora bajo el agua y pudo sobrevivir.

Si bien aquellos antecedentes eran escasos para explicar lo que había ocurrido, le brindaban una idea propincua acerca de la capacidad del cuerpo humano para no doblegarse. Esto le tranquilizó mucho, y le permitió concluir que su compañero, como consecuencia de la inanición, entró en una especie de trance muy parecido a la muerte en sus síntomas, y que durante la madrugada había recuperado el conocimiento, para luego ingresar nuevamente a la casa. Y él mismo sabía de su condición, de allí que le hiciera ese extraño último pedido. Enterrarlo cuando estuviese bien muerto.

Quedaba ahora por establecer cuál era su verdadero estado en este momento.

Resuelto a no tomar decisiones apresuradas, esperó todo el día junto a él a que despertara. Lo extrañaba más ahora que antes, pues aunque de vivo casi no le dirigía la palabra, de muerto se convirtió en su confesor. Quizá era la culpa por haberlo sepultado tan prematuramente. Le arropó con suavidad una manta, frotándole los hombros; luego tomó dos tazas de porcelana y las puso en la mesa silbando la ribereña, que era la única melodía que podía recordar; inclinó la tetera sobre ellas y las llenó de café imaginario. Así permaneció hasta el anochecer, bebiendo sorbos de aire entre cada anécdota mal relatada.

La propia certeza de estar condenado a una muerte muy lenta, lo obligaba a rodearse de acciones cotidianas. Es extraño, pero cuando ya nada tenemos, nos aferramos a las cosas que menos valoramos. Aquella tarde lloró emocionado al observar la salida de una larva de su capullo, y sintió una pena profunda cuando las arañas del techo se lo devoraron. A veces cerraba los ojos durante un largo rato, tratando de recordar cuándo fue la última vez que le habló tiernamente a su esposa.

La noche fue una vorágine lucha contra el sueño. Antes de sentarse a cuidar a su compañero desde el mueble, se le ocurrió una prueba de vida: tomó una pelusa de su camisa y la colocó en sus fosas nasales, para comprobar si durante la noche respiraba. Vigiló el cuerpo durante horas sin pestañear, esperando alguna reacción; pero no observó ningún movimiento. Desde la ventana, el viento ingresaba para agitar sus cabellos, sólo eso. A intervalos regulares, el sueño le hacía perder la noción del tiempo, como si desconectara involuntariamente sus sentidos y cayese rendido al abúlico sopor de la noche; pero tan pronto recordaba lo que estaba haciendo, se ponía de pie y estiraba vehementemente las cejas, respirando muy hondo.

Los rayos del sol lo sorprendieron absorto en sus divagaciones, contemplando a su compañero como quien contempla a un perro gruñendo sordamente. Cuando la luz terminó de llenar la habitación, se levantó para examinarlo de cerca. La pelusa estaba intacta, pero hizo otro descubrimiento: por acción del calor, el cuerpo empezaba a emanar los olores propios de la descomposición. Devastado, pero tranquilo de haber corroborado su muerte, procedió nuevamente a enterrarlo.

Hacía ya varios días que había dejado de escribir, y quiso retomar sus notas científicas. Tenía mucho que registrar acerca de este extraordinario evento que seguramente cerebros más preclaros y menos desgastados sabrán explicar. Recordó que también su compañero solía escribir mientras permanecían sin hablarse, y que incluso cuando su lapicero agotó la tinta, tuvieron que turnarse para tomar apuntes. Él lo hacía de día, mientras el occiso esperaba la quietud de la noche.

Al intentar ubicar los apuntes de su compañero, dedujo con cierto desdén que era muy probable que las haya enterrado con él, pues siempre las guardaba en sus bolsillos. De todos modos, pensó que la humanidad no se perdía gran cosa. La noche volvió como siempre, ensombreciendo despiadadamente sus fuerzas. Sin deseos siquiera de levantarse y trancar la puerta del jardín (una supersticiosa medida de prevención), cerró los ojos y desplomó su cabeza sobre el poyo del viejo sillón.

En las horas escasas que antecedieron al día no soñó nada, tal vez por cansancio. La noche surtió un mágico efecto reparador; pero al despertar, toda la energía de la que disponía para levantarse se evaporó ante el horrendo cuadro que tenía frente a sí: su compañero estaba nuevamente sentado a la mesa, cubierto de tierra, bañado en hedor, mirándolo fijamente igual que ayer, con las apergaminadas manos dispuestas en tono acusador; delgado y sereno como la muerte.

Un vértigo incontenible se apoderó de él, sacudiendo sus percepciones hasta sentir una dolorosa presión en las sienes. Las imágenes a su alrededor comenzaron a moverse mientras la vista se le nublaba lentamente. Desesperado, exhaló un tembloroso gemido mientras se dirigía a la cocina para coger un cuchillo. Al ponerse frente a él, le gritó:

- ¿Qué quieres de mí, maldito enfermo? He hecho todo lo que hemos acordado. Tú estás muerto ¿Entiendes? Muerto. Respeté tu decisión, ahora tú respeta la mía. Quiero que te quedes enterrado en el jardín. No existes más para nadie.

Lo cogió de hombros y lo tiró al suelo para arrastrarlo nuevamente hasta el hoyo, que empezaba a encharcarse. Luego se arrodilló y empujó la tierra que sobresalía con sus brazos, asentándola con golpes desesperados. Al ingresar a la casa, se aseguró de trancar la puerta con el picaporte y arrimó una silla contra la manija. Ahora lo único que le preocupaba era estar perdiendo la razón, motivo por el cual se aferró a sus apuntes mucho más. En sus notas analizaba largamente lo que estaba pasando, evitando explicaciones metafísicas, pero sin poder estar completamente satisfecho. A medida que se tranquilizaba, fue descartando posibilidades hasta convencerse de que la única explicación razonable era que alguien más estuviera en la casa; después de todo, era inmensa y sólo estaba ocupando la sala. A la derecha quedaba un corredor, y a mitad de él, una escalera conducía al segundo piso.

Imaginó que, probablemente, haya un sobreviviente más que asalta la habitación muy entrada la noche. Un hambriento, como él, que tal vez ahora esté agazapado en algún escondido armario, viéndolo reaccionar con insania, poniendo a prueba su cordura, aguardando para devorarlo en cuanto se abandone del todo. Con un último acopio de fuerzas, tapió la entrada al corredor con la mesa y aseguró la puerta de la calle con una barreta, enclaustrándose completamente en la sala. Luego retomó sus apuntes escribiendo, tembloroso:

- No me cogerán sano... No me cogerán sano.

Al principio se resistía tenazmente a cerrar los ojos y descansar, pero las extremas condiciones a las que estaba sometido desde hace días terminaron por abatirlo. En su memoria desfilaban los recuerdos de su hogar; la discusión con su esposa antes de partir, ella llamándolo desde la sala para hacer las paces, él alejándose sin escucharla, orgulloso y tirano, azotando la puerta por última vez. Mataría por oír su voz de nuevo. Pensaba ahora, desde la lejanía, en sus tontos planes de trabajar en el ministerio, conducir hasta Nauta de madrugada, terminar la novela que empezó hace tanto. La vida es tan frágil que no tiene sentido. Para cuando el sol se rendía ante la luna, se halló entregado a un pesado sueño.

Lo que pasó después sólo puede inferirse del estado en que se encontraron las cosas cuando el Ejército allanó la casa, dos días después. Al desoldar las bisagras de la puerta principal, encontraron a un hombre sentado a la mesa, con las manos extendidas y el cuerpo cubierto de tierra, dejando un rastro que venía desde el jardín. Por el avanzado estado de descomposición, se dedujo que había muerto hace días. Al pie de él, yacía un segundo hombre. Estaba tirado boca abajo, y probablemente no tendría más que unas horas de fallecido. Su cuerpo estaba cubierto de pústulas y escoriaciones, producto del rápido contacto con la misma bacteria que diezmó a la población. El descubrimiento más aterrador fue que había muerto apretando entre sus dedos una rata, cuya cabeza había cercenado con sus propios dientes.

Aunque hubieron muchas conjeturas en los periódicos, el informe final de los agentes estatales concluyó, basándose en el minucioso diario del último sobreviviente, que aquella mañana el escribidor se levantó nuevamente conmocionado, al encontrar por tercera vez a su compañero instalado en el mismo lugar, y que, como dejaba entrever en sus escritos, sospechó que estaba siendo manipulado por alguien que seguramente esperaba su muerte con ansias. Preso de la desesperación y sometido por alucinaciones incontroladas, prefirió contaminar su cuerpo con la mortal bacteria antes de ser devorado por aquel extraño imaginario, y la única forma que encontró fue mordiendo una rata infecta. Falto de defensas biológicas como consecuencia de la anemia grave, tardó sólo unos minutos en sucumbir a la enfermedad.

Lo ocurrido en aquella casa planteaba a los investigadores dos interrogantes principales. Primero ¿Cómo se mantuvieron inmunes a la bacteria? Y luego, tomando en cuenta el testimonio del escribidor, ¿cómo es que el cuerpo inerte de su anciano compañero aparecía cada mañana en el mismo lugar ? El informe ya referido con anterioridad, respondía contundentemente a la primera cuestión: la bacteria se había propagado a través del tucunaré, proveniente de los ríos contaminados por los desagües industriales. Ambos hombres eran alérgicos al pescado, por lo que nunca se contaminaron.

En cuanto a la segunda cuestión, se encontraron en el bolsillo del anciano sus propios apuntes, aquellas que el escribidor no quiso buscar, y que de hacerlo, hubieran significado el fin de sus ilusorios tormentos. En ellas, el último párrafo parece haber sido escrito con desesperación:

Perdí la cuenta de los días, sólo espero la noche para dormir y olvidarme de esta pesadilla. El dolor de estómago es fuerte, me canso de respirar, todo se vuelve oscuro. Mi compañero me da miedo. Hace cosas extrañas como levantarse de madrugada a buscar raíces en el jardín. Luego se sacude la tierra, se lava las manos y continúa durmiendo como si nada. A veces toma un cuchillo y escarba entre mis cosas. Una vez me tomó de los hombros y me obligó a levantarme, arrastrándome hasta la mesa. Me sonreía. He intentado detenerlo, pero creo que es malo despertar a un sonámbulo. Ahí está otra vez.

(Fin)

domingo, 1 de febrero de 2009

PANICO EN LA VIEJA CASA (1ra. Parte)


De pronto, ya nadie quedaba en el pueblo. Sólo aquellos dos hombres ocultos en la casa que da al parque. Como estaban conscientes de ser los únicos sobrevivientes, se prometieron que el primero en morir sepultaría al otro bajo el árbol de guayaba, pues no deseaban que sus cuerpos quedaran expuestos a merced de ratas y gallinazos. No querían salir por temor a contagiarse, y contemplando la ventana, el espectáculo era aterrador: el río vomitaba cada día nuevos cuerpos a las playas, y desde el cielo una lacerante lluvia los descomponía con extrema eficacia. El aire era apenas respirable, tampoco se veían aves en el cielo. Sólo consumidores de carroña que ejecutaban su trabajo con precisión, obedeciendo a un macabro ecosistema que marchaba sin alterar el orden impuesto por la despiadada naturaleza.

En los días que siguieron, ambos hombres pasaban las horas muertas especulando su posible salvación. Por algún motivo la enfermedad no los había tocado aún, y se mantenían vigorosos; pero el agotamiento de los víveres les empezó a preocupar. Al principio confiaban en que la extinción de todo un pueblo sería rápidamente advertida en los caseríos adyacentes, sobre todo al verse privados del suministro de tucunarés; pero luego de dos semanas de espera, temieron estar abandonados para siempre. En la cabaña que les servía de refugio, el último plátano fue consumido con la sopa de la mañana, y el día estaba por terminar.

Siendo hombres bastante fuertes, no permitieron que tal eventualidad los abatiera rápidamente. Uno de ellos escribía lo que hacía cada día para sobrevivir, pensando quizá en convertirlo en algún legado para la ciencia. El otro, más viejo que aquel, hablaba de cosas triviales todo el tiempo, como el olor de la pimienta, la forma en que se mecen las hojas de los árboles, ciertas maneras de hacer el amor sin llegar al orgasmo; también garabateaba un poco. Antes, el continuo parlar de aquel individuo molestaba al escribidor, mas luego entendió que era una forma de sobrellevar la tragedia, como escribir es la suya.

- ¿Crees en Dios, amigo? - preguntó un día el más anciano de los hombres.

- Ahora sí, con urgencia - respondió, en tono desdeñoso, el escribidor.

- Puede que jamás nos encuentren...

- No pensemos en eso ¿quieres?- Dijo mientras miraba hacia la ventana simulando estar ocupado.

- Es necesario...prometimos que el primero en morir enterraría al otro en el jardín, pero es probable que yo muera primero; estoy viejo y diabético, por eso quiero pedirte un favor adicional.

Le disgustaba el pesimismo ajeno, porque aún conservaba la esperanza de ser encontrado. Con dureza, y queriendo concluir rápidamente la conversación, preguntó:

- ¿Qué cosa?

- No me entierres hasta estar seguro de mi muerte.

Al no poder comer nada que brotara, nadara o volara fuera de aquel recinto que creían saludable, empezaron consumiendo las hojas del guayabo del huerto; al terminarse éstas, extrajeron las partes blandas de sus ramas, para luego continuar con la tierra llena de savia alrededor de las raíces. Finalmente, comieron sus propios cinturones y zapatos, que estaban hechos de cuero. Durante todo aquel proceso degenerativo, sus cuerpos se alivianaron tanto que excluyeron, casi sin darse cuenta, toda conversación entre ellos. Aquella mutua promesa era lo único que enlazaba sus destinos.

Una mañana, el escribidor despertó y encontró a su compañero mirándolo fijamente desde la mesa, con el rostro endurecido en un gesto de asombro. Acostumbrado a sus ataques histriónicos, no le tomó importancia y salió al huerto para contemplar la plenitud del cielo. Pensó en su familia, y en los buenos amigos que había dejado en la ciudad, mientras los maldecía por no haberlo extrañado a tiempo. La sensación de frío producida por la anemia aguda lo devolvió nuevamente a la casa, ideando otras formas de olvidarse de las punzadas en el estómago. Buscó su libreta al lado de la mesa y notó que su compañero continuaba en la misma posición de hace un rato, pero esta vez con una rigidez pétrea. Se acercó mucho más a él y comprobó que estaba muerto, o al menos que no tenía pulso, ni latidos en el corazón. Espantado, retrocedió hasta caer de espaldas sobre el mueble. La extraña manera de morir lo sobrecogía en extremo. Había muerto, probablemente en la madrugada, con los ojos llenos de angustia mirándolo fijamente. Esbozando quizá alguna súplica no resuelta, algún ruego no comunicado a tiempo.

Execrables deseos le hicieron ver lo que su amigo pedía con esa mirada: que lo enterrara según el pacto, sospechando quizá que la agresiva carestía le haría cambiar de parecer. Y no se equivocaba. Bajo condiciones tan extremas, aquel cuerpo inmóvil se le presentaba como un envoltijo de abundante carne, vigorosa y saludable, que se echaría a perder si lo arrojaba sobre un hoyo en el jardín. Al no estar seguro de su muerte y recordando sus enigmáticas palabras, decidió esperar la noche para tomar una decisión.

Pero, sea que le quedaban algunos resabios de civilización, o que al imaginarse en la situación opuesta, hubiese deseado no ser consumido por un semejante, o que su religión le obligue a respetar la santidad inmarcesible del cuerpo humano, lo cierto es que al sopesar las circunstancias, optó por no comerse a su compañero y enterrarlo, como lo había prometido. A estas alturas, le pareció que ya estaba bien muerto.

Además, sepultarlo representaba un trabajo agobiante. Esa noche a duras penas arrastró el cuerpo y lo depositó en el hoyo que ambos habían hecho hace unos días, buscando insectos y raíces; lo cubrió con tierra completamente, cual si fuera un delgado manto; elevó una veloz plegaria y retornó a tumbarse, agotado, sobre el mueble.

Aquella fue una noche de sueños confusos; soñó que regresó a casa luego de un largo viaje y que al abrir la puerta, encontró a su esposa tan obesa que le causó una deliciosa impresión. Al acercarse a darle un beso en los labios, soñó que se los arrancaba con desesperación, provocando que ella huyera despavorida. Luego se topó con la mirada póstuma de su amigo, lánguida y suplicante; al intentar acercarse para devorarlo, comprobó que las piernas no le obedecían y se quedaba inmóvil, viendo aquella carne descomponerse ante él sin poder hacer nada. Cuando al fin pudo moverse desesperado, cogió un cuchillo, se cortó las orejas y comenzó a comérselas. Allí despertó.

Lo primero que vieron sus ojos al permitir el paso de la luz provocó que el corazón se le encogiera súbitamente y la piel del cráneo se le estirara. Aquel hombre que había enterrado con tanto esfuerzo la noche anterior, se encontraba allí nuevamente, sentado a la mesa en igual posición y con la misma expresión mórbida en su rostro.

(Continuará)