miércoles, 11 de junio de 2008

"EL LIBRO HA MUERTO”

Bill Gates acaba de anunciar la muerte del libro de papel. Al igual que Nietzsche, el norteamericano más acaudalado del mundo planea privarnos de una de las creaciones más trascendentes de la especie humana. Prevé que en el futuro la gente leerá lo que desee desde una computadora portátil o una Palm, podrá comprar libros virtuales y descargarlos directamente desde la red, con acceso ilimitado a obras de todo género. Millones de volúmenes en la palma de la mano.

Los escritores más renombrados (entre ellos nuestro Vargas Llosa) han puesto el grito en el cielo afirmando, entre otras cosas, que la íntima conexión entre autor y lector no podrá establecerse a través de un objeto tan impersonal y luminoso como un ordenador. El escritor peruano González Viaña afirma que ya en otros tiempos el libro se había enfrentado con agoreros que predijeron su fin. Por ejemplo: cuando se inventó la imprenta de Gutenberg se dijo que significaba el fín de los calígrafos, o sea los escritores; cuando se publicó la gramática de Nebrija, se creyó que el establecimiento de reglas para la escritura terminaría liquidando a los autores; cuando se inventó la radio, el cine y la televisión se dijo otro tanto de lo mismo. Muchos han tomado las expresiones del dueño de Microsoft como delirantes, pero no olvidemos que, al margen de sus cuestionables intenciones, él mismo se imaginó hace treinta años el mundo de hoy, y tomó la delantera. “No, el libro no va a morir” grita González Viaña casi como una arenga. Yo no tengo la misma impresión.

En efecto, me parece que nuestro viejo libro de papel no podrá sobrevivir el embate de las nuevas tecnologías. Principalmente porque, a diferencia de épocas anteriores, el cambio que está matando al libro es un cambio global, un cambio en el modus vivendi de esta nueva sociedad tecnológica, en el que el fin del libro no es más que un efecto colateral. El tránsito a la llamada “sociedad de la información” es el paso más devastador de nuestra civilización en toda su historia. Nos hemos vuelto competitivos y especializados, pero también mecanizados e impersonales. Podemos comunicarnos con cualquiera al otro extremo del mundo, pero no queremos saber ni quién vive al lado nuestro. Encendemos la tele y nos preocupamos por la violencia en Irak, la pobreza en Ruanda o la muerte de un niño palestino, pero salimos a la calle y pasamos de largo si vemos un indigente pidiendo limosna, o nos molestamos por la impertinencia de un vendedor de caramelos. Es el progreso, que le dicen.

Al enviar un mensaje de texto, descargar información de Internet, chatear, pagar con la tarjeta o cancelar las cuentas desde casa, asistimos casi sin darnos cuenta a la progresiva extinción del soporte material en nuestras relaciones sociales. A diferencia de la imprenta, el cine, la radio o la televisión, esta nueva forma de comunicación (la comunicación virtual), no ha venido a ser una más entre todas, sino que está llamada a ser la más totalizadora, haciendo que el resto se pliegue a ella. Así, el viejo rollo fotográfico está siendo reemplazado por la fotografía digital, los billetes y monedas por tarjetas de crédito y débito, los trabajos escolares y universitarios se convierten en e-mails al profesor, los comprobantes de pago en pequeños tickets numerados, y el libro en una carpeta de la PC. La consigna es única: si no puede convertirse en megabytes, está destinado a desaparecer.

Es comprensible que lectores y escritores de otra generación se muestren incrédulos ante tales presagios, pero también es increíble la forma en que la gente más joven va adaptándose a estos cambios. Un adolescente promedio pasa entre cuatro y seis horas diarias frente a la computadora revisando información de toda clase. Las estadísticas revelan que cada generación es más instruida que la anterior, sin embargo cada vez vamos menos a las bibliotecas. La historia nos enseña que nada permanece inmutable y que el tiempo convierte lo extraño en cotidiano. Cuando se introdujo la máquina de escribir alrededor de 1870, los viejos escritores acostumbrados al manuscrito afirmaron la poca idoneidad de este aparato por su complicado manejo y pensaron que nunca remplazaría a la pluma y al papel en el proceso de creación literaria. Hoy es impensable que un editor quiera corregir garabatos.

En todo caso puede que el libro permanezca, pero sólo de manera supletoria. Estará allí donde el avance tecnológico sea escaso y probablemente seguirá cumpliendo un rol importante en el proceso de alfabetización, por ejemplo en nuestras riberas (algunos extremistas afirman incluso que en el futuro resultará innecesario aprender a escribir a mano).

Ciertamente no son noticias alentadoras, pues ello importa profundos cambios en la calidad de la literatura. Cuando el televisor era algo nuevo, allá por la década de 1950, las familias generalmente lo colocaban en un rincón de la casa, como si fuera un macetero o un piano. A la hora del programa, las sillas del comedor se ponían cerca al aparato y disfrutaban así de la emisión. Al concluir, todo volvía a su lugar. En las salas de hoy en día, en cambio, el televisor es el objeto más importante. Todos los muebles están dispuestos hacia él, de manera que nada pueda obstaculizar su visión. Supongo que el libro virtual afectará tanto la producción literaria como el control remoto afectó la producción televisiva.

En efecto, cuando el espectador pudo controlar cómodamente su aparato favorito sin tener que levantarse cada vez para cambiar de canal, los productores y anunciantes recurrieron a todo tipo de artificios para mantener la atención del posible consumidor. Conscientes de estar a un click de ser borrados por otro canal, se enfocaron en la comunicación visual: una calata, una sonrisa perfecta, una historia sórdida, un delicioso manjar. La publicidad empezó a exacerbar nuestros instintos más que nuestro intelecto. Frente a la tele, nos volvimos un cúmulo de emociones instantáneas y necesidades superfluas listas para ser satisfechas por nuestros proveedores.

Muchos de nosotros tenemos un libro de cabecera, que siempre leemos antes de dormir, y es poco probable que si en mitad de la lectura queremos hojear otro texto nos levantemos a la biblioteca a buscarlo. Preferimos soportarlo, como el espectador de antaño soportaba los aburridos comerciales por no desprenderse del sillón a cambiar de canal. Imagínese ahora recostado en su cama con un aparato parecido a un celular, donde tiene almacenado miles de libros de su agrado. Cientos de escritores virtuales tratando de que usted lea su obra hasta el final sin hacer uso del despiadado click. La manera en que logren esa hazaña irá en desmedro de la calidad de sus escritos.

Una vez más nos queda el consuelo de la historia: con la imprenta de Gutenberg y la producción de libros en distintas lenguas se pensó que la literatura terminaría por envilecerse, pues hasta ese momento sólo se consideraban serias las obras escritas en latín. El siglo de oro español y las corrientes literarias posteriores demostrarían todo lo contrario. Ojalá que con el tiempo, este conjunto de cambios en la forma de comunicarnos termine convirtiéndonos en algo más que consumidores exquisitos.
D.M.Wong

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