domingo, 8 de junio de 2008

Un alcalde bueno no es lo mismo que un buen alcalde


En el año ****, ocupaba el despacho de alcaldía don *****, hombre de aristocrática estampa, rancias costumbres y frente tan abundante como los años que llevaba encima.

Nuestro alcalde gustaba de la buena música, la conversación amena y las tardes rendidas al sol desde la terraza, bebiendo refresco de cocona y atendiendo de vez en cuando uno que otro asuntillo doméstico. Su padre, fallecido ya hace algunos años, también había ocupado el mismo cargo luego de ser reconocido por todos como empresario exitoso y de haber conseguido el apoyo del Partido Popular, condiciones indispensables para aspirar a un cargo político de importancia.

Pero a diferencia de su progenitor, que era todo arrojo, liderazgo y voluntad, nuestro personaje siempre había vivido a la sombra de aquél: melindroso como un condesito y asustadizo en las horas decisivas. Cuando tomó las riendas de la empresa a la muerte del viejo, no tardó en llevarla a pique; no tanto por rumboso y gastador, sino por ineptitudes administrativas. Agobiado por la culpa y por la posibilidad de que todos lo señalaran como un inútil que no dio la talla, no se le ocurrió otra cosa para salvar su buen nombre que postular a la alcaldía, como papi.

Puso en su lista de regidores a sus compadres, a los hijos de sus compadres, algunos vecinos, amigos de la infancia, todos gente de fuste que no dudaron en abrir sus corazones al pueblo y sus billeteras a la campaña. No tenía una oratoria encendida, de hecho sus asesores le recomendaban en los mítines hablar poco y mover los brazos en alto para no dormir al público, pero como se había rodeado de gente hábil y organizada, dejó que ellos hagan todo el trabajo y le llamaran sólo cuando había que dar la cara.

Cuando se enteró de haber ganado, no pudo dejar de enjugarse una lágrima pensando que al fin había hecho algo bien en su vida.

- Bueno señores -dijo luego de repantigarse en el sillón municipal- si Dios me ha dado este cargo es para acabar con los borrachos y trapisondas de esta muy noble ciudad. ¿Dónde se ha visto, señor regidor, que rapazuelos de quince o diecisiete años estén tomando licor en la calle? ¿Donde se ha visto que las fiestas duren hasta el amanecer con tanto alboroto, en locales tan atestados que no pueda echarse ni un grano de arroz, con bailes groseros, llenos de desvergüenza e impudicia?

- ¿Donde? Pues en todas partes, señor - contesto el regidor, que era uno de los parroquianos en aquellas fiestas.

- Pues por lo mismo, voy a acabar con eso.

Y puso en práctica la primera de sus grandes ideas: el plan "Sana Ahora". Bueno, en realidad era la copia fiel de un programa impulsado en uno de los distritos de la capital, tan rancio como él, que consistía en que todos los locales donde la gente se divierte cierren sus puertas antes de la una de la mañana, a excepción de los fines de semana, en que podrán permanecer abiertos hasta las tres. Con esto, el alcalde pensó cosechar el aplauso de sus súbditos, perdón, de sus vecinos, que le estarían agradecidos porque, acabando con la ebriedad, se acabaría la delincuencia.

Pero parece que su fórmula resultó errada, porque lo único que cosechó fue un par de piedrazos en la cabeza y algunas lunas rotas cuando un grupo de noctámbulos se acercó a su casa para hacerle entender a las buenas que no iban a permitir que un empingorotado señor, por muy alcalde que sea, los mande a casa temprano como si fueran chiquillos de teta. Nuestro angustiado alcalde, que nunca se había visto en esas trazas, tuvo que llamar a la Policía en pijama y sombrerito para que sacara a los manifestantes de allí.

- Caray - se dijo un poco aturdido - Jamás pensé que la cosa llegaría a tanto.

- Es que no puede privarlos de lo más importante - dijo el regidor, que se alegraba en silencio- Los iquiteños son como el tipo del bolero que canta: Quítame la vida, pero no me quites la bebida.

El alcalde se rascaba la cabeza sin entenderlo.

- Pues tengo que hacer algo para contentarlos, o tendré que mudarme.

Pasaron algunos meses y la oportunidad de redimirse llegó cuando un grupo de rock argentino dio un concierto en la ciudad. Defensa Civil había emitido un informe desfavorable acerca de las condiciones del lugar donde se realizaría dicho concierto, y recomendaba la cancelación del mismo. El alcalde, en un rapto de populismo poco frecuente en él, permitió que el concierto se realizara de todas formas. Con esto pensó meterse en el bolsillo a todos demostrando que era un hombre que sabía tolerar los excesos de la juventud.

Ahora sí me harán llegar felicitaciones de todas partes, pensó. Pero después del reventón, lo único que le llegó fue una denuncia penal por negligencia al haber puesto en peligro la vida de los asistentes al evento. El alcalde se tumbó en el sillón y, llevándose las manos a la cabeza, dijo:

-Caray. Esto de manejar la ciudad resultó más difícil que manejar la empresa de papá. Qué diría si supiera que ya me gané mi primera denuncia.

- No se preocupe señor alcalde - le consoló el regidor- al menos los argentinos se lo agradecieron. ¿Por qué no se da un viajecito por Lima para despejarse? Nosotros nos encargaremos de todo.

El mes de Diciembre estaba cerca y los comerciantes se deshacían en préstamos a la caja municipal para vender en la Feria Navideña, que no es otra cosa que la ocupación de las calles céntricas por innumerables puestos de plástico y madera, donde se vendía de todo. Muchos comerciantes trabajaban todo el año para llegar con un buen stock, y a algunos les iba tan bien que no tenían necesidad de trabajar por el resto del verano. Fórmense entonces una idea de lo importante que era para ellos.

Faltando un mes para la inauguración, un nuevo informe de Defensa Civil llegó al despacho del alcalde. Éste recomendaba que los comerciantes fueran reubicados porque la zona era insegura en caso de incendio.

-Bien, con que esas tenemos -dijo mientras releía el documento- Pues no hay más que decir: amén. Si Defensa Civil no quiere, yo acato y cumplo. Y no me harán la camita esta vez.

Y sin pensarlo dos veces, estampó su rúbrica en la Resolución que prohibía la venta ambulatoria en las calles Próspero, Abtao y 9 de Diciembre durante todo el último mes del año. Luego de eso preparó sus maletas y partió para Francia, porque ya le estaba agarrando el gusto por los viajes, animado por sus regidores, que eran tan eficientes sin él.

- Creo que, después de todo, seré un buen alcalde- dijo mientras se miraba en el espejo mientras se tomaba del cinturón.

Cuando retornó de Europa, rozagante y dispuesto, una turba lo esperaba en la Municipalidad, no precisamente para darle vítores, sino para molerlo a carpetazos. Tuvo que entrar bajo el escudo de sus serenos y, luego de informarse de los motivos de tal comité de recepción, esperó prudentemente a que se marcharan para poder llegar a casa completo.

Iquitos era un tole-tole: enfrentamientos diarios de los comerciantes con serenazgo por tomar las calles, pedidos de revocatoria, cobertura de los medios a nivel nacional, en fin. Diríase no más que los pobrecitos y despojados comerciantes resultaron ser más fuertes que la autoridad, porque el alcalde tuvo que dar marcha atrás y permitir que los vendedores hicieran de las suyas, aunque comprometiéndose a dejar libre en la parte central de la pista el suficiente espacio como para que pasase un camión de bomberos, con lo que dejaba contentos también a los inspectores de Defensa Civil.

Nuestro alcalde ya no tenía uñas, pues casi todas se las había comido el pobre pensando en que a la vuelta de la esquina un piedra aterrizaría en su incipiente calva, mandándolo a la tierra de donde no se regresa. Concluyó que eso de tener a todos contentos era una quimera y que lo mejor que podía hacer era no hacer nada. De paso se dio cuenta que ya era tiempo de otro viajecito.

Pero parece que nuestro personaje tenía un don natural para encontrar problemas en cada pelo del bigote. Cuando, unos meses más tarde, un juez decidió cerrar el botadero Municipal por considerar que contaminaba el ambiente, se levantó casi de un brinco y dijo:

-Pues esta vez no me van a echar la culpa a mí. Si ese juez no quiere que la basura vaya al botadero, pues la basura no se recogerá. Vamos a ver si ese infeliz no se retracta cuando le empiecen a llover lagrimitas de San Pedro (o sea piedras).

Cruzó las manos por detrás de la cabeza y ordenó que no salieran los camiones municipales de la basura; y cuando los periodistas se acercaban a preguntarle porqué, respondía con toda frescura: porque no me dejan, mire usted. Vaya y pregúnteselo al juez ése. La ciudad empezó a oler mal.

Con esto pensó mantenerse al margen de la furia popular, que ya empezaba a hartarlo, pero nuevamente volvió a equivocarse. Y es que, como cualquier ciudadano, podía apelar, y mientras dure la apelación la basura podía seguir llegando al botadero. Se enteró de esta triquiñuela legal muchos días después, y aparte de quedar como un ignorante, quedó en evidencia una vez más su absoluta falta de liderazgo, porque al andar buscando culpables olvidó que era la máxima autoridad en este asunto.

Con el rabo entre las piernas y una segunda denuncia ante la Fiscalía de Prevención del delito por contaminación de la ciudad, una vez más tuvo que retractarse y ordenar que los camiones salieran nuevamente, limpiando primero la fachada de su vivienda, que había sido decorada con toda clase de deshechos orgánicos.

El alcalde se dirigió a la terraza y pudo al fin descansar (por ahora), dando sorbos a su refresco de cocona y contemplando la ciudad de noche. Pensó que la política era una vaina y que más le hubiera valido dedicarse a otra cosa. Tal vez lo piense mejor en el siguiente viajecito.

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