viernes, 4 de julio de 2008

CUMPLEAÑOS

Cristina cumplía años aquella mañana, por eso despertó de buen humor. Su enamorado dijo que le iba a hacer un regalo especial y toda la noche se la pasó pensando qué podía ser. Últimamente su relación no andaba bien, él había empezado a trabajar hace una semana y el tiempo que sacrificaban por eso les afectó mucho. A veces, a media mañana, entre el desayuno y la hora de hacer las compras del mercado, sentía ganas de hablarle, pero no tenía celular, tampoco teléfono. Se mordía los labios mientras imaginaba dónde puede estar. Tal vez en la calle entregando notificaciones, tal vez en la computadora, registrándolas, y quién sabe, tal vez conversando con Rebeca, la recepcionista mas ardiente del edificio. La conoció una vez que fue a ver a Ramiro al trabajo y le pareció que era una rubia oxigenada que usaba el perfume más horrendo y penetrante que había olido jamás. Cuando Ramiro venía a veces impregnado de ese olor solían discutir toda la noche, gritándose desde perro putañero hasta loca posesiva y enferma. Mas luego terminaban abrazados en las escalinatas de su puerta, mirando la luna ocultarse tras las nubes, dejando poco a poco las estrellas brillar.

Pero hoy no es un día de perderse en pensamientos macabros ni de morderse los labios con desesperación. Hoy era su cumpleaños, y si tuviera que imaginar donde está, lo imaginaría dirigiéndose a casa con su regalo entre manos. Le dijo que estaría allí a las diez en punto; ella se apresuró en cambiarse.

Pero a las once de la mañana nadie había tocado el timbre y empezó a preocuparse, pues él no era de los que le hacen ascos a la puntualidad, salvo que haya una buena razón. Sólo una vez se había perdido sin dar cuenta de su paradero, y fue cuando lo detuvieron por manejar sin licencia. Estuvo todo el día en la comisaría porque habían robado una moto parecida en la zona y él no tenía ni un documento para acreditar la propiedad del vehículo. Pasó seis horas en la comisaría. Como siempre, no la llamó, pues no quería que vaya a verlo a ese antro de delincuentes. También discutieron por eso: ella le dijo que nunca le había tenido confianza y que nunca contaba con ella para nada y él le dijo que lo más importante era su seguridad. Ella le dijo que vaya a proteger a su abuela y él le dijo que no se arrepentía de lo que había hecho. Ella lo llamó fracasado, él le dijo tarada; pero acabaron quietos, besándose tiernamente, diciéndose el uno al otro cuánto lo sentían y acurrucados como siempre bajo el manto de la luna que seguramente si hablara los habría insultado de payasos.

El timbre sonó a las once y diez y ella corrió a abrirle, pero en el camino se detuvo. No es bueno mostrarse tan ansiosa, pensó, así que iba a tomar su tardanza como si no le preocupara tanto. Luego de un rato abrió la puerta. Era él, y aunque aparentaba actuar normalmente, estaba un poco cambiado. Tenía el pelo revuelto, la camisa sucia y arrugada, las mejillas sonrosadas. Parecía que un tren lo había arrollado. Le dijo que tardó un poco porque había tenido un pequeño problema en la oficina. Iba a hacerlo pasar y a poner la cara de chica preocupadísima cuando sintió otra vez aquel olor horrendo: todo él olía al perfume de Rebeca. Se fijó bien en su pecho y cuello y notó unas zonas enrojecidas. Le miró con ojos volcánicos, le dijo que si creía acaso que era una estúpida, le dio un empujón y cerró la puerta con violencia. No le importó ni su estado maltrecho ni la caja que traía. Claro que lo había arrollado un tren: el tren de las nalgas de Rebeca, pensó. El tocó despacio un par de veces, aunque sin esperanzas. Al poco rato se marchó.
Luego de la furia Cristina empezó a sentir una profunda tristeza. Se había acostumbrado tanto a Ramiro que cuando empezó a trabajar y tuvo que dejar de verlo todo el día se preguntó si lo soportaría. Su vida giraba alrededor de él, como un satélite. Sabía que era fiel, pero no podía dejar de imaginase cosas. Detestaba a Rebeca, detestaba a todas las chicas del mundo que hayan visto, hablado o tocado a Ramiro. Se detestaba a ella misma por haber confiado en él. ¿Porqué precisamente él, tan antisocial y hosco con todos, tan ensimismado y refugiado en sus propios pensamientos, tan solitario, tenía que engañarla? Con un desolado lamento concluyó que no es fiel aquel que no engaña a su pareja, sino aquel que teniendo muchas oportunidades, no lo hace. La fidelidad que no se pone a prueba no es fidelidad, y si Ramiro le había sido fiel todos estos meses era simplemente porque no tenía tiempo ni espacio para ser infiel. Al final, bajo el fuego de las circunstancias, todos los hombres se comportan como unos lobos en busca de carne nueva. Ese pensamiento la devastó mucho más y decidió bajar a tomar aire fresco.

Al abrir la puerta notó que Ramiro le había dejado el regalo en el umbral, con una nota y una receta médica que diagnosticaba que se había lisiado una costilla. En la nota le explicaba que salió tan rápido del trabajo que bajó rodando por las escaleras de la oficina con el regalo en mano. Aunque se encontraba bien, sus compañeros no le dejaron salir a menos que fuese a ver a un doctor primero, por eso tardó un poco. Cristina tomó la caja, la abrió y por el olor sospechó lo que era: un frasco de perfume que se había rajado y casi la mitad del contenido se encontraba esparcido y absorbido por el cartón. Era el mismo perfume que Rebeca usaba. Cristina no supo que hacer. Allí, de pie, con la garganta endurecida y las ojeras temblorosas, vio una silueta que se proyectaba desde el final de la calle. Ramiro se acercaba lentamente hacia ella, con una mano sujetándose el costado. No esperó a que cruzara la esquina y corrió a sus brazos llorando, pidiéndole disculpas por haberlo tratado tan mal. Él reprimió un gesto de dolor al sentir las costillas apretujadas y se apartó de golpe. Notó entonces que traía una caja. Ramiro le dijo que era para ella. Al abrirla, se sintió tan culpable que sólo podía decirle que la perdonara una y otra vez y que era el hombre más maravilloso del mundo: era un celular. Él le acarició la cabeza y la apretó contra su pecho. Luego de un rato de suspiros y sollozos, de sordos lamentos y mutuas disculpas, Cristina dijo:

-No merezco recibir dos regalos este día, me he portado muy mal.

Él pareció acordarse de repente de algo:

-Ah! Amor, también vine por eso. Sabes, me confundí de caja al salir de la oficina. Ese regalo no era para ti, sino para Rebeca. ¿Sabías que también cumple años hoy?

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