domingo, 15 de febrero de 2009

LAMENTO DE UNA MADRE


"También puedo imaginar el momento en que quede preñada después de muchas lunas (...) y entonces, tras siete u ocho meses, daría a luz a una niña sin el concurso de ninguna comadrona, con mi marido ciego de alcohol en la habitación contigua (...), me llevaría la cara lívida de la recién nacida a mis pechos planos y agrios; y después, tras una década de crianza en el encierro, emergería a la cabeza de una camada de niñas con aspecto de ratas, de niñas chiquitinas, todas ellas mi viva imagen, ceñudas ante la luz del sol, trastabillando, vestidas todas iguales; (...) y después, tras otra década de escuchar sus siseos y su chirriar de dientes, las echaría una por una al mundo, para que hiciesen lo que se suponga que han de hacer las niñas carentes de todo atractivo, a vivir en pensionados y a trabajar tal vez en las oficinas de correos, a engendrar niños ilegítimos con aspecto de ratas, que las devolvieran a la granja a refugiarse."

J. M. Coetzee "En medio de ninguna parte"

Mi hija está embarazada.

Está embarazada, y tiene quince años.

Soy una madre patética:

Por no darme cuenta de lo que sucedía. Por no darme cuenta que mi relación con ella se caía a pedazos. Pero sobre todo porque, aún dándome cuenta, pretendí aparentar que no pasaba nada, barnizando nuestras conversaciones con una hipocresía absurda.

Y es que yo también tenía miedo.

Cuando le preguntaba ¿Todo está bien? y ella respondía Sí mamá, sabía que mentía, pero me resistía a hacer más preguntas:

Porque no tenía tiempo de iniciar una larga charla en ese momento. Porque pensaba que era mejor conversar antes con su padre. Y porque supuse que, si fuera algo grave, ella misma se acercaría a decírmelo.

Tal vez yo también quería que me mienta.

Mientras espero en el pasillo del hospital, escribo un tardío recuento de mis errores. La más talentosa de mis hijas. La mayor. El ejemplo. La depositaria de mis esperanzas y mi fe. No pueden acusarme de no haberle dado amor. La mimé hasta el paroxismo.

¿Cómo pudo ocultármelo? ¿Por qué tuvo tanto miedo que prefirió poner en riesgo su vida abortando con pastillas? ¿Soy tan mala que merezco ser tratada así por mi propia hija? Maldita sea. ¡Yo también me siento traicionada!

Por otra parte ¿Cómo reprocharla por sentir miedo, si desde que nació planifiqué cada detalle de su vida como si fuera una obra mía, al servicio de mis ideales, llevada a cabo para consolidar mis proyectos y darle un final feliz a mis frustraciones?

¿Acaso le pregunté lo que realmente quería ser en la vida? Quiero ser profesora, mamá. Y yo me reí tan fuerte que la sangre se me subió a la cabeza.

¿Acaso la escuché cuando me preguntó lo que era un coito? ¡Pobre de ti, Sofía! Ya sabes. Te olvidas de mí.

¿Acaso le expliqué lo que era un condón o cómo se consigue un anticonceptivo? ¿Para qué quieres saber tú esas cosas? Ya, ya. Cuidadito ah! No me gustan las pishcotas.

Es cierto. Cómo decírmelo. He vivido de espaldas a ella, imaginándome que era un ser especial, inmune, distinto. Y cuando me contaba acerca de los embarazos precoces de sus amigas, me ponía la mano en el pecho y agradecía a Dios por haberme dado una hija tan pura, sin saber que lo hacía para sondearme. He fallado como madre por no interpretar sus señales. He fallado porque cerré los ojos y me negué a aceptar que Sofía es, ante todo, una adolescente confundida y necesitada.

Pienso en la vergüenza que debe sentir. Una vergüenza que ahora se ve tan risible. Tan inapropiada. Y sin embargo, antes de perder la consciencia, me tomó la mano y me pidió perdón.

Soy yo la que debería pedirle perdón por tantas cosas.

Por amarla como se ama un utensilio costoso. Por preferir que me mienta a que me confiese un horrible verdad. Por compararla continuamente con la Sofía que construí en mi cabeza intolerante.

El doctor dice que esta muy mal. En su lenguaje de galeno, me explica que el útero está muy dañado, y aunque sobreviva, no podrá tener hijos. No me importa. Sólo quiero que vuelva.

Otra vez estoy siendo egoísta. ¿A ella le gustaría volver así? Ama tanto a los niños que a veces se ofrecía a cuidar a los de los vecinos, sin pedir nada a cambio. Hace poco, en un arrebato de sinceridad, me dijo que tendría el bebé más hermoso del mundo. Yo la miré con cara de reproche y ella inmediatamente agregó: Claro mamá. Cuando crezca.

He sido tan ciega todos estos años.

Siento que ya nada puedo hacer por ella. Siento que he desgraciado su vida para siempre. El doctor me acusa con su mirada. Su padre me culpa por no saber controlarla (¡Qué cómodo! Ni siquiera está aquí ahora). Tuve que echar a un reportero que seguramente convertirá mi dolor en una noticia amarilla. Estoy a punto de estallar en lágrimas de impotencia. Pero no quiero. Tengo que mantenerme compuesta para cuando ella despierte.

Nunca debí subestimarla. Nunca debí asumir que era demasiado pequeña para "esas" cosas. Jamás debí pensar que la mantendría a salvo con amenazas y reprimendas. Debí saber que a pesar de todo, la decisión de iniciar su vida sexual le pertenecía a ella, sólo a ella. Tal vez así no me hubiera ocultado nada. Habría contado con mi apoyo, mi confianza, mi experiencia y toda la información que pueda darle. Si hay algo peor que tener una hija libertina, es tener una hija temerosa de decepcionar a su madre.

Ahora jamás tendrá una hija a quién echarle a perder la vida.

2 comentarios:

  1. te hace reflexionar!
    hasta triste ya me puso, ojala, todas las madres, piensen asi, antes, que despues.

    saludos

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  2. Desde hace mucho tiempo tengo presente que cuando tenga hijos (y especialmente si tengo una hija) habra que aplicar el justo mdeio de Aristoteles (ni el exceso ni el defecto): no se puede ser muy liberal por sentido comun pero tampoco muy represivo para no generar rebeldia. Valores ante todo pero tambien sentido comun y un atento ojo avizor!

    J

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