miércoles, 28 de enero de 2009

CIGARRILLO (fragmento)


Un día de abril de 1945, un soldado alemán de dieciocho años, afiliado a las Juventudes Hitlerianas, optó por desertar del ejército que se batía en retirada bajo el fuego soviético, y antes de ser capturado por las tropas norteamericanas anduvo perdido sin saber a qué patria pertenecían los sucesivos incendios del horizonte. Huyendo de sí mismo sin destino alguno, sus botas le llevaron hasta un pueblo abandonado en la frontera de Polonia. Durante su larga fuga a través de campos calcinados, el joven hitleriano no se había encontrado con un solo ser vivo, ni siquiera con un perro, de forma que pudo haber imaginado que era el único hombre que quedaba en el mundo después de la hecatombe. Cuando caía la noche y la oscuridad le permitía vislumbrar la realidad de las cosas, el soldado se sentó a descansar en los escombros de una plaza desierta. Tenía el fusil cargado entre las rodillas y en el macuto llevaba un libro de teología. En el momento en que se disponía a fumar el último cigarrillo que le quedaba, vislumbró la sombra de un hombre que emergía de los soportales derruidos. El soldado alemán se puso en pie, aprestó el cerrojo del fusil y apuntó al desconocido, que se le acercaba atraído por la brasa de su pitillo. Se trataba de un joven polaco, de unos veinticinco años, que había desertado del trabajo en una cantera de Cracovia para escapar de una redada de los nazis. Había sido actor de un teatro clandestino, su novia había muerto en Auschwitz y también sentía inclinación por la teología, pero entre ellos ahora no había ningún Dios que les ahorrara el odio. Los dos prófugos, cada uno de un bando contrario, se situaron frente a frente. El soldado alemán ignoraba si aquel individuo venía armado y estuvo a punto de dispararle un tiro en el corazón. Si esto hubiera sucedido, ninguno de los dos habría llegado a papa. Pudieron haber hablado de Dios, de la maldad humana, del mundo que se hundía, pero el polaco Wojtyla se limitó a preguntar: «¿Tiene un cigarrillo?». El soldado Ratzinger le contestó: «Lo siento, me estoy fumando el último cigarrillo de la historia». No hubo más palabras, porque en el mutuo terror de los ojos descubrieron cuánto se temían. Wojtyla se fue alejando por encima de los escombros y a veces volvía el rostro para asegurarse de que Ratzinger no le iba a disparar por la espalda. En Roma, aquel soldado alemán, ahora vestido de blanco, (...) va a hacer santo a aquel actor polaco. Atrás queda la brasa de aquel último cigarrillo brillando aún en la noche.

Manuel Vincent

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