lunes, 18 de agosto de 2008

ERA UNA NOCHE FRÏA


La espesa neblina que le impedía ver mas allá de dos cuadras, el traqueteo de sus dientes, los vellos erizados en su brazo desnudo, parecían decirle que fue mejor quedarse en casa bajo las sábanas. Era una noche fría, sin duda. Pero era preferible recorrer las calles buscando algún pasajero ebrio antes que volver a casa y reanudar la discusión con su mujer, interrumpida violentamente durante el día. Sin duda la gorda lo estará esperando. Siempre lo espera. Tal vez esté viendo la tele sin mirar, con el oído atento al motor del motocarro. Hasta podía imaginársela sentada en el mueble con los brazos cruzados, bramando como los toros antes de entrar al redil.

La calle Moore estaba desierta, y salvo por el pitido de los guardianes, el paisaje frente a él parecía una inmensa y lúgubre fotografía. Aguzó la mirada tratando de penetrar la niebla. Creyó ver la silueta de alguien como a cincuenta metros. Sin pensarlo demasiado, aceleró metiendo la cabeza entre los hombros para mirar debajo del toldo con cara de confiable. Una pareja salía de un hostal mal iluminado de verde. Ella escondía su rostro bajo sus largos cabellos y se recostaba en el pecho de él. ¿Adonde, mister? Fue lo primero que preguntó. El hombre ni siquiera le miró. Ayudó a la chica a subir, luego se acomodó, volvió a abrazarla y pidió que tomara el camino al aeropuerto.

El chofer esbozó una sonrisa. Como subieron sin preguntar, podía cobrarles muy bien al llegar a su destino. En vista de la hora, la distancia, el semblante y el vestido de sus pasajeros, calculaba que veinticinco soles era un precio razonable. Si el caballero quiere amoscarse, probablemente lo deje en veinte. A través del espejo podía ver que le hablaba a su compañera en voz bajita, haciéndola sonreír. Ellas siempre se avergüenzan cuando las ven salir de un hostal, sobre todo si lucen decentes. A lo largo de su carrera en el rubro de transportes, había recogido pasajeros de todo pelambre en la puerta de los hostales: homosexuales, lesbianas, púberes, tríos, y hasta señoras que podrían pasar por dulces y católicas abuelitas.

Trató de no pensar en la felicidad ajena y se concentró en su propia miseria. Hace mucho tiempo que se sentía desanimado. Las discusiones con su mujer cada noche le enfermaban tanto que prefería hacer doble turno. No soportaba su voz, su rostro, la manera de sentarse en el mueble a ver las novelas ocupando la única espuma en buen estado con su inmenso trasero. Cuando se enamoró de ella nunca imaginó que algún día se llegaría a cansar de respirar su aliento cada noche. Casi sin darse cuenta, descubrió que nada le ataba a ella más que la certeza de saber que sólo se tenían el uno al otro, y la firme convicción de que los años transcurridos pesan más que cualquier deseo de libertad.

Por su puesto que tenían una hija. Una hija cuyo recuerdo se había convertido en el único momento de sosiego entre ambos. Los domingos, cuando visitaban su nicho en el cementerio, se quedaban callados, tomados de la mano, como si temieran que ella pudiera ver cuánto se detestaban. Pero al salir del camposanto las peleas se reanudaban con más fuerza, como desquitándose por haber parado un poco.

Por eso, la escena de amor que presenciaba desde el espejo le parecía patética. Muestras de atención melosa y febril que suele confundirse con amor, y que no son mas que restos de mutua gratitud tras una sorda satisfacción biológica. Como cuando uno termina de darse un banquete y luego eructa con placentera fruición.

¿Qué saben ellos de amor? ¿Podría ella amarla si él perdiera su trabajo? ¿Podría él seguir susurrándole mieles al oído si ella se convirtiera en una cerda que se pasa en la sala viendo novelas y repitiéndole que es un fracasado?

Cuando trabajaba en la fábrica también era feliz. Pero nada es para siempre, aunque dure veinte años. Un día te enamoras de una mujer, la llevas al altar, viven años maravillosos en la casita que compraron para convertirla en su nido de amor y de pronto un día despiertas y estás en la calle: sin empleo, sin dinero y con una deuda tan grande como la decepción de la mujer que juró amarte en las buenas y en las malas. Ahora no podía decir en las fiestas que su esposo era gerente en la fábrica de textiles. Ni siquiera había dinero para pensar en asistir a una. Cuando sus amigas lo veían llegar y guardar su motocarro, ella se excusaba diciéndoles que era algo temporal.

La voz de su pasajero lo sacó de sus pensamientos. Al parecer se habían acordado de un chiste y querían compartirlo con él.

- Mi esposa quiere saber si usted es casado - comentó.

El chofer sonrió por cortesía y respondió.

- Sí.

Ambos pasajeros volvieron a reír, y continuaron murmurando entre ellos. La chica ya no parecía avergonzada. En todo momento él la rodeaba con sus brazos, como si la protegiera del viento helado.

- No hay nada más lindo que tener a alguien que nos quiera ¿no lo cree? - Dijo en voz alta, luego de acomodarse para abrazarla mejor.

- Eso sí no sé, mister.

- ¿Cómo? ¿No dijo usted que es casado?

- Sólo quise a una persona con toda el alma, y ella está muerta. Mi hija Miriam.

- ¡Ah caramba, qué pena! ¿Y cómo murió?

- Un accidente de moto - respondió en tono cortante.

El chofer dejó de oír risas por un momento. Conocía aquel silencio. Era el silencio de la compasión. No se sentía con ganas de contar su historia.

- ¿Y ustedes? - replicó de pronto, cambiando su tono de voz - ¿Cuánto llevan juntos?

- Hace tres años que prometimos amarnos para siempre. Cuando la vi me enamoré inmediatamente de ella. Al principio no quería darme la oportunidad, y era natural. Yo era un hombre hecho y derecho y ella apenas una estudiante. Me costó mucho convencerla de que estaba soltero y sin hijos. Me costó mucho desprenderla de los prejuicios que le impedían verme como hombre. Pero cualquier esfuerzo era nada comparado con la recompensa de tenerla en mis brazos. Sé lo que está pensando, amigo: este tío sólo es un viejo verde al que le gustan las chibolas; pero créame: he pasado toda la vida esperando a la mujer adecuada y al fin la encontré.

- Yo no pienso nada, mister. Cada uno es libre de encontrar la felicidad a su manera mientras no haga daño a nadie.

- Bien dicho ¿Y qué me dice de usted? ¿A su esposa no le molesta que trabaje hasta tarde?

- A mi señora lo único que le importa es que la tenga como una reina aunque para eso tenga que vender mi sangre.

- Como debe ser. Ellas son las reinas del hogar y nada debe faltarles.

El chofer le clavó los ojos a través del retrovisor.

- Mire señor - replicó- lamento contradecirlo, pero usted apenas lleva tres años con su conjunta y puedo augurarle un par de años más de felicidad. El primer lustro de matrimonio es lo más lindo. Seguro que se comunican mucho y se consultan todo antes de tomar una decisión. Seguro que cuando usted sale a trabajar piensa toda la mañana en ella y cuenta las horas que faltan para regresar a casa, colmarla de besos y comer juntitos, intercalando suaves caricias entre cada bocado. Seguro que cada noche, cuando se acuesta con ella y la rodea con sus brazos por la espalda como ahora lo está haciendo, piensa en lo vacía y triste que era su vida antes de conocerla y hasta se pregunta cómo pudo vivir sin ella. Entonces la abraza con más fuerza y le susurra “dónde has estado todo este tiempo, amor”. Ella entonces voltea y acaricia su mejilla con la suya, cerrando los ojos, y usted piensa que nunca, nunca, nunca podrá ser más feliz como en ese instante. Quiere que todos se enteren de lo pleno que se siente. Cuando la lleva a las fiestas la toma del brazo, le tiende el asiento, le dice a sus amigos cuánto la ama tantas veces que empiezan a sentirse miserables. A veces se cree protagonista de una novela de América y cuando va por la calle piensa que no hay más que ustedes dos, y que el mundo entero es apenas un accesorio de la historia de amor que ustedes creen representar.

Notó que el pasajero empezaba a incomodarse, pero no dejó que le interrumpiera.

- Pero al final es sólo eso. Una representación. Paulatinamente, como los granos de arena que se desprenden de las enormes pirámides, el amor mutará en algo peor. ¿Alguna vez ha deseado algo con toda el alma? Cuando era adolescente yo quería una cámara fotográfica. La vi en la tienda de la esquina, era preciosa: flash incorporado, a pilas, lente ajustable, pequeña como la mano de un niño. Desde que la vi no pensé en otra cosa que en la manera de comprarla. Salí a buscar trabajo y lo encontré en una fábrica textil. No sabía nada de remalladoras, agujas ni máquinas de coser, pero mentí para que me dieran el puesto de obrero. La cámara lo valía. Su precio eran tres sueldos míos, y tres meses era el plazo que el dueño de la tienda me daba para comprarla. En casa tuve que mentir diciendo que no había encontrado trabajo, porque de otro modo mi padre me hubiera obligado a colaborar con los gastos del hogar. Casi repruebo el quinto año porque a las cinco tenía que escaparme para entrar a las seis a la fábrica. Llegaba a casa después de las doce, exhausto y dispuesto a recibir las reprimendas de mamá que empezaba a creerme un vagabundo. Pero la cámara lo valía. Al salir al colegio pasaba por la tienda y me aseguraba que estuviese aún en la vitrina, esperándome. Luego de cobrar mi tercer cheque corrí a la tienda a rescatarla. Cuando la tuve en mis manos fue como si hubiera encontrado mi corazón. Andaba con ella a todas partes, mostrándosela a todos, orgullosísimo, tomando fotos aquí y allá. Pero un día descubrí que sólo era una cámara de aficionado. Había que correr manualmente el rollo por cada foto y el famoso lente ajustable sólo tenía tres modos: paisaje, retrato y poca luz. Me di cuenta que me había fijado en un diseño, en un color, en el cumplimiento de una meta trazada, pero nunca me tomé el tiempo de evaluar si valía la pena comprarla o no, funcionalmente hablando. En menos de un año, aquel aparato fue a descansar en mi baúl de cosas viejas, junto a mi Pantro y mi Robotech.

El chofer hizo una larga pausa, como si examinara lo que acababa de decir.

- Por su puesto que una mujer no es una cámara fotográfica. Con ellas el desencanto tarda un poco más en aparecer. Y no hay mejor lente para ver las imperfecciones que el matrimonio. Por muy enamorado que uno esté, al final el matrimonio se encarga de limpiarnos los ojos, abotagados de tanta miel. ¡Que lindo que tu enamorada te sorprenda llevándote unos triples de jamón y queso recién preparados! Pero si un día llegas hambriento de trabajar ¿te gustaría que tu esposa te salga con esa “sorpresa”? ¡Qué lindo que tu enamorada acepte salir a comer contigo! Pero si un día llegas cansado y tu esposa te dice que no cocinó nada y que quiere cenar fuera ¿te parecería lindo? ¡Que lindo que tu enamorada te presente a sus padres y te haga parte de su familia! ¡Qué malo que tu esposa quiera traer de visita cada sábado a su madre! ¡Qué tierna se ve tu enamorada con la cara llena de harina, tratando de prepararte un keke, pero no sería tan tierna si fuera tu esposa y se tratara del pastel de la fiesta de tu hijo, cuyos invitados esperan ansiosos en la sala! ¡Qué dulce es cuando salen a pasear, no te pide nada y eres tú quien tiene que ofrecerle algo! ¿Quieres pollo o hamburguesa? ¿Quieres ir en motocar o prefieres que caminemos? Lo que quieras, amor. Qué triste es cuando llegas a casa y sólo escuchas los reproches de tu mujer quejándose de la miseria que le das para el mercado. Qué lindo recordar cuando te dio el sí en la Iglesia. Qué triste escucharla decir que se arrepiente de haberse casado contigo. ¡Qué lindo cuando tu enamorada te hizo sentir el hombre más amado del mundo! Qué triste cuando tu esposa te cree un fracasado porque te echaron de tu puesto en la fábrica y tienes que motocarrear veintitrés horas al día para que puedas mantener su nivel de vida, con una hija que era tu orgullo pero que hoy, siendo adolescente, apenas sabes donde anda y que encima te odia porque nunca estás allí y ahora está muerta.

Cuando se detuvo, vio que ambos lo escuchaban absortos y se sintió mal por ello. La chica, que hasta ahora permanecía oculta bajo sus cabellos y detrás de los bíceps de su hombre, tenía la mirada tan refulgente como la de los felinos en una noche oscura. Le pareció que murmuraba algo, como si lo juzgara desde la comodidad de su asiento posterior. Hubiera querido preguntarle si tenía algo que decirle, pero de pronto estaban riendo otra vez, serenos, distraídos, mirando la hilera de chozas que desfilaban ante ellos. Decidió entonces dejar de meterse en asuntos ajenos y concentrarse en la cimbreante carretera. Es lo que debió hacer desde el principio: conducir en silencio, sin pensar nada más que en la tarifa.

Pero había algo en sus pasajeros que le molestaba. Dentro de su corazón egoísta aún sentía nauseas por la felicidad ajena. Para variar, su esposa tampoco desaprovechó la oportunidad para culparlo de alguna forma por la muerte de su hija.

- ¿En qué sentido?

- ¿Disculpe?

- Dijo usted que su esposa lo culpó de la muerte de su hija. ¿Cómo así?

- ¿Pero qué está diciendo? Ni siquiera abrí la boca.

Por un momento pensó que estaba volviéndose loco, pero inmediatamente recobró la compostura. Tal vez eran demasiadas horas frente al volante. Necesitaba descansar. Notó que sus brazos estaban acalambrados y apenas podía sentirlos. Este será mi último viaje, pensó. Ya no puedo más. La pareja empezó a tener recelos, como si fuera un desquiciado. El chofer no podía dejar de mirarlos a través del espejo. ¿Quiénes eran? Nunca los había visto ¿Por qué el camino al aeropuerto se hacía lento y pesado?

- ¿Cuántos años tenía? - le preguntó nuevamente el pasajero. Él no pudo dejar de responder.

- Dieciséis. Era una linda muchacha. Desgraciadamente su madre le metió esas ideas en la cabeza. Consíguete un buen marido que te haga feliz y tenga plata. Arréglate, píntate, sé coqueta y tendrás los hombres a tus pies. A mi no me parecía bien que se vistiera como una puta y se quedara hasta tarde en las noches. Un sábado le di una bofetada. Eran las dos de la mañana y la sorprendí en la Plaza de Armas, ebria y sola. Le dije que nunca más saldría de su cuarto y ella respondió que me odiaba con toda el alma. Toda la semana no nos hablamos. El sábado siguiente se escapó a una fiesta y cuando llegó de madrugada, me dijo que estaba enamorada y se iba a casar. Podía sentir su aliento a licor desde el otro extremo de la sala. Su madre dio un brinco y preguntó cómo era él. Yo le dije que si se casaba sólo para largarse nunca sería feliz, pero no me escuchó. Se dio media vuelta y subió a su moto. Fue la última vez que la vimos con vida.

De pronto, la chica, que hasta entonces se había mantenido en silencio, le gritó:

- Eso no fue lo que me dijiste.

El chofer sintió vértigos, como si los recuerdos se mezclaran con la realidad. Giró el torso para mirarlos pero el vehículo trepó sobre el sardinel central de la avenida y se volcó antes de que pueda asimilar lo que le sucedía.

Cuando recobró el conocimiento vio que nadie había acudido aún a auxiliarlos. Levantó el motocarro con rapidez, mirando varias veces al rededor suyo, pero solo halló al hombre sentado al borde de la acera, llorando, tomándose de la sien y balanceándose.

- ¿Donde está? - le gritó el chofer, casi suplicante.

Su pasajero no cesaba de llorar.

- ¿Donde está ella? ¡Dígame!

- En casa. Lléveme a casa por favor.

- Está bien. ¿Dónde vive?

El pasajero levantó la mano y señaló hacia paredón color verde con una pequeña puerta en la parte lateral. Estaba como a cincuenta metros de allí. Le ayudó a levantarse y lo llevó casi cargando. Sus quejidos no hacían más que desesperarlo. Cuando el fin llegaron, lo sentó en las escalinatas de la puerta y tocó el timbre. Inmediatamente unos perros empezaron a ladrar, las luces del interior se encendieron y escuchó que la llave giraba en la puerta. Se preparó para lo peor. Una señora anciana pero robusta, vestida de bata y sandalias, se apareció bajo el umbral.

- Alvaro, estaba preocupada por ti - le dijo mientras trataba de levantarlo, creyéndolo herido. Ambos lo condujeron a la sala y lo acostaron en el mueble. Inmediatamente se quedó dormido.

La mujer se fijó en el rostro pálido del chofer y luego lo examinó de pies a cabeza.

- Gracias por traerlo, estaba preocupada por él. El doctor le prohibió salir de casa, pero hoy tuve que salir al mercado y se escapó.

- ¿El doctor?

- El siquiatra. Si es que hizo o dijo algo que le incomodó, le ruego que no lo tome en cuenta.

- ¿Qué problema tiene?

La mujer bajó los ojos como si se disculpara con aquel extraño.

- Hace tres años que su novia falleció en un accidente de moto. La quería mucho. Desde entonces no ha podido superarlo. Él...actúa como si estuviera viva. La trae a la casa, la llama por teléfono, los viernes la invita a cenar y tenemos que reservarle un asiento y un plato de comida al lado de él.

La anciana miró a su sobrino dormido y trató de relajar su garganta, luego continuó.

- Se me parte el alma cuando le veo así, sonriente, hablándole al vacío, cuando acaricia el aire y dibuja su rostro con sus manos, cuando la abraza haciendo un circulo con sus manos y le susurra al oído...

De pronto ella notó el motocarro estacionado cerca de ahí.

- ¡Ah! Disculpe ¿Cuánto le debo? - preguntó metiendo la mano en los bolsillos de la bata.

- Nada - le dijo. ¿Cómo se llamaba su enamorada?

- Miriam. Era una buena muchacha. Dicen que cuando le contó a su padre que se iba a casar puso el grito en el cielo y la echó de la casa. La pobrecita estaba tan perturbada que rodó con su moto por una zanja recién abierta.

La anciana cerró la puerta y giró la llave. El chofer se quedó un rato más en la vereda, tratando de adivinar las siluetas a través del vidrio catedral de la puerta, pero luego las luces se apagaron. Se convenció de estar loco. Tal vez los recuerdos de la noche le habían afectado sobremanera. Mucho más de lo que imaginó. Encendió su motocarro, cuyos faros estaban inservibles, y manejó lento, hurgando las calles con detenimiento. No vio a nadie más.

Abrió la puerta del garaje y metió la nave en él. Se sentó en el comedor y empezó a llorar en silencio. ¡Cuánta fe necesitaba para creer lo que acababa de pasar! Había tantas cosas que desconocía de su hija que le gustaría pensar que sí era ella, que el amor es capaz de vencer a la muerte y que a veces venía aquí, a la casa, a escuchar sus irremediables lamentos por las cosas horribles que le dijo aquella noche.

Entró a la sala y vio a su mujer profundamente dormida con el televisor prendido, el cenicero en una mano y el control en la otra. Se acercó a ella despacio, le quitó los objetos y le acomodó los pies sobre el mueble.

Advirtió de pronto que no era una cenicero lo que tenía en sus manos. Su vieja cámara fotográfica, casi olvidada, casi inservible, se balanceaba entre los dedos de su mujer. Aunque la recogió con delicadeza, inmediatamente despertó.

- ¿Qué haces? - le preguntó ella, como si lo hubiera sorprendido tratando de matarla.

- Sólo estoy recogiendo la cámara antes de que se te resbale.

- ¿Tu cámara? ¿Para qué sacaste esa carcacha de la azotea?

- ¿Tú no la trajiste?

- ¡Sabes que tengo miedo a los murciélagos del cielo raso!

Él tomó el aparato, lo examinó durante largo rato como si fuera una joya valiosa y luego suspiró, mirando hacia la ventana.

- ¿Quieres ir a dar una vuelta?

- ¿No tienes que ir a trabajar?

- No. Hoy quiero estar contigo - replicó, como si fuera la primera vez que dijera eso - ¿A donde quieres ir?

- No sé. ¿Tienes plata?

- Tú solo dime.

- Quistococha

- Pues vamos a ver a los otorongos. Y trae la vieja cámara. Hay cosas que nunca pasan de moda.

- ¿Estás llorando?

- No, amor, no - replicó mientras se limpiaba los ojos- Es sólo que ahora veo las cosas con una luz distinta.

2 comentarios:

  1. omg! fue tan chevere, me dejó O_O me recordó a mis viejos =/

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  2. Esta espectacular la historia! me engancho desde el principio hasta el final y hubo detalles muy inesperados. Felicitaciones! Merece tener mas comentarios definitivamente.

    J

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