domingo, 17 de mayo de 2009

MÚSICA


Corría el año de 1987. Los motocarros sólo tenían dos asientos, aún circulaban los taxis amarillos, las motos chalys eran todo un furor, y el raspadillo de molino verde era tan popular como el triciclo de D´onofrio hoy en día.

Mi madre aparece en el umbral de la casa, con una enorme caja en la mano. Yo sospecho lo que es, pero me resisto a creerlo. Mi padre extrae de ella un enorme órgano de cinco octavas marca Casio, lo instala con esmero y luego me lleva de la mano al asiento para que lo pruebe. Tenía seis años.

Campanero, campanero, ding-dong-dang, ding-dong-dang, toca la campana, toca la campana, ding-dong dang, ding-dong-dang.

Mi madre aplaudió como una loca y me besó la frente mientras mi padre me estrujaba entre sus brazos. Ese día empezaría a recorrer el largo camino del músico aficionado.

Pocos meses después tocan a la puerta. Al abrir, me encuentro con un anciano en su bicicleta. Me sonríe. Me dice que es mi profesor de piano. Arrastra una pierna. La tiene más pequeña por la polio. Mis padres le hacen pasar y a mí me llevan hasta el teclado para que el maestro compruebe mis aptitudes.

Los pollitos dicen, pio-pio-pio, cuando tienen hambre, cuando tienen frío.

Mi madre sonríe orgullosa, el anciano sonríe escéptico. Va a ser un largo camino, dice. El maestro Luis Arrarte empezó a venir tres veces por semana a mi casa. A mis seis años, el viejo me intimidaba. Tenía unos pelos enormes que le salían por la nariz y las orejas. Usaba una camisa de yute y olía a viejo pero en serio. Empezó enseñándome el pentagrama, las notas, el valor de cada una, y a ejecutar escalas simples. Era un cascarrabias. Varias veces se me hacía un nudo en la garganta cuando me gritaba (luego de haberme matado ensayando toda la semana) que soy un sicario de la música.

Y no era que yo me quedara tranquilito escuchando sus filípicas. Varias veces intenté sabotearlo. Llenaba de tachuelas la rampa para que cuando pasara con su bicicleta se le reviente una llanta, alteraba el transformador del teclado para que no funcionara, hasta bajaba la llave de la luz para decirle que no había corriente. Un día mi padre me sorprendió haciendo esto último. Yo ya me encontraba en la puerta atajando a mi maestro, contándole la triste noticia de la falta de corriente, cuando de pronto las luces se encendieron. Mi padre me llamó a un lado y me dijo que si lo volvía a hacer me borraría la raya a punta de nalgadas.

A pesar de todo, a medida que pasaban los meses fui adaptándome a su ritmo de trabajo y su manera de ser. Dejé de oponer resistencia y permití que me condujera por los vericuetos de teclado. De las partituras de escalas pasamos a los libros de Czerny, luego a obras completas adaptadas para niños. Lo que no me gustaba (aparte de su aliento a cigarro) es cuando sacaba un libro apergaminado, que guardaba como oro en polvo. Era el Libro de Solfeos, publicado en 1940 y cuyas páginas quebradizas me provocaban pavor, pues significaba que tendría que cantar. Tomaba el libro en mis manos y empezaba a recitar cada nota mientras él movía las manos haciendo el compás de cuatro tiempos. Era vergonzoso, sobre todo porque a veces había visitas y tenía que dar mi lección de solfeos delante de ellas.

Nunca olvidaré el día que aprendí mi primer vals completo: Sobre las olas. Luego de tonaditas insulsas que más servían para ejercitar los dedos que para otra cosa, por fin el maestro me dejaba interpretar a un compositor consagrado. En pocas semanas ya había dominado la partitura entera y, saltándose el procedimiento establecido, decidió enseñarme la siguiente gran pieza: El Danubio Azul, de Strauss. Tenía ocho años.

Ya había dado mi lección de la primera de las cuatro partes, con aplausos del público casero y entusiastas elogios del maestro, cuando aquel día, sin saberlo, se despidió por última vez. Una neumonía lo llevaría a descansar para siempre dos noches mas tarde.

Estaba devastado. Yo, que había querido que no regrese nunca, me encariñé tanto con el maestro que de pronto me senté a llorar sin consuelo. En vano trate de terminar las piezas restantes. Mis dedos aún eran torpes y mi conocimiento exiguo. Extrañaba sus indicaciones, no importa que vinieran sazonadas con gritos e insultos. Las tardes se volvieron vacías. La hija del maestro nos contó que los últimos días estaba muy enfermo, y que por la fatiga había decidido deshacerse de todos sus alumnos, menos de dos. Yo era uno de ellos.

Pasaron los años y desde entonces he aprendido tantas cosas. El teclado se volvió una afición obsesiva, compraba discos y colecciones de música clásica para piano, aprendí a interpretar algunos nocturnos de Chopin, me enamoré de la prodigiosa música de Mozart, del inescrutable talento de Beethoven, del poderoso mensaje de Tchaikovsky. Pero siempre, cuando la noche me cogía deprimido, ejecutaba el antiguo vals Sobre las olas, y era lo único que hacía que mi vida fuera soportable.

El maestro era un hombre de bien, que probablemente habría tenido mejor suerte de haber nacido en otro país, donde el arte es mejor apreciado. Se ganaba la vida manejando su bicicleta con una pierna mala, volando de casa en casa para enseñar a niños mimados o adolescentes conflictivos. Por mucho menos los ancianos con sus limitaciones salen a las calles a pedir limosna, pero él se daba el lujo de tener una vida cálida. A veces le veía en los programas locales ejecutando una pieza clásica A veces lo veía salir del billar, siempre con su bicicleta vieja. Nunca faltó a una clase y murió sin dejar un centavo de herencia, aunque su legado es infinito.

Mis padres me llevaron al entierro. También ellos aprendieron a estimarlo. Cuando regresé, busqué en mis cajones y saqué el libro de solfeos. El viejo nunca se desprendía de él, pero la última clase llovía y me pidió que lo guardara con mucha cautela. Ahora me pertenecía para siempre. Con sumo cuidado, abrí sus páginas como si fueran delgadas hojas de cristal y empecé a cantar como si estuviera presente. Por un instante imaginé que estaba frente a mí, agitando las manos en el compás de cuatro tiempos, dándome indicaciones para mejorar y gritándome furioso que era un sicario de la música. Y tal vez un sicario de maestros.


2 comentarios: