domingo, 24 de mayo de 2009

MI SERIE ROSA


No tengo ganas de escribir. Estoy depre. Los dejo con un fragmento de una novelilla que escribí hace tres años y que aún espera ver la luz. Está un poco subida de tono, así que no es apta para menores de edad (Jo y Lalinka, cierren los ojos, humm).

Para que la entiendan mejor (si cabe) está ambientada en 1999, en la Universidad de San Marcos y alrededores. Época en la que protestábamos por el chino rata y todo lo demás.

En fin. Quisiera un abrazo...

Capítulo VII

Teníamos que dar diez soles cada uno por la bandera, me lo comunicaron no bien bajé las escaleras de la entrada principal. El secretario de grupo, un flaco al que decían Baqueta, se quedó esperando a que revise mis bolsillos. Esa actitud casi hamponesca terminó por molestarme y lo dejé plantado para dirigirme al Lechuza.

- Esto cubre la bandera y todas las contribuciones futuras - le dije extendiéndole los cien soles que Bernabé me había dado- Como sabes, los exámenes están cerca y tengo que estudiar, así que no podré estar con ustedes todo el tiempo.

Él me miró desconfiado, pero recogió el dinero y me estrechó la mano diciendo que si tenía problemas no dude en llamarlo. Por la tarde compraron la banderola, se reunieron como siempre en la Plaza Bolívar y desde allí marcharon a Palacio, exigiendo la renuncia del dictador. Cuando intentaron desplegar su bandera a lo largo de la reja, la policía no lo permitió. Era de importancia vital que se leyera el mensaje, que los periodistas tomen fotografías y comenten, pero los uniformados empezaron a arrebatar la tela y hacerla jirones. Los jóvenes del pueblo protestaron, insultaron, patearon y se armó el bochinche. En medio de gritos y forcejeos, una piedra se estrelló en la nariz de un uniformado y éste cayó inconsciente, encharcado en sangre. Fue entonces que conocieron la verdadera brutalidad policial. Por la televisión pude ver al Lechuza, al Baqueta, a Miguel y a Federico capturados, levantados entre cuatro para meterlos al patrullero, con las cejas abiertas y los pómulos moreteados. La reportera informó que en sus mochilas se encontraron botellas de gasolina y propaganda senderista. Lo decía mientras pasaba imágenes de San Marcos en los años ochenta y el testimonio de un experto acerca de la peligrosa influencia de la ideología comunista en los jóvenes de hoy, que debemos estar atentos y otras afirmaciones por el estilo. Cuando acabó el circo, pensé en mis compañeros y en lo que Bernabé me dijo.

En la facultad se convirtieron en héroes, se hablaba del atropello y exigían justicia, se escribían cartas, se organizaban marchas, aunque siempre de la boca para afuera, pues cuando yo conversaba en confianza sobre el asunto me decían que bien merecido se lo tenían y que estaban hartos de los terrucos. El único que se expresaba libremente era Ivan, mas nadie le hacía caso. Yo intenté acercarme a él pero desgraciadamente entendió que lo hacía sólo porque mis amigos estaban en la cárcel, y me mandó a peinar calaveras.

Entonces, se corrió la voz de que habían sido traicionados por un soplón, y las coincidencias me acusaban. El Lechuza se devanaba los sesos pensando qué había salido mal, ¿porqué la policía no los dejó colgar su bandera cuando tantas veces lo habían hecho antes? ¿porqué lo hicieron sin siquiera leer lo que estaba allí escrito? ¿por qué Martín se retiró del grupo un día antes de ser arrestados? ¿Porqué le dio cien soles cuando la cuota era de diez; de dónde sacó dinero si él anda misio? y si estaba enfermo, ¿por qué se quedó en la universidad hasta la noche?

Para entonces yo trataba de aprobar el semestre con buenas notas y me estaba yendo mal en el intento. El curso del profesor Salazar resultó ser el más difícil. Sus separatas eran de al menos cincuenta hojas, tocaban temas bastante complicados que simplemente nos ordenaba leer sin explicarnos, y si algo no entendíamos era porque somos demasiado flojos o demasiado brutos para la carrera. Le puse tanto empeño que llegué a aprobar con quince, a sólo un punto de la nota mas alta (obviamente la de Ivan).

El mayor premio fue escuchar las felicitaciones de Marilyn, una flaquita que me hacía soñar. Siempre bonita y arreglada, siempre educada, cabello largo, ojitos de miel, cintura breve, carita tierna. Cuando me pedía que le preste mis apuntes era como si me acariciara con su voz. El día de su cumpleaños nos pusimos de acuerdo para llevarla a bailar al bar que está frente a la universidad, en la avenida Venezuela, y entre todos le regalamos una caja de cerveza. Porque sépase que Marilyn no era de esas chicas melindrosas que fingían hacerle ascos a la cerveza. No. Ella tomaba como cosaca, y cuando el licor se le metía bien en las venas se veía más linda aún.

Como era un día de semana, mis amigos y yo fuimos los únicos en el local. Todos sabían que estaba detrás de ella así que era el momento perfecto para el corralito. Venía Susie, tomaba nuestras manos y nos arrojaba a la pista de baile en medio de vítores. Bailábamos sin mirarnos, escuchando a los Ronish, amigos traigan cerveza quiero tomar para olvidar, luego me sentaba y olía el crudo aliento de Willliam sugiriéndome aprovechar el momento. Aprovecha huevón que está borracha. ¿Declararte? oe Remy, dice que no se ha declarado todavía...esas son huevadas cuñao. ¿Qué puta tienes tú, o sea que si la tienes en tu cama con su conchita abierta le vas a decir que no puedes cacharla porque no te has declarado? La imagen de esas palabras me excitaron ¡Qué huevón eres! ¿No ves que se muere por ti?

Ella me alcanzaba la cerveza y ellos cambiaban de tema, ella se recostaba en mi pecho y ellos me hacían gestos desesperados, que la tome del mentón, que le acaricie las mejillas, que la bese de una buena vez para que puedan sentirse hombres, carajo. Hasta ensayaron entre ambos para mostrarme. Maricones. La música sonaba más alta lacerando mis tímpanos, la cabeza me dolía, sentía nauseas, pero decidí hacer lo que ellos querían, lo que yo quería. Marilyn continuaba recostada en mi pecho con los ojos hundidos, la respiración agitada y la cabeza revuelta. Muy lento, levanté su rostro frente a mí y con un hondo suspiro estreché sus labios con los míos, recogiéndolos, mordiéndolos, provocando que todos los testigos estallaran en bulliciosos alaridos, celebrando un triunfo ajeno. Abrí mis ojos y alcancé a ver los suyos entre las luces de colores, justo antes de que vomitara sobre mí.

Apenada, corrió a refugiarse al baño mientras yo gastaba servilletas entre la bacanal. Incómodo por el olor de aquel fluido, me levanté para ir a buscarla y la encontré llorando detrás de la puerta. Al verse descubierta rápidamente se secó las lágrimas y me pidió disculpas. Acaricié su cabeza con ganas de darle un abrazo, pero era imposible. Estábamos sucios. Salimos a la calle furtivos, dejando a nuestros amigos danzar entre botellas a medio consumir.

Afuera volví a besarla, secando sus lágrimas. Nos abrazamos, nos consolamos, dejamos que el rocío enfriara nuestros cuerpos y los tornara sedientos de algún refugio. Siluetas de hombres y mujeres, de vehículos y perros desfilaban ante nosotros sin sentido, como ornamentos de una escena, nuestra escena. Y nos quedamos así un largo rato hasta que la tomé de la mano y alquilé un cuarto en el siempre conveniente hospedaje de al lado. Ella entendió. No podía llegar a casa en ese estado, ni yo con ese olor.

Al entrar a la habitación, el aroma artificial del ambiente me recordó a los consultorios. Las sábanas, opacas bajo la luz cansada, no dejaban ver ningún pliegue, cual si fueran láminas de aluminio. El piso estaba alfombrado y se sentía extraño debajo de las suelas. También había una mesa de noche y una lámpara de campana que no encendía. La ventana daba a una oscura callejuela de tierra sobre la que paseaban algunos individuos aprovechando la oscuridad para ganarse unas monedas. Recuerdo cada detalle porque estaba ansioso, para qué mentir. Me quité la camisa y la remojé en el baño fingiendo concentración, pero la espiaba. Se había sentado en la cama y paseaba sus ojos por las paredes rosadas, esperando su turno, cómoda y cansada. De vez en cuando me contemplaba y sonreía, de vez en cuando le sonreía y contemplaba. Levantó el cuello, se arrimó el pelo haciéndose una cola y empezó a desabotonarse la camisa. Yo tragaba el exceso de saliva y mi respiración se agitaba a medida que sus manos iban pronunciando ese escote. Se la quitó completa, descubriendo un tierno sostén de copa breve, adecuado para su delicado cuerpecito. De pronto sentí que al agua me caía en los zapatos y me apresuré a cerrar el caño. Cuando volví a mirarla estaba junto a mí, puso su camisa en el lavatorio y me llevó a la cama haciendo que me quite los jeans. Dudé, pero sus ojos me llenaron de certezas. Después de todo ¿para qué negar sus deseos? Yo me moría por verla desnuda. Tenía tanta curiosidad por explorar su cuerpo finamente tallado que no me contuve y empecé a desabrocharle el pantalón mientras ella se recostaba mirando hacia el techo, cerrando los ojos y moviendo la cabeza como si recibiera un masaje. La contemplé un instante mágico, luego me acosté a su lado y acaricié su rostro, su vientre, las maravillosas copas, su gracioso calzón de lunares, sus frágiles pies. De pronto, como si mis manos hubieran activado algún poderoso sensor, alguna emoción oculta, me tomó del cuello y me apretó contra sí, metiendo sus delicadas manos bajo el calzoncillo que me estrechaba cada vez más. Nos pusimos de rodillas sobre la cama sin dejar de besarnos, dicho mejor, de comernos, ella despojándome de mi única prenda y yo luchando con los broches de su sostén. Tuve pánico de hacer el ridículo y los arranqué con fuerza fingiendo pasión desmedida. El momento más sublime fue cuando bajé su calzón gracioso y descubrí sus delicados y finísimos vellos casi en mi rostro, como los había soñado tantas veces: negros, desenfadados y con un ligero olor que de inmediato asocié con el placer. Los besé tiernamente, como se besa la cabeza de un cachorro y ella se retorció cosquillosa, empujándome con suavidad mientras se acomodaba otra vez el pelo. Luego se acostó con las piernas abiertas, mirándome, sonriendo, frotándose el tesoro recién descubierto y haciéndome sentir el pirata más dichoso. Yo miraba extasiado la pequeña, rosada, expuesta y resbalosa flor que me mostraba con sus dedos, separando sus vellos mojados. Pensé en las palabras de William. Entonces, la enjaulé con mis brazos a la cama y la penetré. Podía sentir su vagina acariciándome con su estrechez, haciéndome estremecer con cada latido, con cada suspiro, con cada gemido tiernamente exhalado. Podía sentir, como si fuera mío, esa mezcla de placer y dolor que sus ojos reflejaban mientras mi boca sedienta buscaba sus labios suaves, su cuello sudoroso, sus pezones oscuros y redondos que coronaban las pequeñas colinas de su pecho. Podía sentir sus manos en mi vientre y sus piernas atenazándome, controlándome, sujetándome fuerte hasta quedar rendida con un grito profundo y desesperado, que no era un grito de amor, sino la sorda saciedad de un oscuro deseo. Antes del orgasmo quise retirarme, pero ella no dejó que me moviera hasta acabar, agarrándome de las nalgas, disipando mis preocupaciones con sus caricias, con sus besos, con sus manos que me guiaban hasta sus senos, haciéndome estremecer con su lengua sobre la mía, hasta el final.

Acabamos en silencio, ebrios y desnudos. Me quedé dormido y cuando desperté, ella soñaba como un ángel. Amé sus ojos cerrados, sus pestañas circulares, amé su muda sonrisa y la manera en que colocaba la cabeza sobre la almohada. Y pensar que este pequeño y tierno ser que ahora retozaba junto a mí acababa de enseñarme los maravillosos misterios del sexo, las prohibidas cumbres del placer.

Salimos bajo el sol indeciso y caminamos en silencio hasta el paradero, aunque tomados de la mano. Era mejor así. Las palabras hubieran contenido promesas rotas. Ella lo sabía, pero yo no. En ese instante sólo quería que todos los carros de Lima se quedaran sin gasolina para poder explicarle cuánto la necesitaba ahora que le pertenezco, pero sólo pude decir que la pasé muy bien mientras se despedía desde el estribo. Sólo al llegar a casa, descubrí en el bolsillo de mi camisa recién aireada su gracioso calzón de lunares.

Chachachachaaaaannnn si quieren saber como termina la historia adquieran un ejemplar de esta obra. Disponible en librerías, bodeguitas y kioskos esquineros a partir del 3 de Junio del 2055.

Realmente necesito un abrazo :_(

domingo, 17 de mayo de 2009

MÚSICA


Corría el año de 1987. Los motocarros sólo tenían dos asientos, aún circulaban los taxis amarillos, las motos chalys eran todo un furor, y el raspadillo de molino verde era tan popular como el triciclo de D´onofrio hoy en día.

Mi madre aparece en el umbral de la casa, con una enorme caja en la mano. Yo sospecho lo que es, pero me resisto a creerlo. Mi padre extrae de ella un enorme órgano de cinco octavas marca Casio, lo instala con esmero y luego me lleva de la mano al asiento para que lo pruebe. Tenía seis años.

Campanero, campanero, ding-dong-dang, ding-dong-dang, toca la campana, toca la campana, ding-dong dang, ding-dong-dang.

Mi madre aplaudió como una loca y me besó la frente mientras mi padre me estrujaba entre sus brazos. Ese día empezaría a recorrer el largo camino del músico aficionado.

Pocos meses después tocan a la puerta. Al abrir, me encuentro con un anciano en su bicicleta. Me sonríe. Me dice que es mi profesor de piano. Arrastra una pierna. La tiene más pequeña por la polio. Mis padres le hacen pasar y a mí me llevan hasta el teclado para que el maestro compruebe mis aptitudes.

Los pollitos dicen, pio-pio-pio, cuando tienen hambre, cuando tienen frío.

Mi madre sonríe orgullosa, el anciano sonríe escéptico. Va a ser un largo camino, dice. El maestro Luis Arrarte empezó a venir tres veces por semana a mi casa. A mis seis años, el viejo me intimidaba. Tenía unos pelos enormes que le salían por la nariz y las orejas. Usaba una camisa de yute y olía a viejo pero en serio. Empezó enseñándome el pentagrama, las notas, el valor de cada una, y a ejecutar escalas simples. Era un cascarrabias. Varias veces se me hacía un nudo en la garganta cuando me gritaba (luego de haberme matado ensayando toda la semana) que soy un sicario de la música.

Y no era que yo me quedara tranquilito escuchando sus filípicas. Varias veces intenté sabotearlo. Llenaba de tachuelas la rampa para que cuando pasara con su bicicleta se le reviente una llanta, alteraba el transformador del teclado para que no funcionara, hasta bajaba la llave de la luz para decirle que no había corriente. Un día mi padre me sorprendió haciendo esto último. Yo ya me encontraba en la puerta atajando a mi maestro, contándole la triste noticia de la falta de corriente, cuando de pronto las luces se encendieron. Mi padre me llamó a un lado y me dijo que si lo volvía a hacer me borraría la raya a punta de nalgadas.

A pesar de todo, a medida que pasaban los meses fui adaptándome a su ritmo de trabajo y su manera de ser. Dejé de oponer resistencia y permití que me condujera por los vericuetos de teclado. De las partituras de escalas pasamos a los libros de Czerny, luego a obras completas adaptadas para niños. Lo que no me gustaba (aparte de su aliento a cigarro) es cuando sacaba un libro apergaminado, que guardaba como oro en polvo. Era el Libro de Solfeos, publicado en 1940 y cuyas páginas quebradizas me provocaban pavor, pues significaba que tendría que cantar. Tomaba el libro en mis manos y empezaba a recitar cada nota mientras él movía las manos haciendo el compás de cuatro tiempos. Era vergonzoso, sobre todo porque a veces había visitas y tenía que dar mi lección de solfeos delante de ellas.

Nunca olvidaré el día que aprendí mi primer vals completo: Sobre las olas. Luego de tonaditas insulsas que más servían para ejercitar los dedos que para otra cosa, por fin el maestro me dejaba interpretar a un compositor consagrado. En pocas semanas ya había dominado la partitura entera y, saltándose el procedimiento establecido, decidió enseñarme la siguiente gran pieza: El Danubio Azul, de Strauss. Tenía ocho años.

Ya había dado mi lección de la primera de las cuatro partes, con aplausos del público casero y entusiastas elogios del maestro, cuando aquel día, sin saberlo, se despidió por última vez. Una neumonía lo llevaría a descansar para siempre dos noches mas tarde.

Estaba devastado. Yo, que había querido que no regrese nunca, me encariñé tanto con el maestro que de pronto me senté a llorar sin consuelo. En vano trate de terminar las piezas restantes. Mis dedos aún eran torpes y mi conocimiento exiguo. Extrañaba sus indicaciones, no importa que vinieran sazonadas con gritos e insultos. Las tardes se volvieron vacías. La hija del maestro nos contó que los últimos días estaba muy enfermo, y que por la fatiga había decidido deshacerse de todos sus alumnos, menos de dos. Yo era uno de ellos.

Pasaron los años y desde entonces he aprendido tantas cosas. El teclado se volvió una afición obsesiva, compraba discos y colecciones de música clásica para piano, aprendí a interpretar algunos nocturnos de Chopin, me enamoré de la prodigiosa música de Mozart, del inescrutable talento de Beethoven, del poderoso mensaje de Tchaikovsky. Pero siempre, cuando la noche me cogía deprimido, ejecutaba el antiguo vals Sobre las olas, y era lo único que hacía que mi vida fuera soportable.

El maestro era un hombre de bien, que probablemente habría tenido mejor suerte de haber nacido en otro país, donde el arte es mejor apreciado. Se ganaba la vida manejando su bicicleta con una pierna mala, volando de casa en casa para enseñar a niños mimados o adolescentes conflictivos. Por mucho menos los ancianos con sus limitaciones salen a las calles a pedir limosna, pero él se daba el lujo de tener una vida cálida. A veces le veía en los programas locales ejecutando una pieza clásica A veces lo veía salir del billar, siempre con su bicicleta vieja. Nunca faltó a una clase y murió sin dejar un centavo de herencia, aunque su legado es infinito.

Mis padres me llevaron al entierro. También ellos aprendieron a estimarlo. Cuando regresé, busqué en mis cajones y saqué el libro de solfeos. El viejo nunca se desprendía de él, pero la última clase llovía y me pidió que lo guardara con mucha cautela. Ahora me pertenecía para siempre. Con sumo cuidado, abrí sus páginas como si fueran delgadas hojas de cristal y empecé a cantar como si estuviera presente. Por un instante imaginé que estaba frente a mí, agitando las manos en el compás de cuatro tiempos, dándome indicaciones para mejorar y gritándome furioso que era un sicario de la música. Y tal vez un sicario de maestros.


domingo, 10 de mayo de 2009

¿ DIA DE LA MADRE ?


Los días de la Madre son tan deprimentes. No lo digo porque haya perdido a la mía, sino por la campaña mediática que reciben. Si nuestra vida fuera gobernada por los medios, como de hecho lo está, debería sentirme el hijo más miserable del mundo por no haberle comprado un electrodoméstico, un calzado, o por haber permitido que cocine en vez de llevarla a un restaurante exclusivo.

De hecho, mientras escribo esto, en la radio del taller de mi padre canta Leo Dan su trillada canción, y en la tele veo a una mamá con cara de modelo, delgada y blanquísima, sonreír mostrando sus dientes perfectos al recibir una licuadora de manos de su hijo pecoso. Tal parece que los comerciantes saben exactamente cómo se siente una madre, y por lo tanto, lo que la hará saltar de felicidad.

Pero se equivocan, porque si las madres son tan buenas y sublimes, como de hecho lo son, no deberían esperar nada especial de sus hijos, que si han sido buenos con ellas todo el año, con seguir comportándose como siempre será suficiente. Eso lo comprobé cuando le compré un microondas el año pasado, ella lo devolvió a la tienda y me exigió que, antes de estar comprándole tonterías, pague mis deudas pendientes en la universidad. ¿No es adorable? Ya hace dos días nos llamó a mi hermano y a mí para exigirnos que no le comprásemos nada, porque se vienen tiempos difíciles y debemos ahorrar.

Prácticamente vivo con mi madre, la quiero mucho, confío en ella, nunca le falto el respeto ni me ha puesto un dedo encima. ¿Por qué debo hacer algo especial por ella precisamente hoy? ¿Para darle gusto a esos mercachifles del sentimiento ajeno, que manipulan nuestras emociones con una campaña vil y rastrera? ¿Qué saben ellos de lo que la hace feliz? Nunca le he dedicado un poema, desde niño no le regalo una flor, y cada vez que le voy a comprar algo no se lo doy en días como éste, sino cuando menos lo espera. Mi cariño es un sabotaje de lo establecido. Hoy me levanté, le di un abrazo y un beso y nos sentamos a tomar desayuno. Hablamos de todo, como siempre, dejándole en claro que aún la escucho, que aún es importante para mí y su opinión siempre dictará las acciones de mi vida. Luego recogimos la mesa y volvimos a nuestras ocupaciones. Ella estaba encantada porque iba a cocinar carne de cerdo con un frasco de aderezo raro que le regale hace un tiempo. Yo no voy a agasajarla cada vez que me lo diga el calendario, ni voy a disculparme dándole un televisor por los 364 días que la tuve en el olvido. La mejor prueba de lo que afirmo es el cementerio: acabo de pasar por ahí y está reventando de gente. ¿Dónde están esos hijos e hijas el resto del año? ¿Tienen que esperar este día para recordar lo canallas que han sido cuando sus madres vivían para que se vuelquen al camposanto a poner una flor al pie de una lápida fría y descuidada?

Las fechas nunca fueron importantes para mí. Son pretextos para focalizar nuestras atenciones en unos cuantos días, así lo entendió también Anna Jarvis, quien después de haber hecho una agresiva campaña en 1905 para que se reconociera el Día de la Madre, logró que el presidente norteamericano Woodrow Wilson la instituyera en el calendario. Lo que pocos saben, y lo que en aras de los buenos negocios se oculta, es que la propia Jarvis, al ver la manera en que se había comercializado la fecha, torciendo hasta el absurdo los principios que la inspiraban, presentó una demanda en 1923 para que se eliminara el Día de la Madre que tanto había ayudado a crear. Desgraciadamente ya era tarde. Los mercachifles gringos habían visto el potencial de la fecha e iniciaron campañas agresivas para que continuase su celebración. Jarvis incluso fue arrestada por impedir que se vendan claveles blancos en la fecha, claveles que ella había instituido como símbolos de la campaña y que se repartían gratuitamente. Murió completamente arrepentida de su obra.

El tema de los claveles es apenas una anécdota, comparada con lo que pasa hoy en día, en el que no solo se inventan artículos sino también sentimientos. A cambio de unos dólares puedes comprar el cariño de tu madre por un día, para luego refundirla en el asilo hasta el próximo año. Seguramente si Jarvis viviera, volvería morirse de puras náuseas.

Por eso me niego a celebrar el día de la Madre hoy. Me niego a sentirme miserable y tacaño por no regalarle nada. Me niego a que el almanaque me diga cuándo debo ser un buen hijo y los empresarios me digan cómo hacerla feliz. Me niego a torcer mi sana relación con ella para adaptarla a la "normalidad" que representan las novelas, las canciones idiotas y los comerciales basura. Me niego, en fin, a dejar de ser yo.

Maldita sea, sé que no soy un buen hijo y tengo mis errores, pero vamos, no hay nada más rico que hacer algo especial por ella en un día que no sea ni su cumpleaños ni el segundo domingo de Mayo. ¿Lo han intentado? Te sientes como un terrorista de la felicidad comercial.

Y bueno pues, para no desentonar con los que aún creen en la bondad de esta fecha: Feliz día a todas las mamaítas de Iquitos. Y salud a los buenos hijos que se emborracharán en su nombre.

sábado, 2 de mayo de 2009

LA CRECIENTE Y LA POBREZA


Los ojos tristes
el rostro enjuto
los labios trémulos
al caminar
los tiempos idos
que le atormentan
¿a dónde fuiste?
¿por qué no estás?

Su voz te busca
inútil ruego
¡mamá! ¡mamita!
ven pronto ya
la abuela espera
papá no duerme
y los vecinos
bebiendo están.

Sé que las aguas
tan bondadosas
no te han ganado
sabes nadar
sé que eres fuerte
y estás jugando
ya no te escondas
ven a cenar.

Hoy no ha llovido
saldré a buscarte
nuestra canoa
esperando está
aunque la casa
se haya perdido
bajo las aguas
te he de encontrar.

¡Mamá! ¡mamita!
¡mamá! ¡mamita!
dice tu hijo
remando va
mi voz se quiebra
cuando le escucho
decir llorando:
¡aquí no está!

Quisiera hablarle
gritarle ¡basta!
que ya te fuiste
y no volverás
que la creciente
nada respeta
ni la pobreza
ni a tu mamá

Vendrá un alcalde
a tomarse fotos
hará promesas
se marchará
no está en la ruta
de los turistas
un par de esteras
lo arreglarán.

Pero no puedo
todos los niños
merecen madres
a quien amar
si te contara
no entenderías
por eso callo
al verte llorar.

¡Mamá! ¡mamita!
¡mamá! ¡mamita!
dice tu hijo
remando va
mi voz se quiebra
cuando le escucho
decir llorando:
¡aquí no está!