domingo, 30 de noviembre de 2008

EL CARTEL DE NAVIDAD



Los rayos del mediodía calentaban furiosamente la acera de la calle Arica, mientras un hombre y un niño planeaban grandes cosas para el futuro:

- Grabáte bien en esa cabecita de pollo: Casi todos ven en la Navidad una ocasión para holgazanear. Se la pasan rompiéndose el lomo como burros el resto del año para descansar junto a su familia durante las fiestas de diciembre. En cambio algunos, como yo, ven en la Navidad una oportunidad para hacer negocios. Mira a tu alrededor: en ninguna época del año se consume tanto como en ésta. Casi todos tiran el dinero comprando tonterías. Tú y yo vamos a recoger y dar un buen uso a ese dinero.

En ese momento, un conductor se acercó a retirar su moto. El hombre que hablaba le pasó por encima un trapo limpio y cogió los cincuenta céntimos que le alcanzaban.

- Así es muchacho. Vamos a ser ricos.

- ¿Pero cómo tío? ¿Cómo vamos a ser ricos?-preguntó el niño.

El hombre rebuscó en su bolsa de tela deshilachada y sacó medio pliego de cartulina con unas letras bien dibujadas que decían:

SI EL 1% DE LO QUE GASTÓ EN SUS COMPRAS SE LO DIERA A LOS POBRES, NO TENDRÍAMOS QUE MENDIGAR EN NAVIDAD.

-¿Qué significa eso, tío?

-Significa que vamos a conmover a muchísima gente. Ahora, dobla el cartel y vamos caminando por la Próspero. Tenemos que encontrar una tienda llena de consumidores compulsivos.

- ¿Y las motos, tío?

- Saben cuidarse solas.

Anduvieron pesadamente, observando establecimientos de todo tipo. El niño iba más lento, mirando extasiado la variedad de juguetes que desfilaban ante su carita sucia. Ahora que iban a ser ricos, pensó, podía pedirle a su tío que le regalase la colección de los Power Rangers Fuerza Salvaje. Se había portado bien y hacía tiempo que no robaba nada. No se lo negaría.

Mientras tanto el hombre miraba y remiraba. Había tantas personas en la calle que quiso empezar trabajar ahí mismo, pero luego se dio cuenta de que la gente andaba con demasiada prisa como para leer su cartel. Tenía que esperar a la salida de alguna tienda. Llegaron por fin a la puerta de un supermercado. Habían muchas cajas registradoras, cada una con una cola interminable; gente gritando para hacerse escuchar; luces navideñas en todo el interior, y de fondo, una canción de José Luis Perales. El hombre sonrió.

- ¿Ves lo que yo veo, muchacho?

-Sí tío... ¡Chocolates!

-Oportunidades, hijo. En unos minutos, parte del dinero de estos ricachos estará en nuestros bolsillos. Y lo más gracioso es que no tendremos que robárselo. Ellos mismos nos lo entregarán. Bien, párate ahí mientras te cuelgo el cartel.

El niño se puso en posición de firmes viendo cómo su tío le amarraba al cuello la soguilla que sostenía la cartulina. Ahora que lo tenía cerca, podía ver las profundas líneas que le surcaban el rostro ennegrecido y grasoso. El cabello largo y entrecano le resbalaba por toda la frente; y los ojos, que rara vez se detenía a mirar, parecían perdidos en algún sueño lejano. La vejez y la pobreza le habían castigado tenazmente.

- Cuando empecemos, estarás aquí y yo estaré por allá vendiendo los caramelos - dijo el hombre -Si no me compran a mí, colaborarán contigo. Como sea ganamos igual. Ahora, es necesario que finjamos no conocernos para que todo sea más real. ¿De acuerdo?

- ¿Significa que no podremos hablarnos?

- Así es.

-¿Y si quiero ir al baño?

- Me haces una señal y entras a la tienda. Ahora dime: ¿Donde está tu latita?

- La metiste en la bolsa, tío.

- Ah! Es cierto - dijo mientras la buscaba-. Toma. Nos vemos en una hora.



La gente entraba y salía sin parar pero muy pocos se detenían a mirar el cartel, y los que lo hacían simplemente sonreían y continuaban su camino. Otros se quedaban un momento reflexionando, pero al final también se marchaban. Una niña como de su edad se acercó y le mostró sus pulseras luminosas. Estaba tan limpia y bien vestida, que se creía sin derecho a tocar nada de ella con sus manos sucias. Ella le invitó la bolsa de piqueos que venía comiendo y él cogió unos cuantos rápidamente. De pronto su madre se acercó gritando:

- ¡Andrea! ¿Qué haces?...no comas eso...si ya le metió la mano...ven - dijo inclinándose y cogiéndola de las muñecas- regálale, que en la casa te compro otro.

La señora cogió la bolsa, se la dio al niño y corrieron hacia la moto que las aguardaba.

Al poco tiempo salió otra señora con dos pequeños cargando paquetes inmensos. Mientras abordaba el motocarro, distraídamente se puso a leer el cartel; luego miró al niño, sonrió con ternura y se acercó a poner un sol en la latita.

- Gracias señora. Feliz Navidad - dijo el niño sonriendo.

Cuando se marchó pensó que vieja más tacaña. Eso no era ni el uno por ciento de tantísimo paquete. Miró a su tío y éste le mostró los pulgares en alto; se encogió de hombros y continuó mirando a los clientes. En la caja, un señor alto y delgado abrió su cartera y sacó muchos billetes. Jamás había visto tanto dinero junto. La cajera le sonreía, el muchacho que embolsaba la mercadería también, pero él debía estar triste porque no les devolvió la sonrisa. Mas bien se molestó por la lentitud del muchacho, tomó los paquetes y se retiró. Mientras miraba la calle tratando de acordarse dónde había parqueado su auto, se fijó también en el cartel.

En ese momento, un vigilante se acercó y apartó al niño de la vereda. Buscó a su tío, pero éste ya estaba del otro lado de la calle, indicándole con señas que lo obedeciera.

- Retírate chibolo. No queremos vagos por aquí - le dijo mientras agitaba la palma de la mano derecha hacia arriba. El niño se plantó y le gritó furioso:

- No soy un vago. Estoy trabajando, señor.

- Ja ja ja. ¿Trabajando? No me hagas reír. Vender frunas es trabajar, cuidar motos es trabajar, cantar en los micros es trabajar. Tú hace rato que estas parado aquí con ese cartelito simplón mirando a cada cliente, quién sabe para qué. Ya retírate - le dijo mientras agitaba los brazos .

El niño se puso rojo de cólera. Ya estaba cansado de que lo tomen por ladrón, pero no sabía qué contestar. ¿Acaso no estaba trabajando? Eso le había dicho su tío. El vigilante lo retiró violentamente de la acera.

- Hijo de puta, cabrón. ¡Ojalá te quedes pobre! - le gritó mientras lo empujaba.

El vigilante le sonrió con desprecio y volvió a su puesto. El niño quería llorar de rabia. Caminó por la acera maldiciendo a todo el mundo. Iba a buscar a su tío, pero una voz le detuvo. Venía desde uno de los autos estacionados. El niño se acercó y reconoció al señor alto y delgado que se había fijado en él poco antes de que el guachimán lo echara.

- ¿Siempre tienes una boquita tan sucia? - le dijo mientras sonreía.

No le contestó nada.

- Bien. Te daré una buena limosna si me respondes una cosa: ¿quién te escribió el cartel?

El niño miró con curiosidad el rostro enjuto del hombre que le hablaba. Sus pómulos eran tan pronunciados que aparentaba tener la piel de un animal disecado. El escaso bigote que le recorría el labio superior parecía borrarse cada vez que sonreía, y su aliento despedía un olor a menta.

- Mi tío - respondió.

- Ah! ¿Y donde está tu tío?

- No lo sé. Iba a buscarlo.

- ¿A qué se dedica?

- Ya son muchas preguntas, señor.

- Eres muy listo - dijo mientras colocaba una moneda de cinco soles en la lata. El niño miró fijamente al tipo. Esta vez ya no le parecía tan antipático.

- No sé a qué se dedica, pero es muy sabio. Sabe cómo hacerse rico. También vende caramelos en los micros y cuenta muchos chistes.

- Ah! Pues mira: mañana, víspera de Navidad puedes venir a mi casa a cenar. Habrá mucho panetón, chocolate y golosinas. Puedes traer a todos tus amigos, incluso a tu tío. Aquí está mi dirección - dijo mientras le alcanzaba una tarjeta-. ¿Te espero entonces?

El niño levantó los ojos y miró al extraño con lástima.

- ¿Sabe qué señor? - dijo - es usted muy amable, pero no tengo amigos; sólo tengo a mi tío, y vamos a estar muy ocupados mañana comiendo mucho panetón y chocolate. Recibimos invitaciones de todas partes de gente quiere aliviar su conciencia regalando comida una vez al año. He estado allí: unas señoras buenas te sientan a una mesa grande, te dan un tazón de chocolate y un pedazo de panetón con mantequilla. Casi nunca puedo acabarlo todo. Algunas te dan un regalo, yo recibí por ejemplo un juego de ludo en cartulina. Estaba muy bonito. Lo malo es cuando te regalan juguetes usados. Sabe, el año pasado recibí un Superman, pero le faltaba una pierna y tenía la cara negra y mordida; digame: ¿cómo puedo jugar con un Superman cojo y desfigurado? Se lo regalé a mi primo Marcelo; como sólo tiene un año, no creo que le importe tener un super héroe inválido. Todos parecen ser muy buenos en Navidad. Pero mi tío me dijo que no nos hacen un favor a nosotros, sino a ellos mismos. Al principio no entendí lo que quería decir con eso, pero a los tres días, él se enfermó de úlceras gravemente y no sabíamos cómo llevarlo al hospital; corrí a la casa de aquellas señoras que tan bondadosamente me habían llenado de tajadas de panetón y chocolate y les imploré que me prestaran tres soles para poder llevar a mi tío al Hospital Regional. Me miraron con fastidio, me dijeron que la campaña se había acabado, que venga el próximo año y que deje de estar molestando. Luego, me cerraron la puerta. Entonces, entendí lo que mi tío quería decir. La Navidad había terminado. Felizmente don Lucho, el compadre de mi tío, pasaba por ahí con su triciclo y pudimos llevarlo a tiempo al hospital. El doctor le dijo que si tardábamos un poco más, era alma del otro mundo. Por eso señor, no voy a poder cumplir con usted mañana. ¿En realidad quiere ayudarnos? Si quiere ayudarnos, dénos trabajo. Sé cultivar, puedo hacer mandados, puedo tener limpia una casa y hasta ayudo a mi tío a barrer las calles de noche. Él también sabe trabajar: conoce de jardinería, ha sido albañil y carpintero, pero también sabe mucho de la vida, y lo que siempre me dice es que por más pobre que uno sea, no debe perder la dignidad. ¿Entonces, señor, qué dice? ¿Va a ayudarnos de veras?

El señor alto y delgado había oído con indignación y sorpresa cada palabra del niño, y aún se encontraba asimilando cada frase cuando le encajó esa última pregunta. Se quedó en silencio un momento. Luego respondió:

- ¿Cómo te atreves, mocoso insolente, a morder la mano que te ayuda? Si los ayudo es por que me nace hacerlo y no porque quiera ganarme el cielo. ¿Sabes cuantos niños como tú no van a tener ni siquiera un pan reseco para llevarse a la boca mañana? ¿Sabes cuantos niños como tú se morirían por tener un juguete esta Navidad, aunque sea un supercojo?

- Si usted sabe cuántos son -dijo con pesar el niño- déselo a ellos. Lo necesitan más que yo.

El hombre alto y delgado le miró con ira y desprecio.

- Tan pequeño y tan arrogante. Así no se progresa, muchacho.

Dicho esto, le arrancó la tarjeta de las manos y partió velozmente en su auto. Quizá sospechando una reacción parecida, el niño escondió su latita. Al mirar al frente, vio a su tío que se acercaba agitando los brazos.

- ¿Con quién hablabas? - le dijo al llegar hasta él.

- Con un señor que me dio cinco soles de limosna y quería conocerte.

- Así ¿por qué?

- Por el cartel.

- Ah! El cartel. Sabes hijo, he estado pensando y...me parece que mejor dejamos eso del cartel. Creo que no nos ha ayudado en nada.

- Como quieras, tío.

El hombre sonrió y revolvió con las manos el cabello del niño.

- Ya se nos ocurrirá algo- le dijo-. Dios aprieta pero no mata.

- Tío ¿nosotros vagamos?

- ¿Pero quién te ha dicho semejante cosa?

- El guachimán que me botó de la vereda de la tienda. Me dijo que era un mendigo y que los mendigos no trabajaban.

- Qué sabe ese hijo de puta. No le hagas caso. ¿Sabes porqué ya no hay mendigos en esta ciudad? Por la competencia. Cuando eran pocos, no tenían otra cosa que pedir limosna y asunto arreglado. La gente se conmovía sólo con verlos allí, humillados, rogando por unos centavos. Pero de pronto, a alguien se le ocurrió hacer algo más aparte de pedir limosna: comenzó a cantar; luego otro, por no quedarse atrás, empezó a tocar la quena o la zampoña mientras mendigaba. Finalmente, a alguien se le ocurrió vender caramelos. Lo que no se dan cuenta es que siguen siendo mendigos, porque ruegan, imploran y se humillan para que les compren. Dicen “no he venido con las manos vacías, sino que te traigo este producto golosinario” “prefiero trabajar que estar mendigando o robando en una esquina” “ayúdame a salir adelante” yo les llamo mendigos empresarios. Eso ha ocasionado que la gente se vuelva más insensible con los mendigos puros. Cuando alguien sube al micro solamente a pedir limosna, la gente murmura: ¿y éste que se cree? ¿Viene y quiere que le den plata sin hacer nada? ¡Qué tal raza! Y no le dan ni un céntimo. Por eso ya no quedan mendigos verdaderos en esta ciudad; y por eso el guardián te expulsó de allí, porque no estabas portándote como un mendigo empresario, sino como un mendigo puro, y eso hoy es intolerable. Pero de todas maneras ya no volverás a colgarte ese cartel.

- ¿Porque estoy mendigando?

- No hijo. Mendigar no tiene nada de malo. Pero el cartel es demasiado sincero y la verdad puede ser ofensiva entre tanta vanidad. Lo escribí para que comprendieran que se puede hacer mucho con muy poco, pero la mayoría no quiere saber nada de ayudar verdaderamente. Solo quiere que un pobre les sonría y les diga ¡Muchas gracias! ¡Es usted tan buena persona! mientras le arrojan un hueso. Así, ellos duermen tranquilos pensando que han ayudado a la humanidad. ¡Y hay que ver cómo se comportan en las chocolatadas! Parecen dioses repartiendo dones. El mundo es injusto, hijo. Como no podemos cambiar el sistema, pensé que podíamos cambiar a las personas. Por eso hice el cartel; pero me equivoqué. Ven - dijo mientras se incorporaba -. Recuerda que la señora Margarita te ha invitado a la chocolatada de su cuadra y ya se hace tarde.

Caminaron de regreso por toda la Próspero hasta la calle José Gálvez, donde muchos niños hacían cola delante de los regalos. El panetón y el chocolate se habían terminado. El hombre cogió su escoba y empezó a barrer desde el extremo de la calle. El niño se plantó en la fila.

Al recibir su regalo, vio que era un ludo en cartulina con las figuras de los Power Rangers Fuerza Salvaje. Suspiró profundamente, miró a la amable vecina y le dijo:

- ¡Gracias, señora! ¡Es usted tan buena persona!

martes, 4 de noviembre de 2008

Disculpen la demora...

Espero que la historia lo valga.

HISTORIA DE NADIE

Un adolescente acaba de salir de la secundaria. Se llama Juan, y sus padres nunca le preguntaron qué quería ser de grande porque, sea lo que quiera ser, la plata no alcanzará. Papá don Artemio siempre le decía que lo mejor que puede hacer un hombre es trabajar desde pequeño, juntar dinero y poner su negocio. Y así lo hizo. Desde que estaba en el segundo año en el MORB, trabajaba cargando agua. Aquí es pertinente hacer un alto y explicar qué cosa es un cargador de agua. Iquitos, como casi todas las ciudades provincianas del Perú, es una urbe en la que el agua potable y el desagüe son un privilegio. En las zonas más pobres, la cisterna es esperada con ansiedad: mujeres, hombres y niños hacen largas colas cargando tantos baldes como puedan. Pero algunas familias autodefinidas como "de rancio abolengo", es decir, los ricos de barrio que se sienten importantes porque tienen una casa de ladrillos, no pueden exponerse haciendo cola como simples plebeyos. Por eso, juntando hasta el último céntimo, contratan a un cargador, de preferencia un niño a quien se pueda contentar con propinas. Durante tres años, Juan había sido el cargador mimado de la cuadra. Ahora, hecho todo un hombre de seiscientos soles, esperaba su fiesta de promoción para largarse de una vez de la casa.

A estas alturas algunas de mis lectoras probablemente estarán preguntándose si nuestro amigo tenía enamorada, sobre todo cuando les confirme el hecho de que, debido a sus faenas, había desarrollado un cuerpo vigoroso y su estatura no se redujo a pesar del peso que cargaba sobre los hombros. Pues bien, lamento desilusionarlas, pero Juan estaba enamorado de Camila. Se conocieron en el colegio, y hace tiempo que se habían jurado amor eterno, entregándose completamente el uno al otro. Camila lo creía único, porque mientras sus compañeros se pasaban los fines de semana empinando el codo en los bares de Moronacocha, levantando meseras y fanfarroneando acerca de quién es el más macho, Juan sólo pensaba en el futuro. ¿Sabes cuánto se gana vendiendo ropa? - le preguntaba a veces - Iquitos es una ciudad bien mona. La ropa sale como el pan. Cuando terminemos el quinto año compraré un puesto en el mercado. Ya hablé con el señor Inga. Me lo dejará en mil soles, lo pagaré en partes.

Luego volvía a quedarse callado, a seguir imaginando.

Pero no crean que por muy soñador se le quemó el pan. Hizo lo que tenía que hacer, porque papá Artemio nunca le dijo que tenía un abanico de opciones en la vida. Sólo le mostró un camino: el del trabajo duro.

Dos años después, encontramos a Juan sentado en una silla tejida, al lado de su puesto de ropas en el mercado Belén, y Camila consiguió un empleo cerca de allí, como representante de ventas de una conocida cadena de tiendas. Aunque este cargo suene muy pomposo, su trabajo consistía en pararse en la puerta y llamar a los clientes haciendo uso de todas las armas que pueda: desde el piropo hasta la seducción descarada, desde las rogativas hasta el jaloneo de brazos. El turno iba de siete de la mañana a siete de la noche, y el pago era de setenta soles semanales. Hubiera querido acompañar a Juan, pero éste le había dejado en claro que no gustaba de chicas ociosas. Además, si ambos unían sus ganancias, podían ser propietarios en la mitad del tiempo planeado (tenía pensado, en esquemas precisos, abrir su propia tienda el 21 de Marzo del 2019).

Pero una pequeña astilla incrustaba el corazón de Juan: la envidia. Una envidia que le impedía aceptarse como es. Miraba sus manos callosas, su piel tostada, y deseaba haber tenido mejores oportunidades. A veces se encontraba con antiguos compañeros, ahora estudiantes de universidad o de instituto, y cuando les estrechaba la mano las sentía suaves y sus ojos tenían el brillo de alguien que había visto un mundo nuevo más allá de las mugrosas paredes de su habitación. Los que antes admiraron su equilibrio y su actitud estoica, ahora parecían compadecerlo. Cuando pensaba en eso, reía a carcajadas diciendo que algún día tendrá más plata que todos ellos juntos, y ese pensamiento lo fortalecía. Que el pichón Fernández será su doctor de cabecera, el trucho Ramírez su abogado, y el cholo Peter le arreglará las camionetas. Ya verán.

Un día, una chica asomó la cabeza por debajo de las ropas colgadas, buscando prendedores de fantasía. Juan leía una revista de espectáculos y cuando se fijó en ella, sus ojos no volvieron a bajar. Era joven, de cabellos castaños, piel de porcelana y unos ojos color botella de cerveza. Vestía un polo blanco y jeans azules. Calzaba zapatillas y se amarraba el pelo como una cola. Bajo el sol de mediodía su piel parecía brillar, despidiendo un aroma a manzanilla. Pero su presencia no es lo que más sorpresa le causó. Después de todo, chicas bellas las había visto a montones, pero todas creyéndose las reinas del mundo. La llaneza de su trato, su pródiga sonrisa, su amabilidad para alguien que se sentía indigno hasta de estrechar sus manos con sus dedos toscos, terminaron por ilusionarlo. Como ella siempre andaba buscando prendedores y otras monerías (le gustaba participar en certámenes de belleza, con no poco éxito) se hicieron grandes amigos, y cada tarde que pasaban juntos la esperanza de tenerla algún día aumentaba. De paso, el hecho de tener a una reina de belleza entre sus clientes aumentó su prestigio, y las ventas mejoraron.

Cuando Camila pasaba por él a las siete, cenaban donde los agachaditos, paseaban un rato mirando otros puestos y luego regresaban a casa. A veces ni siquiera tenían fuerzas para contarse el día, pero existía entre ellos un compromiso tácito de permanecer juntos a pesar de la rutina, o quizá debido a ella.

Juan fue el primero que pensó en revisar aquel compromiso.

Cuando la tomaba de los hombros en el motocarro, y sentía su olor a sudor mezclado con perfume barato; cuando miraba sus labios morenos lanzando improperios contra su jefe explotador, empezaba a sentirse ajeno; y cuando ella se sentía más locuaz que de costumbre y le contaba cada detalle de las horas que no se vieron, era como si le hablara desde la otra orilla de un río agitado.

Camila, ya lo hemos dicho, admiraba la ecuanimidad de Juan, y se lo hacía saber a cada momento. Le decía que lo amaba porque hombres como él no se encuentran así no más. Era único. Desgraciadamente, Juan llegó a convencerse de que era admirable, y terminó deseando algo mejor.

Ella nunca sospechó lo que venía.

Juan cada vez estaba más intolerante y aprovechaba cualquier situación para empequeñecerla, y ella creyó que era un stress pasajero debido a la campaña navideña. Las agresiones fueron subiendo de tono, llegó a decirle que no valía nada. Tal vez quería que terminara con él para no sentirse culpable, por eso la atormentaba con insultos injustos y hasta denigrantes, pero Camila se limitaba a llorar y suplicar, lo que no hacía más que aumentar su furia. Después de herirla, pedía perdón y prometía cambiar, sin darse cuenta que sólo actuaba movido por un insano sentimiento de culpa, e irremediablemente, la escena se repetía unas semanas después.

La relación era intolerable. Juan se atormentaba pensando que cada minuto al lado de ella lo envejecía, como la ansiedad de una espera angustiosa. Camila se hundía en un silencio profundo, convencida de estar atravesando un declive temporal. Sólo cuando él desapareció dejándole una nota, se dio cuenta que todo había terminado.

"Me voy porque no te merezco ni tu a mí, y los sentimientos que alguna vez tuve no volverán jamás. Sé que te romperé el corazón y te haré sentir la mujer más infeliz, pero no puedo permanecer atado a alguien que no amo simplemente por lástima o consideración. He tratado de decírtelo por todos los medios posibles, pero te niegas a aceptarlo. Algún día me lo agradecerás".

Por supuesto que se involucró con su reina de belleza (a propósito, se llamaba Karina) y se mudó a un cuarto pequeño en otro mercado. Cuando besaba sus labios de porcelana se sentía un hombre realizado, poseedor de la felicidad más absoluta. Después de todo ¿quien no se sentiría honrado por merecer el amor de un ángel? Karina tenía una belleza natural, casi siempre vestía jeans y zapatillas. Durante meses soñaron con estar hechos el uno para el otro. Ella le presentó su padre, un poderoso empresario a quien las habladurías sindicaban como el más grande lavador de activos; a su madre, una delicada relacionista pública dedicada a la ayuda social; a sus amigos fachosos; y de vez en cuando salía en los programas de espectáculos, donde el conductor lo definía como el hombre más envidiado de Loreto por tener la suerte de levantarse semejante lomazo (sic). Salían a pasear en autos de cortesía, entraban sin pagar a las discotecas más exclusivas, Karina le enseñó a vestirse, a seleccionar perfumes, a acicalarse, en fin, con ella experimentó lo que los prejuicios por su origen humilde nunca le dejaron experimentar: atención y respeto. Seguramente se preguntarán: ¿acaso Camila no lo atendía, lo respetaba y hasta lo admiraba? Sí, pero no es lo mismo, ustedes saben. No más compasión para el pobre Juan. Karina le había regalado una vida envidiable.

Lo malo era que debía esperar a que su amada cumpliera la mayoría de edad para que pueda darle un mordisco a la manzana. Ése fue el trato desde el principio y no tuvo inconveniente en aceptar. Pero a veces, en las noches solitarias, se mordía la lengua para no pecar.


Llegó el día del mayorazgo. Ya iban por el octavo mes de felicidad y la familia de Karina había convertido el cumpleaños de su primogénita en todo un acontecimiento social. Aquel día estaba bellísima. A su lado, alto y fornido como siempre, Juan desfilaba elegante, saludando a los invitados. Luego del brindis, las fotos y los discursos, la pareja se perdió en una de las habitaciones de la casa. Al ingresar, ella corrió el pestillo, apagó la luz y empezó a besarlo. Aunque estaba perturbado por su determinación, se dejó desnudar. Karina recorrió su cuerpo con sus manos y luego preguntó:



- ¿Juan, tú me amas?

- Sí -respondió, confundido.

- ¿Con todo el corazón, con toda tu alma y con todos tus sentidos?

- Sí - repitió.

-¿Por lo que soy o por lo que tengo?

- Por lo que eres.

- Y si no pudieras tenerme ¿me amarías?

- Si, amor. Si no estás segura, te esperaría hasta el fin del mundo. Karina, si tienes dudas acerca de lo que vamos a hacer...

- Ya no tengo dudas. Enciende la luz.


Lo que Juan vio cuando los fluorescentes circulares de la habitación se encendieron, lo dejó sin aliento. Karina estaba desnuda, trémula, sudorosa, con los dedos entrelazados friccionándose las uñas. Los senos, que tantas noches imaginó delicados y perfectos, coronados por rosas, no eran más que colgajos de piel, torpemente adheridos a su pecho. La cicatriz avanzaba cubriendo el abdomen y se perdía entre sus piernas, dejando a su paso no más que surcos amorfos, profundos, intimidantes.

- Son quemaduras- explicó, ante el prolongado silencio- Hace diez años, viajaba en el auto con mi papá por la carretera. Regresábamos de hacer compras cuando, al evitar a un niño que jugaba con su pelota, se volcó. Él pudo salir inmediatamente pero yo quedé aprisionada bajo la bolsa de mercadería. No podía moverme. Empecé a sentir que el cuerpo me ardía, gritaba tratando de escapar, pero cada movimiento era más doloroso que el anterior. Toda la mercadería se había quebrado, incluyendo la botella de ácido muriático que se empezaba a derramar sobre mí. Papá intentó jalarme pero yo le rogué que no le hiciera porque el dolor era tan grande que pensé que me partiría en dos. Me desmayé.

Ella buscó una sábana y volvió a cubrirse el cuerpo. Se dio la vuelta, y aunque Juan no pudo ver su rostro, supo que lloraba. Comprendió entonces que su silencio la estaba mortificando más, pero no sabía qué decir. Torpemente, caminó hacia ella y la tomó de los hombros, la besó como siempre, acariciándole las mejillas. ¡Cuántas veces había admirado la lozanía de sus mejillas, la suavidad de sus manos, el olor de sus cabellos! La apretó contra su pecho y sin dejar de besarla la acostó sobre la cama. Al principio sus manos daban vuelta sobre sus hombros, resistiéndose a explorar lo que sus ojos habían visto. Pero a medida que lo asimilaba, llegó a convencerse que tenía que actuar responsablemente. Correspondió a sus caricias y besó su cuerpo lacerado.

Un desierto de dudas asaltó su imaginación, como si cavilara al pie de una decisión importante. No podía ser su primer hombre. Ya no estaba seguro de amarla por siempre. Era demasiado egoísta para soportarlo, pero no tanto para dejar de admitirlo. Cuando ella la atenazó con sus piernas, haciéndole sentir la rugosidad de su abdomen, hizo un movimiento reflejo y se apartó. No puedo hacerlo, murmuró, mirándola a los ojos. Se vistió rápidamente y salió de su habitación, de su casa y de su vida.

Caminó dando tumbos entre las calles vacías. No podía dejar de recordar aquella imagen de su desnudez, tampoco podía dejar de recriminarse por su cobardía. Llegó a su cuarto, se dio un baño y trató de dormir. De pronto, tuvo miedo de haberla herido tanto que su padre mande por él. Eran las doce. Recogió todas sus cosas, incluyendo la mercadería, y tomó un motocarro. En medio de su confusión se acordó de Camila. Recordó que ella, como otras veces, había intentado hablar con él antes de la fiesta. Los miembros de seguridad le impidieron la entrada y cuando le preguntaron, negó conocerla. Sabía que había hecho mal, pero no podía darse el lujo de discutir con una ex en aquella mansión.

Desde que abandonó a Camila ella nunca se mudó. Lo sabía porque las llamadas que recibía en el celular provenían del teléfono que él instaló. Le dijo al chofer la dirección y atravesó las calles salpicadas de borrachos. Al llegar tocó la puerta. Nadie abrió. Cogió entonces la llave e hizo girar la cerradura. Al verla no pudo contener un grito de pavor. El cuerpo de Camila se balanceaba de una de las vigas, con la piel morada y los músculos rígidos. El cuarto se había degradado tanto que parecía que una desquiciada lo estaba habitando. Al encender la luz, algunas las ratas se ocultaron. Recortes de periódico con su nombre cubrían las paredes, y la basura se acumulaba en una de las esquinas. No hay nada más inútil que derramar unas lágrimas por alguien que ya no nos escucha, pero aquella noche Juan se quedó llorando sobre el cadáver de Camila, y sólo después de guardar la nota que dejó, llamó a la Policía.

“Te he amado tanto que ya no me quedan fuerzas para intentar olvidarte. Seguramente pensarás que fui una tonta al suicidarme, pero sólo Dios sabe cuánto he luchado por arrancarte de mí. No te guardo rencor, después de todo, siempre pusiste tus sueños por encima de nosotros. Sólo quería despedirme. Ojala consigas todo lo que te propusiste, y cuando lo hayas logrado, no olvides que yo te ayudé un poquito.

P.D. Lamento que no haya llegado el día en que te agradecería por haberme abandonado.”

La ceremonia fúnebre fue todo un espectáculo. Los padres de Camila vinieron desde Huancayo para llevar el cuerpo de su hija, agarraron a golpes a Juan y no lo dejaron participar del velorio. Él se dejó castigar como una muestra de expiación tardía e inútil, pero no bastaba para menguar su dolor. Ni papá Artemio tendría un consejo para él.

Luego de unas semanas trató de volver a sus quehaceres de subsistencia, aunque dejando de lado sus planes de gran comerciante. Se mudó al Mercado Central, donde alquiló un pequeño local. Aunque debería estar satisfecho por haberlo hecho antes del 2019, se sentía infeliz. Le daba asco planear. Era como si hubiera errado el camino de su vida y quisiera enmendarlo. Las costumbres de su relación con Karina se habían magnificado, y gastaba gran parte de sus ganancias en perfumes, crema de manos, tratamiento capilar y licores finos. Convencía a sus clientes con consejos de belleza y aparentaba ser un hombre de mundo contando viajes que nunca hizo y empleos que nunca tuvo. A veces lo reconocían por las antiguas portadas en que aparecía y entonces su mirada cobraba cierto brillo de antaño. Dejó de ser Juan para llamarse John y después (cuando se dejó crecer el pelo para teñírselo de rubio y empezó a usar ropa ceñida) se llamó Jenny. Las manos descuidadas lo enfurecían tanto que se negaba a venderle a un cliente si éste no temía bien limadas las uñas. Un abdomen perfecto le excitaba al punto de regalar media tienda para tocarlo. Comprendió entonces porqué, desde que nació, siempre había sentido que no pertenecía a este mundo: al mundo de don Artemio y su disciplina espartana, al mundo de la vida dura y el vocabulario soez, al mundo de los hombres.

Por eso, el ebrio que lo atropelló con su auto seis meses después del cumpleaños en la mansión, se sorprendió de encontrarlo diferente. Juan quedó tendido en el pavimento, con el cráneo destrozado bajo una de las llantas, a pocos metros de su local. El trucho Ramírez fue el fiscal encargado de la investigación, el pichón Fernández fue su médico legista, y fue el cholo Peter el único mecánico de turno en la ambulancia que lo condujo hasta la morgue. Nadie derramó una lágrima, porque descubrieron la nota de Camila en uno de sus bolsillos.

El chofer homicida se entregó inmediatamente. Fingía estar tan ebrio que vomitó en sobre el escritorio del comisario. El papá de Karina le pagó la mejor celda en el penal San Jacinto, le consiguió el mejor abogado, hizo uno que otro arreglo con el juez y en tres meses logró liberarlo. Casi nadie fue al entierro de Juan, por lo que la ceremonia fue brevísima. Sólo Karina, vestida de jeans y zapatillas, se mantuvo de pie cerca del féretro hasta el final. Quería asegurarse que el nicho quede bien cerrado.

FIN