domingo, 28 de septiembre de 2008

Gotitas




La lluvia siempre es mágica. Es una molestia para quienes ven sus casas anegadas, para quienes posponen una cita, para los que quedan atrapados bajo un techo pasajero, pero desde mi banquito observo a la calle duchándose con el agua más pura de la tierra y no puedo más que embelesarme.

El parpadeo de las gotas sobre el asfalto simulan ser estrellas de un firmamento ideal. La gente apresurada va de un lado a otro, la policía de tránsito se oculta en la tienda de mascotas para mirar a los conejitos. Niños traviesos pasan felices tratando de escapar de los brazos de sus madres para ir a chapotear en los charcos de la vereda. El sol se esconde tras una inmensa cortina gris.

De pronto, el aguacero cesa por unos instantes, las motos arrancan, las viejecitas cruzan la pista, el inspector municipal se limpia los zapatos con papel higiénico. El chaparrón vuelve, esta vez con más fuerza, como si sólo se hubiera detenido a descansar. Las ráfagas oblícuas de viento y agua levantan los toldos de la bodega. Los hombres se cogen la cabeza para no dejar escapar las gorras.

Nuevamente me embeleso. El sonido del aguacero es como un canto a la maravillosa naturaleza. De nuevo, todo cesa. Lentamente, las personas reanudan su camino y el ruido de los motores envuelven nuevamente la calle. El silbato de la policía me despierta del letargo. Ya es hora de cerrar. Pongo candado a la puerta y enciendo mi moto. No prende. Seguramente el agua habrá enfriado el motor. Trato de encenderla varias veces sin ningún resultado. Es inútil.

Resignado, me voy caminando. Dieciocho cuadras me separan de mi casa, y el trayecto se ha vuelto un lodazal. Voy esquivando los chispazos de los vehículos, pero es imposible no mojarse los zapatos. Llego a mi casa con el pantalón enlodado y el cuerpo sudoroso. Y todo por la maldita lluvia.

Firme


La vida debería venir prefabricada.

A los años...


Soy tan firme como un chorro de agua. ¡BASTA YA DE ENTREGAS INSCONSTANTES!

domingo, 7 de septiembre de 2008

EN EL HOSPITAL


Cayó del puente como una lanza, esparciendo a mitad de la calle no sólo el encéfalo, sino un sonido difícil de explicar, como si arrojaran un macetero de barro lleno de abono. Yo la vi. Su cuerpo se estrelló a seis metros de mi motocicleta, manejando a sesenta kilómetros por hora. Recuerdo el crujido de sus vértebras bajo mis llantas, el rechinar de los frenos, la fría crispación de mi espalda y la calzada sobre mis ojos.

Cuando desperté, tenía las costillas rotas y un profundo dolor en la parte posterior del cráneo. Mi brazo derecho colgaba de un atril, estaba desnudo y cubierto con una sábana maloliente. A mi costado, una enfermera anotaba con desgano las lecturas del monitor y miraba su reloj.
- Te has salvado de una buena, flaquito. ¿Cómo estás? ¿Estás bien? ¿Sientes mi mano?- Me preguntó mientras me apretaba el pecho.

- ¿Qué me pasó? ¿Dónde estoy?

- ¿Sientes mi mano en tu cara, flaquito? Dime mi amor.

- Sí, la siento, pero ¿dónde estoy?

- ¿No puedes hablar? ¿Qué quieres? ¿Qué sientes?

Me di cuenta que no me escuchaba. Movía mis labios sin emitir ningún sonido. Pero ese no fue el descubrimiento más aterrador. Cuando la enfermera se cambió de lado para revisarme las pupilas, no la pude ver. Mi ojo izquierdo estaba ciego. Me alumbró con una pequeña linterna e hizo un gesto de resignación, ganado a fuerza de presenciar cada noche trágicas historias de hospital.

- ¿Tranquilito ya? - dijo cuando le solicité explicaciones con la mirada-Tus familiares están en camino.

Entonces me acordé de mi esposa. La dejé en el aeropuerto hace unas horas, iba de regreso cuando aquella mujer se atravesó. Mis padres están en Lima y mi hermano en Trujillo. Además, no portaba ningún documento aquella noche. Gloria me creerá enojado por nuestra última discusión en la sala de embarque, sabe que no la llamaré hasta que me haya calmado, es decir, en una semana o dos.
- No va a venir nadie -traté de decirle, frenético, pero una silueta baja y regordeta en el umbral hizo que me calmara. La enfermera se acercó a decirle algo en voz baja, moviendo la cabeza y levantando el índice. Luego se marchó.

El visitante tenía un rostro moreno y curtido, vestía camisa de tela impecable y pantalón de poliéster. Bajo las cejas le brillaban los ojos como dos semillas de sandía, y su nariz achatada parecía extralimitar sus carrillos tostados.
- Tengo entendido que se encuentra muy mal, señor Torres, pero puede escucharme. Sólo vine a que me viera la cara. Mírela bien porque es un rostro que verá el resto de sus días. No me importa que esté postrado en un hospital con medio cuerpo en el aire. Cuando salga de aquí irá derechito a la cárcel.

Mi cabeza era un remolino, y las frases rabiosas del pequeño sujeto que me mostraba su mal aliento eran como ráfagas inconexas de recuerdos. Es decir, había atropellado a una persona, pero ella cayó desde un puente de ocho metros de altura a la mitad de la autopista. ¿Qué podía hacer? Aquel hombre parecía ser un familiar indignado, tal vez su padre, tal vez su hermano, no
lo sé, pero ¿cómo se le ocurre culparme de su muerte? Me sentí como un niño ante la ira de un desquiciado y traté de llamar a la enfermera, pero él cerró puerta antes que pudiera verme.

- No, señor Torres, que no se le desorbiten los ojos. Tranquilo. No voy a matarlo. Usted no merece descansar en paz. Sería muy fácil ahogarlo con la almohada, ponerle aire en las venas o desconectar el monitor como en las películas, pero voy a dejarle vivir. Considérelo como un regalo de mi parte. Un regalo generoso a cambio de la vida que me quitó.
Puso una mano sobre mi frente, como hacen las ancianas para medir la fiebre de sus nietos y, sin saber porqué, empecé a llorar entre agitaciones. Al notarlo, me secó las lágrimas con la sábana. Tenía ganas de escupirle la cara y decirle que me dejara en paz, que si estuviera bien hace rato le hubiera sacado la mierda gordo de porquería, pero él sólo se quedó ahí, enjugándome los pómulos con la mirada gélida.

- Ella no se suicidó. Conozco bien a mi hija. Ella nunca haría eso. Ella...

Otra enfermera empujó la puerta jalando un carrito lleno de inyecciones y medicinas, dando los buenos días en voz alta y cantando una canción sobre el maravilloso clima de hoy. Le ordenó que saliera un momento y él obedeció. Con mi ojo sano pude ver que me quitaba la sábana mal oliente
y la doblaba entre sus piernas. No le importó, digamos, el frío que podría sentir. Extrajo una manta limpia de entre los anaqueles del carrito y me preguntó si necesitaba ir al baño. Por supuesto que quería, pero no soportaba que me lo preguntara mientras sostenía la sábana doblada a la altura de sus pechos. Moví horizontalmente la cabeza y sólo entonces la extendió.

Cuando se marchó, no ingresó nadie más en toda la mañana. Las horas se hacían lentas y pesadas. Oía voces en el pasillo, a veces risas, llantos de bebé y gritos desesperados de algún paciente, seguramente al enterarse de lo que costaría su tratamiento.

Necesitaba tener las ideas claras para saber cómo llegué aquí. Las enfermeras eran demasiado profesionales para decirme algo, pero actuaban como si fuera una caso sin remedio. Me trataban como a un niño al que se le dice que la muerte es un jardín a donde van las personas buenas. Estaba molesto, cansado y angustiado por sus sonrisas hipócritas y sus avemarías cada vez que me cambiaban el suero. Decidí limitarme a mis sensaciones y recuerdos para reconstruir mi situación. Traté de mover todas las partes de mi cuerpo y descubr
í, aliviado, que estaba completo. El siguiente paso fue cerrar los ojos y simular estar dormido. Un enfermero, creyéndome en ese estado, le comentó a otro:

- Ya son cinco días y nadie ha venido por él.

- ¿Y el hombre que vino el primer día?

- Dicen que no ha vuelto más por aquí, y que le mintió a l
a enfermera al excusarse de firmar los papeles, luego de que el doctor le diera el diagnóstico.

- Tal vez no quería pagar

- Pobre tipo. No quisiera morir olvidado en un hospital.

- Bah! Seguramente habrá sido un desgraciado. En esta vida todo se paga.

Luego uno de ellos se mandó un discurso sobre filosofía existencial y religión al estilo Nueva Acrópolis y terminaron hablando de lo mal que se porta el doctor Reyes con Dolly, la loca del pabellón H. No pensé que habían pasado tantos días. Gloria ya debe haber llamado a casa, pero pensará que aún no quiero hablarle. Cuando peleamos siempre espero que ella sea la que llame. La acostumbré tanto a mi silencio que no creo que ande preocupada por mi ausencia. Pensará que estoy destilando mi habitual orgullo. Quizá el enfermero tenga razón. He sido un desgraciado. Mis padres esperarán mi llamada en Navidad, y en cuanto a mi hermano, no lo veo hace años.

A veces recuerdo detalles del accidente, como si las imágenes desfilaran lentas: puedo ver a la chica parada en la barandilla del puente, con el cabello agitado y después, todo se vuelve borroso. Durante muchos días traté de recordar su rostro e imaginar cual era su expresión antes de caer. A veces me parecía verla llorar, y, aunque suene desequilibrado, me regocijaba de que así fuese, pues reforzaba la hipótesis del suicidio. Otras veces me parecía escuchar el jolgorio de sus amigas alrededor, pero siempre era distinta. Con el tiempo me di cuenta de que eran recuerdos fabricados y que en realidad no podía recordar nada.
Con el tiempo...¿qué tiempo? No lo sé. Siento llegar la noche cuando las luces se apagan y la quietud envuelve toda la habitación. Entonces, puedo escuchar con claridad mis pensamientos. Al principio llevaba la cuenta de los días, pero había mañanas en que me despertaba sin recordar el número registrado la noche anterior. Me acostumbré al desfile de enfermeras, a las evaluaciones del doctor y a ser auxiliado en mis necesidades básicas. Me cosifiqué. Durante el día permanecía en silencio, como mirando un horizonte imaginario, y sólo esperaba la noche para reconstruir los pedazos de una vida pasada que ya no estoy seguro si existió.

Gloria era todo para mí. La conocí en la facultad, cuando ambos nos preparábamos para ser abogados. No era muy bonita. Mas bien era pequeña y delgada, pero tenía un espíritu libre. Siempre andaba cultivando amistades por todo el salón, y cuando me toco a mí, la chispa que sus ojos emanaban no pudo menos que conquistarme. Tenía algo que me hacía querer estar con ella en todo momento, algo que no puedo describir físicamente, como cuando ves un comercial por televisión y minutos después lo tarareas, esperando verlo otra vez, y otra vez.

Pero, aunque muy dinámica, Gloria era democrática. Así como me trataba a mí, trataba a los demás, y lo que en algún momento me pareció una atención especial, comprendí que era simple cordialidad hacia un compañero cualquiera. Vaya que costó mucho llamar su atención y conquistarla.

Estoy llorando otra vez. Mi garganta se pone rígida y no quiero seguir recordando. La nostalgia me paraliza. Me doy cuenta de la inmensa cantidad de amor que estaba dispuesto a darle y sin embargo, hoy llevamos una miserable vida de casados, salpicada de golpes e injurias de las que ahora me arrepiento. ¿Cuándo vendrá? ¿Por qué tarda tanto? No me importa cuánto se demore en aparecer. En cuanto la vea aquí le diré que me perdone. Que la próxima vez podrá viajar sin escuchar mis reproches ni someterse a mis chantajes. Que respetaré su deseo de trabajar a pesar de no tener necesidad de ello. Que la amo, y que el haber rozado las faldas de la muerte me inclinan a darle valor a cosas que antes despreciaba.

No quiero seguir recordando.

Vuelvo otra vez a la noche del accidente. No estoy seguro de haberla visto colgada del puente antes de saltar, pero es necesario que trate de recordar. La chica muerta con los pies en la barandilla me sonríe, pero su sonrisa se parece demasiado a otras sonrisas, lo que demuestra que mi mente está mezclando unos gestos con otros, reconstruyendo por temor un instante que tal vez nunca existió. El cerebro puede ser muy engañoso cuando se trata de salvar el pellejo.

Una vez, cuando era niño, mi abuela me contó una historia que nunca olvidé. Mi hermana, la única hermana que tuve, acababa de morir al caer la avioneta que la traía de Pucallpa. Su cuerpo quedó destrozado, y la mitad de su cabeza jamás se encontró. En el velorio mi madre no permitió que la viera, pero yo estaba tan triste que necesitaba despedirme de ella. Aprovechando un descuido, me subí al reclinatorio y alcancé a levantar la tapa del féretro. Grité como si hubiera visto un monstruo y salí llorando de la casa. Mi padre corrió tras de mí y me trajo cargando como si fuera una enciclopedia. Yo no dejaba de llorar, y cuando me arrojó sobre su cama, empezó a sacarse el cinturón. No me importó, ya estaba acostumbrado. Me puse en posición fetal y escondí la cabeza entre mis rodillas, cerrando los ojos. Estuve así un buen tiempo, pero no sentí ningún golpe. Cuando abrí los ojos, temeroso, descubrí a mi abuela sentada, intentando acariciarme la cabeza. Me dijo que no tenía porqué llorar, y que mi hermana estaba con Dios. Recuerdo haberle dicho que no me importaba con quién estaba ahora, lo que me dolía era darme cuenta de la horrible muerte que había tenido, entonces me sonrió con ternura y me replicó que ella no había sentido ningún dolor, porque un ángel la había cuidado todo el tiempo. Yo le pregunté cómo lo sabía, y me respondió que ella misma se lo acababa de decir. Me dio un beso y me cubrió con la sábana. Cuando la quité, descubrí en mis piernas las marcas diagonales de la paliza, y a mi padre acomodándose el cinturón. Le pregunté a dónde había ido la abuela y me dijo ¿la abuela? la abuela está en el cementerio, cojudo.

¿Por qué recuerdo esto? No sé. Porque en algo me consolaría saber que aquella chica no sufrió tanto, o porque me gustaría descubrir que ella no existe, que fue un ángel cuidando la muerte de otro, o que haya sido mi ángel. Pero el tipo que me amenazó el primer día aplastaba cruelmente esa posibilidad. Los policías que vinieron una tarde a mirar mi estado y hablar con los doctores también.

Poco a poco empecé a recuperar la visión del ojo izquierdo a medida que cesaban los dolores de cabeza. También comencé a hablar, pero no se lo demostraba a nadie. Desconfiaba de los médicos porque estaba seguro de que mentían, así que permanecía con la boca cerrada. De todos modos, callado podía averiguar más. La gente es por lo general muy lenguaraz ante el silencio, y hay que ver la cantidad de chismes que circularon mientras me aseaban y cambiaban el suero: desde sórdidas historias de infidelidad hasta escabrosos detalles de alguna negligencia médica muy bien maquillada.

Pero un día no pude aguantar más y le grité a la enfermera encargada de la limpieza que era una maldita pervertida, pues tenía la costumbre de quitarme la sábana y luego ponerse a asear la habitación, lo cual, a pesar de todo, seguía siendo humillante. Sólo al final, tras haber dispuesto todo lo demás, volvía a cubrirme. Al oír mi insulto, arrojó las botellas de suero al piso, y se puso a buscar como loca una sábana limpia para cubrirme. Podía ver una expresión de sorpresa y terror en sus ojos, lo que demostraba que mi insulto, lejos de ser ofensivo, resultaba descriptivo. Luego corrió a llamar al médico y éste me preguntó desde cuándo podía hablar, y le dije que desde que esa loca empezó a dejarme desnudo mientras limpiaba. El médico esbozó una sonrisa y anotó algo sobre mi historia clínica. Luego se marchó. Ese día me convertí en la noticia del día y cada persona que ingresaba a revisarme quería comprobar lo que se rumoreaba: que el olvidado paciente del 203 por fin recuperó el habla, y lo primero que hizo fue quejarse de que la enfermera más bonita del pabellón, Dolly la loca, lo desnude. Ella jamás volvió por aquí.

A medida que mi recuperación avanzaba, los médicos se volvían más festivos, tanto que pensé que no imaginaron que sobreviviría. O también podía ser esa fatua necesidad de andar con un buen humor impostado para no alarmar al paciente. Como sea, yo no veía la hora de salir de allí. Un día, me avisaron que al día siguiente vendría la policía y el fiscal para hacerme unas preguntas. Entonces comprendí que lo peor apenas había pasado.

Esa noche hice un último esfuerzo por ordenar los sucesos del accidente, antes de dar mi versión de lo ocurrido. Dejé a Gloria en el aeropuerto, discutimos porque no quería que se marchara, le dije como siempre que era una puta y que seguro estaba loca por separarse de mi para encamarse con Julián, su compañero de trabajo. Ella me dijo que me largara, yo le dije que no. Intenté arrancarle el billete de avión, forcejeamos, ella lanzó un grito agudo que hizo que dos policías me arrastraran hasta la puerta y me prohibieran el ingreso. Desde afuera continué gritándole puta, zorra, basura. Eres una cualquiera igual que tu madre, ahora entiendo porqué tu padre las abandonó. No vales nada. Vean señores, mi queridísima esposa está loca por subirse a ese avión para encamarse con Julián.

- Gloria ¿quieres casarte conmigo?

- ¿Qué dices? - Respondió ruborizada.

- Digo, no ahora, pero ¿prometes casarte conmigo cuando sea una abogado y gane un billetón?

Ella terminó de acomodar sus cuadernos en la mochila, se arrimó el pelo detrás de las orejas y suspiró.

- Sí, tontito.

La abracé fuerte y le dije que, como me hacía el hombre más feliz del mundo, yo la convertiría en la mujer más feliz del universo.

Y así fue, al menos al principio. Nuevamente estoy bloqueando mis recuerdos. Tenues rayos de sol empiezan a dibujar el contorno de las ventanas cerradas de la habitación. Un doctor y dos enfermeras llegaron para acomodarme en una silla de ruedas, aunque podía caminar. Luego de asearme y vestirme, el fiscal y dos policías ingresaron para tomar mi declaración.

- Señor Santiago Torres Salcedo, veintinueve años, natural de Iquitos, de profesión abogado...

Pude conseguir su fecha de retorno, y sin que ella supiera, la esperé en el aeropuerto. Los minutos viendo desfilar a los pasajeros que llegaban a la sala eran agobiantes, pero casi al final, apareció con su pequeña maleta en mano. Me marché antes que me viera y me dispuse a preparar la cena y arreglar la casa.

-... Traumatismo encéfalo-craneano leve, fractura expuesta de cubito y radio...

Nunca llegó. La esperé seis horas en casa pero nunca llegó. Tiré la cena, arrojé la vajilla al suelo y destrocé los muebles. Temiendo lo peor, me dirigí a casa de Julián, me asomé por la ventana... y allí estaba. Recostada sobre su pecho mientras... no. No puedo continuar.

-Señor Torres ¿está consciente de los cargos que se le imputan?

- No, no puedo...

- Se le acusa del homicidio de Gloria Reátegui de Torres, su esposa. El 20 de Julio del 2007 usted la atropelló con su motocicleta, causándole la muerte. ¿Está consciente de eso?

- No, no puedo...ella, ella fue la que acabó conmigo...

Esperé toda la noche a que la puerta de Julián se abriera y vomite a mi esposa. Horas de angustia que terminaron por minar mi cordura. Casi al amanecer, la vi salir. Le estampó a su amante un beso largo y copioso, luego caminó hasta la avenida a esperar un motocarro.

- Necesita un abogado señor Torres. ¿Ya tiene uno? El abogado de la parte agraviada es el padre de la víctima, el doctor José Reátegui.

- Oh! Ya nos conocemos-dijo con fastidio el pequeño hombre de los ojos de sandía- Lo puse al tanto de todo el primer día.

- ¿Tiene algo que decir, señor Torres? -Continuó el fiscal.

Hice una larga pausa antes de poder contestar:

- Sí...mi Gloria no sufrió. Un ángel la cuidaba.