sábado, 28 de junio de 2008

CLARA

Cuando mis padres me dijeron que estaban en bancarrota y que tendríamos que mudarnos a un barrio más pobre en las afueras, me dolió tener que separarme de Clara. No me importó dejar de tener mi propia habitación, pelearme por el baño cada mañana con mis hermanos, comer arroz con lentejas seis de los siete días de la semana, cambiarme a una escuela más rústica y hacer nuevos amigos en un vecindario hostil. Lo único que desgarraba mi alma era saber que Clara ya no estará allí para escucharme, que ya no podré tomarla de la mano todas las tardes y pasear por el parque de la vuelta, que ya no le contaré lo que me pasó en clases ni ella me hablará de lo creídas que son sus amigas, porque 70 kilómetros nos separarán.

Cuando somos chicos, el mundo también lo es para nosotros. Yo no podía imaginarme una vida después de Clara. Recuerdo que pensaba ¿cómo pueden mis padres ser tan insensibles y dejar que muera de dolor? Me encerraba en mi cuarto durante días y cuando bajaba a comer tenía el aspecto de un zombie, pero no se daban cuenta pues también ellos la estaban pasando muy mal. Hasta podría desaparecer y no lo notarían. Podría desaparecer... y llevar a Clara conmigo.

Una tarde antes de despedirnos, le propuse escaparnos. Nervioso como un niño al que se le pide que pase al frente a recitar la poesía que aprendió, le hablé de los fuertes lazos que nos unen y de la importancia de permanecer juntos no importa qué o quién trate de separarnos. Le dije que estaba consciente de que no teníamos a donde ir y que encontraríamos muchos obstáculos, pero debíamos tomar ese riesgo porque si nos separan poco a poco moriremos, pues somos dos personas con un solo corazón. Ella accedió, pero se veía un tanto confundida. Acordamos encontrarnos en el parque a las cinco. Preparé mis cosas, junté algo de dinero y dejé una nota para mis padres. La esperé sentado en nuestra banca durante tres horas. Nunca apareció. Al volver a casa mis padres me dieron un buen sermón.

Cuarenta años han pasado y desde entonces, guardo aquel intento de fuga como la más grande locura de amor. Luego de eso jamás volví a enamorarme hasta el punto de dejar todo por alguien. Cada vez que sentía que empezaba a depender demasiado de una persona, me apartaba. Con los años me mudé a la capital, me casé con una buena mujer que no me exigía tanto y tuvimos dos hijos que nos salieron buenos. Ya no viven en casa, y qué trágico fue darme cuenta de que ellos eran el mayor vínculo entre mi esposa y yo. Nos dedicamos tanto a educarlos, olvidándonos de nosotros mismos, que cuando partieron dejando la casa sola y vacía a menudo me preguntaba ¿quién es esta mujer que duerme junto mí? ¿quién es aquel hombre que se acuesta junto a ella y me mira fijamente desde el espejo?. Las cosas fueron más evidentes tras mi jubilación. Ella pasaba tanto tiempo con sus amigas que estaba claro que le aburría tenerme el día entero en la casa. Yo por mi parte, me encerraba en el estudio, y todo siempre estaba en silencio. Descubrí que algo valioso se había apagado en mí aquella tarde en el parque, algo que me hizo elegir la manera en que viviría el resto de mi vida .

Mentiría si dijera que salí inmediatamente en busca del remedio para mi deprimente situación. No fue así. Acostumbrado como estaba a soportar en silencio la carga de una existencia mediocre, reprimí aquel deseo o quizá lo sublimé a través de alguna actividad menos compleja: Ejercí la docencia. Así pasó algún tiempo.

Mi nuevo trabajo me dio la oportunidad de volver a Iquitos luego de tantas décadas, y estando allí, experimenté una insaciable curiosidad por saber de Clara. Un amigo común me puso al día acerca de su vida: Se casó una vez a los veintiún años, luego de fugarse con su novio al Brasil. Al poco tiempo retornó sola y abandonada. Como sus padres no quisieron recibirla, se fue con sus abuelos. Se desempeñó en oficios ocasionales tan diversos como los hombres que llevaba a casa. Se hizo alcohólica y estuvo un tiempo en prisión por robo. Al morir sus abuelos, vendió la casa y se mudó con su pareja de entonces lejos del vecindario. Al parecer él la abandonó poco tiempo después llevándose todo el dinero. Mi amigo no supo decirme nada más.

Me pregunto qué hubiera pasado si nos hubiésemos fugado. Teníamos dieciséis años y todo un horizonte por descubrir ante nuestros ojos. La amé como a nadie, y sé que ella también, sólo que no estaba preparada para enfrentarse al mundo. De haberse aparecido aquella tarde, la vida nos hubiera llevado por caminos distintos. Tras mi partida se sintió tan culpable por no tomar más riesgos en su vida, tan culpable de su cobardía que parecía encadenarla a una vida sin emociones, que no permitió que aquello le volviera a pasar. Y yo me sentí tan decepcionado porque me abandonó luego de abrirle mi corazón y entregarle todo, que tampoco permití que aquello me volviera a pasar. Algo murió en nosotros desde entonces. Si se hubiera aparecido por el parque, yo sería más humano, ella más feliz, y tal vez hoy no estaría aquí, escribiendo esto al pie de su tumba.

sábado, 14 de junio de 2008

El conformista infeliz


- Bueno. ¿Y qué hacemos ahora? - preguntó la mujer.

El hombre acaricio a su gato, miró a través de la ventana salpicada por la lluvia y suspiró.

- Pondremos un negocio, pues.

Tras varios años de vender maní tostado por las calles, al fin habían reunido un capital decente para tener lo que llamaban "algo propio". Sus amigos siempre los creían conformistas y, después de tantos años sin progresar, empezaban a creerlo. Pero como pasa con la mayoría de cosas a las que le tomamos cariño, se resistían a romper el chanchito.

- ¿Y si pasa algo? Necesitamos esos ahorros. ¿Recuerdas cuando el Elmer enfermó de hepatitis y pudimos comprarle las medicinas?

- Pero Elmer ya no está, vieja.

- No sé. No quiero. Mejor no.

Le costó alrededor de un año convencerla de que sus huesos ya no estaban para esos trotes, y cuando alguna mañana no podía levantarse debido a sus piernas varicosas, se lo recordaba aún más. Al fin, una noche, Erlinda se acercó al oído de Miguel y le dijo:

- ¿Y qué quieres hacer con el dinero?

Cinco mil soles, reunidos a lo largo de quince años, tomaron forma en la cabeza del marido.

- Quiero poner una bodega.

Al día siguiente salieron a caminar, pero esta vez sin la bandeja de maníes sobre sus cabezas. Se sentían casi desnudos, relajados y desenvueltos. Se tomaron de la mano cuando pasaron por la cantina donde se conocieron, ella como mesera y él como parroquiano. Eran otros tiempos, pero la taberna no había cambiado nada. Hacía mucho que no salían a la calle solamente a caminar.

Alquilaron una covacha en la avenida más concurrida del mercado y la llenaron de abarrotes de toda clase. Miguel se encargaría de las compras y Erlinda, con su habitual carisma, atendería a sus nuevos clientes.

Uno de los primeros resultó ser un chico bien plantado, de gafas oscuras y maletín ejecutivo. Le hizo un pedido de treinta soles y cuando le extendió la boleta le dijo:

-Ahí no más señora. Soy de la SUNAT.

A Erlinda le tembló súbitamente la mano que sostenía el comprobante. El inspector examinó el pedazo de papel como si fuera un perito en busca de indicios de criminalidad: Nombres,RUC, descripción del negocio, pie de imprenta, numeración. Ya se resignaba a retirarse desalentado cuando decidió comprobar la dirección exacta. La boleta decía: Abtao 481-A, pero la placa en la puerta simplemente decía Abtao 481.

-¿De dónde salió esta letra "A", señora?

- Ah, es que, joven, esta casa es tiene dos cuartos de alquiler, y para no confundirme con el de al lado, el dueño la dividió en A y B.

- Présteme la autorización de impresión de las boletas.

Erlinda buscó entre sus papeles y encontró lo que le pedía.

-¡Ajá! Dijo el muchacho con aire de triunfo, felicitándose por ser tan meticuloso. La dirección registrada en SUNAT no consigna esa letra A.

-Si, ya lo sé, pero para que los clientes nos puedan ubicar fácilmente y no nos confundan con la bodega de al lado...

-Usted debió poner la dirección tal y como lo indica la orden, señora.

Erlinda le clavó una mirada suplicante. Había escuchado que la SUNAT no reparaba en errores y cerraba tiendas con la misma rapidez con la que alguien dice ¡Dios mío!

- Esta bien -le dijo al fin el chico, luego de darse un pausa de suspenso- Por esta vez la voy a pasar, pero consígase algo para ocultar esa A de allí. o dígale al dueño del local que haga los trámites ante la municipalidad para dividir su predio.

- Muchas gracias, joven.

- Bien, le voy a dejar esta constancia de descargo para que la lleve cuando tenga tiempo a la SUNAT. Que tenga buen día.

Cuando llegó Miguel, Erlinda le contó su primer encuentro con la autoridad. Este le avisó inmediatamente a su contador, un joven aficionado a empinar el codo. Al leer el documento, dijo muy suelto de huesos:

- ¡Ah, con que esas tenemos. No te preocupes. Así te quieren asustar esos cabrones, pero no pasa nada!

Dicho esto, se guardó el documento en el bolsillo y le anunció que iría mañana a primera hora. Erlinda y Miguel continuaron trabajando. Eran los únicos que abrían desde las seis de la mañana y ya empezaban a tener clientes entre algunas empresas importantes. De seguir así, Miguel pensaba abrir una sucursal en el mismo puerto Masusa para eliminar intermediarios y mejorar los precios.

Seis meses después, cuando ya contaban con dos empleados y habían alquilado la casa de al lado para no perder tiempo y dinero en transportes, les llegó una resolución que les partió por el eje.

Una multa de mil quinientos soles por haber consignado en el comprobante de pago una dirección distinta a la registrada en SUNAT, en flagrante violación del artículo ciento setentaitantos del Código Tributario.

El contador se deshizo en excusas por no haber descargado el documento y se excedió en improperios contra el Estado, anunciando con mucha pompa que nunca había perdido un solo proceso con la Superintendencia y que con la reclamación que estaba preparando conseguiría la victoria final.

Dicha reclamación, llena de pleonasmos y carente de sintaxis, transcrita de un viejo libro de contabilidad y salpicada de argumentos no jurídicos; si bien para Erlinda y Miguel resultó incomprensible, para los funcionarios estatales resultó aún más abstrusa y resolvieron devolverla por no tener firma de abogado.

Miguel y Erlinda tuvieron que contratar a un abogado que el contador les recomendó. Al escucharlos, el letrado levantó las cejas y les dijo que no había porqué preocuparse, porque este era un procedimiento de rutina y si ellos querían podía llevar el caso hasta el mismo Tribunal Fiscal, donde pasarían años antes de que expida sentencia, y mientras tanto el cobro de la multa quedaría suspendido. Les comentó que el error de ambos fue de estrategia, y que debieron consultarlo con un abogado desde el principio.

Cuando le preguntaron por sus honorarios, intimidados por el lujo extremo de la oficina donde los recibió, el doctor les dijo que no se preocuparan, que cuando se trataba de una injusticia latente como ésta, en lo último que pensaba era en cobrarles por adelantado. Miguel y Erlinda respiraron aliviados.

El doctor reformuló la apelación y le dio un nuevo aspecto, con profusión de frases en latín y referencias históricas que llegaban hasta el mismo Justiniano. A su lado, la apelación del contador empírico lucía como una columna de chismes de un periódico de medio pelo. La pareja quedó satisfecha.

Al lunes siguiente, el enorme auto del abogado se estacionó frente a la bodega, y bajaron de él una mujer y dos adolescentes, diciendo que los había enviado el doctor a cobrarles por el servicio. Sacaron, arroz, menestras, latas de conserva, salchichas, leche, huevos, jugo y azúcar por un monto de casi seiscientos soles. Miguel y Erlinda veían vaciarse sus anaqueles sin poder hacer nada porque, después de todo, el trabajo estaba hecho.

A estas alturas las rentas de la pareja empezaban a mermar. Tres meses después llegó la resolución de multa, que desestimaba la apelación del doctor. Debido al tiempo transcurrido, el monto de la sanción había ascendido a mil ochocientos soles. El abogado les dijo que esto agotaba la vía administrativa, mas no la judicial y que si ellos quisieran podrían seguir litigando. La pareja respondió al unísono: no gracias.

Volvieron entonces al contador, que les dijo que lo mejor que podían hacer era aceptar la sanción y acogerse al fraccionamiento. Ahora, aparte de pagar el impuesto mensual (que ascendía a ciento cincuenta soles aproximadamente), debían pagar ciento ochenta soles durante diez meses, lo que quiere decir que sus tributos se habían duplicado, aunque sus activos estén disminuyendo.

Luego de cuatro meses haciendo malabares para poder cumplir con el impuesto y la multa a la vez, vendiendo algunos muebles y deshaciéndose del gato que les hacía gastar mucho en comida, el quinto mes no pudieron cumplir con la obligación, e inmediatamente les llegó una nueva Resolución en la que les comunicaban que, por semejante incumplimiento, acababan de perder su derecho a fraccionamiento, por lo que debían abonar la totalidad de la multa en el más breve plazo posible o se haría efectiva la cobranza coactiva.

Nuevamente desfilaron entre contadores y abogados, sin que nadie pueda o quiera ayudarles realmente. La bodega se descuidaba cada día más y a veces permanecía cerrada para esquivar al prestamista que los había socorrido hace unos meses para mantenerse a flote.

Finalmente, un día ingresó una señora muy elegante que se presentó como la ejecutora coactiva y, con un lenguaje bastante técnico y presuntuoso, les explicó su misión. Hizo un inventario de los artículos y luego cargó con ellos, comunicándoles que su cuenta estaba saldada.

Miguel Paredes y Erlinda Rengifo aún venden maní tostado por las calles, aunque evitan pasar por Abtao. A veces se encuentran con el prestamista y reciben insultos, pero Miguel se reserva la furia para descargarla con el primer imbécil que les diga conformistas.


jueves, 12 de junio de 2008

DECLARACIONES DE CHICO BUARQUE. MINISTRO DE EDUCACIÓN DE BRASIL


Durante un debate en una universidad de Estados Unidos, le preguntaron al ex gobernador del Distrito Federal y actual Ministro de Educación de Brasil, CRISTOBAL 'CHICO' BUARQUE, qué pensaba sobre la internacionalización de la Amazonia. Un estadounidense en las Naciones Unidas introdujo su pregunta diciendo que esperaba la respuesta de un humanista y no de un brasileño. Ésta fue la respuesta del Sr. Cristóbal Buarque:

"Realmente, como brasileño, sólo hablaría en contra de la internacionalización de la Amazonia. Por más que nuestros gobiernos no cuiden debidamente ese patrimonio, él es nuestro. Como humanista, sintiendo el riesgo de la degradación ambiental que sufre la Amazonia, puedo imaginar su internacionalización, como también de todo lo demás, que es de suma importancia para la humanidad.

Si la Amazonia, desde una ética humanista, debe ser internacionalizada, internacionalicemos también las reservas de petróleo del mundo entero. El petróleo es tan importante para el bienestar de la humanidad como la Amazonia para nuestro futuro. A pesar de eso, los dueños de las reservas creen tener el derecho de aumentar o disminuir la extracción de petróleo y subir o no su precio.

De la misma forma, el capital financiero de los países ricos debería ser internacionalizado. Si la Amazonia es una reserva para todos los seres humanos, no se debería quemar solamente por la voluntad de un dueño o de un país. Quemar la Amazonia es tan grave como el desempleo provocado por las decisiones arbitrarias de los especuladores globales. No podemos permitir que las reservas financieras sirvan para quemar países enteros en la voluptuosidad de la especulación.

También, antes que la Amazonia, me gustaría ver la internacionalización de los grandes museos del mundo. El Louvre no debe pertenecer solo a Francia. Cada museo del mundo es el guardián de las piezas más bellas producidas por el genio humano. No se puede dejar que ese patrimonio cultural, como es el patrimonio natural amazónico, sea manipulado y destruido por el sólo placer de un propietario o de un país. No hace mucho tiempo, un millonario japonés decidió enterrar, junto con él, un cuadro de un gran maestro. Por el contrario, ese cuadro tendría que haber sido internacionalizado.

Durante este encuentro, las Naciones Unidas están realizando el Foro Del Milenio, pero algunos presidentes de países tuvieron dificultades para participar, debido a situaciones desagradables surgidas en la frontera de los EE.UU. Por eso, creo que Nueva York, como sede de las Naciones Unidas, debe ser internacionalizada. Por lo menos Manhatan debería pertenecer a toda la humanidad. De la misma forma que París, Venecia, Roma, Londres, Río de Janeiro, Brasilia... cada ciudad, con su belleza específica, su historia del mundo, debería pertenecer al mundo entero.

Si EEUU quiere internacionalizar la Amazonia para no correr el riesgo de dejarla en manos de los brasileños, internacionalicemos todos los arsenales nucleares. Basta pensar que ellos ya demostraron que son capaces de usar esas armas, provocando una destrucción miles de veces mayor que las lamentables quemas realizadas en los bosques de Brasil. En sus discursos, los actuales candidatos a la presidencia de los Estados Unidos han defendido la idea de internacionalizar las reservas forestales del mundo a cambio de la deuda. Comencemos usando esa deuda para garantizar que cada niño del mundo tenga la posibilidad de comer y de ir a la escuela. Internacionalicemos a los niños, tratándolos a todos ellos sin importar el país donde nacieron, como patrimonio que merecen los cuidados del mundo entero. Mucho más de lo que se merece la Amazonia. Cuando los dirigentes traten a los niños pobres del mundo como Patrimonio de la Humanidad, no permitirán que trabajen cuando deberían estudiar; que mueran cuando deberían vivir. Como humanista, acepto defender la internacionalización del mundo; pero, mientras el mundo me trate como brasileño, lucharé para que la Amazonia, sea nuestra. ¡Solamente nuestra! "

(Es bueno saber que Chico, en su juventud uno de los representantes de la Música Popular Brasilera al lado de Caetano Veloso, es consecuente con sus ideas aún estando del otro lado de la mesa. El autor de "Mañana será otro día" no es como algunos muñequitos que chillan y tiran piedras para, luego de haber captado la atención del que tiene la sarten con el mango, se olviden de la tierra que pisaron y los hombros que los cargaron hasta allí).

OBSERVACIÓN: Este artículo fue publicado en el NEW YORK TIMES, WASHINGTON POST, USA TODAY y en los mayores diarios de EUROPA y JAPÓN.

En BRASIL y el resto de Latinoamérica, este artículo no fue publicado.

Tomado de: http://armandoarteaga.spaces.live.com/?_c11_BlogPart_BlogPart=blogview&_c=BlogPart&partqs=amonth%3D2%26ayear%3D2008

miércoles, 11 de junio de 2008

"EL LIBRO HA MUERTO”

Bill Gates acaba de anunciar la muerte del libro de papel. Al igual que Nietzsche, el norteamericano más acaudalado del mundo planea privarnos de una de las creaciones más trascendentes de la especie humana. Prevé que en el futuro la gente leerá lo que desee desde una computadora portátil o una Palm, podrá comprar libros virtuales y descargarlos directamente desde la red, con acceso ilimitado a obras de todo género. Millones de volúmenes en la palma de la mano.

Los escritores más renombrados (entre ellos nuestro Vargas Llosa) han puesto el grito en el cielo afirmando, entre otras cosas, que la íntima conexión entre autor y lector no podrá establecerse a través de un objeto tan impersonal y luminoso como un ordenador. El escritor peruano González Viaña afirma que ya en otros tiempos el libro se había enfrentado con agoreros que predijeron su fin. Por ejemplo: cuando se inventó la imprenta de Gutenberg se dijo que significaba el fín de los calígrafos, o sea los escritores; cuando se publicó la gramática de Nebrija, se creyó que el establecimiento de reglas para la escritura terminaría liquidando a los autores; cuando se inventó la radio, el cine y la televisión se dijo otro tanto de lo mismo. Muchos han tomado las expresiones del dueño de Microsoft como delirantes, pero no olvidemos que, al margen de sus cuestionables intenciones, él mismo se imaginó hace treinta años el mundo de hoy, y tomó la delantera. “No, el libro no va a morir” grita González Viaña casi como una arenga. Yo no tengo la misma impresión.

En efecto, me parece que nuestro viejo libro de papel no podrá sobrevivir el embate de las nuevas tecnologías. Principalmente porque, a diferencia de épocas anteriores, el cambio que está matando al libro es un cambio global, un cambio en el modus vivendi de esta nueva sociedad tecnológica, en el que el fin del libro no es más que un efecto colateral. El tránsito a la llamada “sociedad de la información” es el paso más devastador de nuestra civilización en toda su historia. Nos hemos vuelto competitivos y especializados, pero también mecanizados e impersonales. Podemos comunicarnos con cualquiera al otro extremo del mundo, pero no queremos saber ni quién vive al lado nuestro. Encendemos la tele y nos preocupamos por la violencia en Irak, la pobreza en Ruanda o la muerte de un niño palestino, pero salimos a la calle y pasamos de largo si vemos un indigente pidiendo limosna, o nos molestamos por la impertinencia de un vendedor de caramelos. Es el progreso, que le dicen.

Al enviar un mensaje de texto, descargar información de Internet, chatear, pagar con la tarjeta o cancelar las cuentas desde casa, asistimos casi sin darnos cuenta a la progresiva extinción del soporte material en nuestras relaciones sociales. A diferencia de la imprenta, el cine, la radio o la televisión, esta nueva forma de comunicación (la comunicación virtual), no ha venido a ser una más entre todas, sino que está llamada a ser la más totalizadora, haciendo que el resto se pliegue a ella. Así, el viejo rollo fotográfico está siendo reemplazado por la fotografía digital, los billetes y monedas por tarjetas de crédito y débito, los trabajos escolares y universitarios se convierten en e-mails al profesor, los comprobantes de pago en pequeños tickets numerados, y el libro en una carpeta de la PC. La consigna es única: si no puede convertirse en megabytes, está destinado a desaparecer.

Es comprensible que lectores y escritores de otra generación se muestren incrédulos ante tales presagios, pero también es increíble la forma en que la gente más joven va adaptándose a estos cambios. Un adolescente promedio pasa entre cuatro y seis horas diarias frente a la computadora revisando información de toda clase. Las estadísticas revelan que cada generación es más instruida que la anterior, sin embargo cada vez vamos menos a las bibliotecas. La historia nos enseña que nada permanece inmutable y que el tiempo convierte lo extraño en cotidiano. Cuando se introdujo la máquina de escribir alrededor de 1870, los viejos escritores acostumbrados al manuscrito afirmaron la poca idoneidad de este aparato por su complicado manejo y pensaron que nunca remplazaría a la pluma y al papel en el proceso de creación literaria. Hoy es impensable que un editor quiera corregir garabatos.

En todo caso puede que el libro permanezca, pero sólo de manera supletoria. Estará allí donde el avance tecnológico sea escaso y probablemente seguirá cumpliendo un rol importante en el proceso de alfabetización, por ejemplo en nuestras riberas (algunos extremistas afirman incluso que en el futuro resultará innecesario aprender a escribir a mano).

Ciertamente no son noticias alentadoras, pues ello importa profundos cambios en la calidad de la literatura. Cuando el televisor era algo nuevo, allá por la década de 1950, las familias generalmente lo colocaban en un rincón de la casa, como si fuera un macetero o un piano. A la hora del programa, las sillas del comedor se ponían cerca al aparato y disfrutaban así de la emisión. Al concluir, todo volvía a su lugar. En las salas de hoy en día, en cambio, el televisor es el objeto más importante. Todos los muebles están dispuestos hacia él, de manera que nada pueda obstaculizar su visión. Supongo que el libro virtual afectará tanto la producción literaria como el control remoto afectó la producción televisiva.

En efecto, cuando el espectador pudo controlar cómodamente su aparato favorito sin tener que levantarse cada vez para cambiar de canal, los productores y anunciantes recurrieron a todo tipo de artificios para mantener la atención del posible consumidor. Conscientes de estar a un click de ser borrados por otro canal, se enfocaron en la comunicación visual: una calata, una sonrisa perfecta, una historia sórdida, un delicioso manjar. La publicidad empezó a exacerbar nuestros instintos más que nuestro intelecto. Frente a la tele, nos volvimos un cúmulo de emociones instantáneas y necesidades superfluas listas para ser satisfechas por nuestros proveedores.

Muchos de nosotros tenemos un libro de cabecera, que siempre leemos antes de dormir, y es poco probable que si en mitad de la lectura queremos hojear otro texto nos levantemos a la biblioteca a buscarlo. Preferimos soportarlo, como el espectador de antaño soportaba los aburridos comerciales por no desprenderse del sillón a cambiar de canal. Imagínese ahora recostado en su cama con un aparato parecido a un celular, donde tiene almacenado miles de libros de su agrado. Cientos de escritores virtuales tratando de que usted lea su obra hasta el final sin hacer uso del despiadado click. La manera en que logren esa hazaña irá en desmedro de la calidad de sus escritos.

Una vez más nos queda el consuelo de la historia: con la imprenta de Gutenberg y la producción de libros en distintas lenguas se pensó que la literatura terminaría por envilecerse, pues hasta ese momento sólo se consideraban serias las obras escritas en latín. El siglo de oro español y las corrientes literarias posteriores demostrarían todo lo contrario. Ojalá que con el tiempo, este conjunto de cambios en la forma de comunicarnos termine convirtiéndonos en algo más que consumidores exquisitos.
D.M.Wong

domingo, 8 de junio de 2008

Un alcalde bueno no es lo mismo que un buen alcalde


En el año ****, ocupaba el despacho de alcaldía don *****, hombre de aristocrática estampa, rancias costumbres y frente tan abundante como los años que llevaba encima.

Nuestro alcalde gustaba de la buena música, la conversación amena y las tardes rendidas al sol desde la terraza, bebiendo refresco de cocona y atendiendo de vez en cuando uno que otro asuntillo doméstico. Su padre, fallecido ya hace algunos años, también había ocupado el mismo cargo luego de ser reconocido por todos como empresario exitoso y de haber conseguido el apoyo del Partido Popular, condiciones indispensables para aspirar a un cargo político de importancia.

Pero a diferencia de su progenitor, que era todo arrojo, liderazgo y voluntad, nuestro personaje siempre había vivido a la sombra de aquél: melindroso como un condesito y asustadizo en las horas decisivas. Cuando tomó las riendas de la empresa a la muerte del viejo, no tardó en llevarla a pique; no tanto por rumboso y gastador, sino por ineptitudes administrativas. Agobiado por la culpa y por la posibilidad de que todos lo señalaran como un inútil que no dio la talla, no se le ocurrió otra cosa para salvar su buen nombre que postular a la alcaldía, como papi.

Puso en su lista de regidores a sus compadres, a los hijos de sus compadres, algunos vecinos, amigos de la infancia, todos gente de fuste que no dudaron en abrir sus corazones al pueblo y sus billeteras a la campaña. No tenía una oratoria encendida, de hecho sus asesores le recomendaban en los mítines hablar poco y mover los brazos en alto para no dormir al público, pero como se había rodeado de gente hábil y organizada, dejó que ellos hagan todo el trabajo y le llamaran sólo cuando había que dar la cara.

Cuando se enteró de haber ganado, no pudo dejar de enjugarse una lágrima pensando que al fin había hecho algo bien en su vida.

- Bueno señores -dijo luego de repantigarse en el sillón municipal- si Dios me ha dado este cargo es para acabar con los borrachos y trapisondas de esta muy noble ciudad. ¿Dónde se ha visto, señor regidor, que rapazuelos de quince o diecisiete años estén tomando licor en la calle? ¿Donde se ha visto que las fiestas duren hasta el amanecer con tanto alboroto, en locales tan atestados que no pueda echarse ni un grano de arroz, con bailes groseros, llenos de desvergüenza e impudicia?

- ¿Donde? Pues en todas partes, señor - contesto el regidor, que era uno de los parroquianos en aquellas fiestas.

- Pues por lo mismo, voy a acabar con eso.

Y puso en práctica la primera de sus grandes ideas: el plan "Sana Ahora". Bueno, en realidad era la copia fiel de un programa impulsado en uno de los distritos de la capital, tan rancio como él, que consistía en que todos los locales donde la gente se divierte cierren sus puertas antes de la una de la mañana, a excepción de los fines de semana, en que podrán permanecer abiertos hasta las tres. Con esto, el alcalde pensó cosechar el aplauso de sus súbditos, perdón, de sus vecinos, que le estarían agradecidos porque, acabando con la ebriedad, se acabaría la delincuencia.

Pero parece que su fórmula resultó errada, porque lo único que cosechó fue un par de piedrazos en la cabeza y algunas lunas rotas cuando un grupo de noctámbulos se acercó a su casa para hacerle entender a las buenas que no iban a permitir que un empingorotado señor, por muy alcalde que sea, los mande a casa temprano como si fueran chiquillos de teta. Nuestro angustiado alcalde, que nunca se había visto en esas trazas, tuvo que llamar a la Policía en pijama y sombrerito para que sacara a los manifestantes de allí.

- Caray - se dijo un poco aturdido - Jamás pensé que la cosa llegaría a tanto.

- Es que no puede privarlos de lo más importante - dijo el regidor, que se alegraba en silencio- Los iquiteños son como el tipo del bolero que canta: Quítame la vida, pero no me quites la bebida.

El alcalde se rascaba la cabeza sin entenderlo.

- Pues tengo que hacer algo para contentarlos, o tendré que mudarme.

Pasaron algunos meses y la oportunidad de redimirse llegó cuando un grupo de rock argentino dio un concierto en la ciudad. Defensa Civil había emitido un informe desfavorable acerca de las condiciones del lugar donde se realizaría dicho concierto, y recomendaba la cancelación del mismo. El alcalde, en un rapto de populismo poco frecuente en él, permitió que el concierto se realizara de todas formas. Con esto pensó meterse en el bolsillo a todos demostrando que era un hombre que sabía tolerar los excesos de la juventud.

Ahora sí me harán llegar felicitaciones de todas partes, pensó. Pero después del reventón, lo único que le llegó fue una denuncia penal por negligencia al haber puesto en peligro la vida de los asistentes al evento. El alcalde se tumbó en el sillón y, llevándose las manos a la cabeza, dijo:

-Caray. Esto de manejar la ciudad resultó más difícil que manejar la empresa de papá. Qué diría si supiera que ya me gané mi primera denuncia.

- No se preocupe señor alcalde - le consoló el regidor- al menos los argentinos se lo agradecieron. ¿Por qué no se da un viajecito por Lima para despejarse? Nosotros nos encargaremos de todo.

El mes de Diciembre estaba cerca y los comerciantes se deshacían en préstamos a la caja municipal para vender en la Feria Navideña, que no es otra cosa que la ocupación de las calles céntricas por innumerables puestos de plástico y madera, donde se vendía de todo. Muchos comerciantes trabajaban todo el año para llegar con un buen stock, y a algunos les iba tan bien que no tenían necesidad de trabajar por el resto del verano. Fórmense entonces una idea de lo importante que era para ellos.

Faltando un mes para la inauguración, un nuevo informe de Defensa Civil llegó al despacho del alcalde. Éste recomendaba que los comerciantes fueran reubicados porque la zona era insegura en caso de incendio.

-Bien, con que esas tenemos -dijo mientras releía el documento- Pues no hay más que decir: amén. Si Defensa Civil no quiere, yo acato y cumplo. Y no me harán la camita esta vez.

Y sin pensarlo dos veces, estampó su rúbrica en la Resolución que prohibía la venta ambulatoria en las calles Próspero, Abtao y 9 de Diciembre durante todo el último mes del año. Luego de eso preparó sus maletas y partió para Francia, porque ya le estaba agarrando el gusto por los viajes, animado por sus regidores, que eran tan eficientes sin él.

- Creo que, después de todo, seré un buen alcalde- dijo mientras se miraba en el espejo mientras se tomaba del cinturón.

Cuando retornó de Europa, rozagante y dispuesto, una turba lo esperaba en la Municipalidad, no precisamente para darle vítores, sino para molerlo a carpetazos. Tuvo que entrar bajo el escudo de sus serenos y, luego de informarse de los motivos de tal comité de recepción, esperó prudentemente a que se marcharan para poder llegar a casa completo.

Iquitos era un tole-tole: enfrentamientos diarios de los comerciantes con serenazgo por tomar las calles, pedidos de revocatoria, cobertura de los medios a nivel nacional, en fin. Diríase no más que los pobrecitos y despojados comerciantes resultaron ser más fuertes que la autoridad, porque el alcalde tuvo que dar marcha atrás y permitir que los vendedores hicieran de las suyas, aunque comprometiéndose a dejar libre en la parte central de la pista el suficiente espacio como para que pasase un camión de bomberos, con lo que dejaba contentos también a los inspectores de Defensa Civil.

Nuestro alcalde ya no tenía uñas, pues casi todas se las había comido el pobre pensando en que a la vuelta de la esquina un piedra aterrizaría en su incipiente calva, mandándolo a la tierra de donde no se regresa. Concluyó que eso de tener a todos contentos era una quimera y que lo mejor que podía hacer era no hacer nada. De paso se dio cuenta que ya era tiempo de otro viajecito.

Pero parece que nuestro personaje tenía un don natural para encontrar problemas en cada pelo del bigote. Cuando, unos meses más tarde, un juez decidió cerrar el botadero Municipal por considerar que contaminaba el ambiente, se levantó casi de un brinco y dijo:

-Pues esta vez no me van a echar la culpa a mí. Si ese juez no quiere que la basura vaya al botadero, pues la basura no se recogerá. Vamos a ver si ese infeliz no se retracta cuando le empiecen a llover lagrimitas de San Pedro (o sea piedras).

Cruzó las manos por detrás de la cabeza y ordenó que no salieran los camiones municipales de la basura; y cuando los periodistas se acercaban a preguntarle porqué, respondía con toda frescura: porque no me dejan, mire usted. Vaya y pregúnteselo al juez ése. La ciudad empezó a oler mal.

Con esto pensó mantenerse al margen de la furia popular, que ya empezaba a hartarlo, pero nuevamente volvió a equivocarse. Y es que, como cualquier ciudadano, podía apelar, y mientras dure la apelación la basura podía seguir llegando al botadero. Se enteró de esta triquiñuela legal muchos días después, y aparte de quedar como un ignorante, quedó en evidencia una vez más su absoluta falta de liderazgo, porque al andar buscando culpables olvidó que era la máxima autoridad en este asunto.

Con el rabo entre las piernas y una segunda denuncia ante la Fiscalía de Prevención del delito por contaminación de la ciudad, una vez más tuvo que retractarse y ordenar que los camiones salieran nuevamente, limpiando primero la fachada de su vivienda, que había sido decorada con toda clase de deshechos orgánicos.

El alcalde se dirigió a la terraza y pudo al fin descansar (por ahora), dando sorbos a su refresco de cocona y contemplando la ciudad de noche. Pensó que la política era una vaina y que más le hubiera valido dedicarse a otra cosa. Tal vez lo piense mejor en el siguiente viajecito.

viernes, 6 de junio de 2008

El calor tiene la culpa


Se ha dicho que el clima y la geografía influyen en la idiosincrasia de un pueblo. Que la idea de equilibrio de poderes y democracia no habría surgido en Grecia si esta no hubiera sido un conjunto de islas más o menos independientes entre sí, pero con una sólida identidad propia. Que los habitantes del hemisferio norte son más serenos y circunspectos que sus festivos vecinos del ecuador. Que Japón no sería hoy una potencia en tecnología y productos manufacturados si nunca hubiese tenido la necesidad (debido a su árida y volcánica geografía), de importar materias primas. Que el frío hace al hombre trabajar y el calor lo vuelve un haragán sin remedio; y que el mundo sería un mejor lugar si los ricos del norte gozaran del mismo clima que los pobres del sur.

Y debo admitir, lector, que todo esto empieza a parecerme cierto. Iquitos tiene una temperatura que oscila entre los 28 y 35 grados centígrados, nada que envidiar a los árabes del desierto, y a veces el calor al mediodía es tan insoportable que si vas en moto es imposible dejar de bajar los brazos en cada semáforo rojo, pues parece que ardieran como conciencia de congresista. Entre las dos y las cuatro de la tarde las calles de Iquitos parecen las de un domingo: casi vacías. A esa hora el iquiteño se guarda del sol y aprovecha para descansar. Ninguna diligencia se programa durante ese tiempo y es muy conocida la frase "cuando baje el sol", usada como pretexto para dejar para mañana lo que se debió hacer hoy.

Casi ningún negocio acata la moda de la capital del "horario corrido" y hasta las grandes galerías, como Quispe, suelen cerrar entre la una y las cuatro. Saben que en esas horas venderán tanto como el infeliz al que se le ocurrió vender "curichis de yogurt" y que ahora no se encuentran ni para recuerdo.

Entonces pues, puede que en ciertas costumbres poco esforzadas de mis coetáneos tenga mucho que ver el calor. Analicemos un poco más:

Se ha dicho que somos inmorales y promiscuos; y es porque puertas y ventanas se abren casi todo el día, dejando ver cosas que asustarían al más flemático limeñito.

Se ha dicho que somos confianzudos, porque la escasez de privacidad a que nos obliga el calor nos libera de formalidades y prejuicios; y no lo pensamos dos veces antes de abrazar al extraño, compartiendo el mismo vaso de cerveza o invitándolo a conocer hasta el último rincón de nuestra casa.

Se ha dicho que nuestras mujeres son ardientes y fáciles, y esa no es más que una mala impresión producto de su brevísima vestimenta; conclusión tan estúpida como llegar a una tribu aborigen y pensar que todas las mujeres de allí son unas perras porque andan mostrando lo que no deben. Las iquiteñas son efusivas en su trato y desprejuiciadas en su vestir, pero el problema no está en lo que hacen, sino en la interpretación que se la da a lo que hacen. Y antes de aceptar que vengan moralistas de otros lares a querer decirnos lo que ellas deben vestir, deberían someterlos primero a un test de Roschard para saber en que piensan ellos cuando se topan con una fémina entrepierna desnuda. Tal vez simplemente estén tratando de luchar con sus propios demonios.

Y bueno, la acusación final, que es la idea central de este artículo y hiere profundamente mi orgullo de varón: se ha dicho que el hombre charapa es un haragán. ¿Cuánto de verdad encierra esta afirmación? Quienes la defienden argumentan el manido discurso de la fuerza y el empuje del inmigrante de la sierra, que llega a Iquitos con una mano adelante y otra atrás, que duerme en una covacha y come cuando puede, pero a los pocos años de intenso trabajo (de horario corrido, por cierto) llega a ser propietario, cuando no un gran empresario. Ellos son las hormigas y nosotros la cigarra. Entre ellos y los chinos circula casi el 70% del flujo de caja de la ciudad. ¿Y qué es lo que piensan de nosotros? Que carecemos de: buenas costumbres, disciplina en el trabajo, sentido del ahorro, visión de futuro, grandes proyecciones, y que si no cambiamos de actitud siempre seremos sus empleados en sus fábricas y almacenes.

Así es, lector. En economía casi hemos sido expropiados. Y nosotros felices. Menos responsabilidad, más reventón. Nos basta con recibir nuestra paga semanal el sábado para volar al Complejo Naval y canjearla por cerveza, y luego andar prestando el lunes para el mercado o, lo que es peor, empeñando la tele. ¿Han advertido el crecimiento inopinado de las casas de empeño? Otro espejo de un deficiente sentido del ahorro, producto de nuestra idiosincrasia improvisada y facilista.

Jorge Bruce dijo alguna vez que nada te brinda mayor información acerca de la manera de ser de una población que su tráfico, y creo que dijo bien. Si tuviera que elegir al ícono que mejor represente al charapa promedio escogería a un motocarrista. Ser motocarrista es la primera opción para salir de un apuro, el dinero fácil al que recurren los mocosos sin brevete para invitar a la enamorada a la pollería o comprarse el celular de moda. Son todo un caso aparte. La proyección de nuestros defectos. Como conductor de motocicleta, he tenido la oportunidad de verlos interactuar en la pista y soportar muchas de sus impertinencias. El Reglamento de Tránsito establece que los vehículos lineales deben transitar por el lado derecho de la pista, pero aquí ésa es letra muerta, pues desde siempre esa parte de la vía le ha pertenecido a los motocarristas que, ávidos de algún pasajero, circulan a diez kilómetros por hora en los grandes jirones y avenidas. Y si por ahí ve algún posible pasajero en el otro extremo, no duda en cruzarlo, provocando violentos frenazos y desatando un concierto cláxones, música para sus oídos. Lo peor de todo el que el susodicho pasajero ni siquiera levantó la mano para llamarlo, sino que el chofer va para rogarle que suba, dispuesto a esperar todo el tiempo del mundo a que se decida sin importarle los vehículos que vienen atrás. El motocarrista es sin duda el rey de las pistas, y casi existe como una cofradía o hermandad, pues cuando uno de ellos hace lo que acabo de mencionar, los que menos se exaltan son los demás motocarristas, como si disculparan su impertinencia porque saben que ellos harían lo mismo por ganar un pasajero. En la Próspero es casi imposible de cruzar, no tanto por la afluencia de vehículos, sino porque no bien te colocas al borde de la vereda un enjambre de motocarros se para tu lado como apristas en busca de ministerio. Hay que estar continuamente negando con la cabeza para que empiecen a circular. Tanta es la gravedad del problema que a todo lo largo del Jirón hay varios policías con una sola función: evitar que los motocarros se estacionen a esperar pasajeros.

Y es que en eso de estacionarse a esperar nadie les gana. Otra razón por la que los escogí como ícono. Cuando no están yendo a donde no los llaman están... estacionados. En la puerta de la UPI, en la puerta del Grupo 42, en la puerta del San Agustín, en los mercados, y en donde sea que la Policía no los eche (¿verdad que son como las moscas de una casa?) Entonces, se tienden a dormir a pierna suelta o conversan con sus compañeros del gremio, intercambiando los últimos chismes o quejándose de lo baja que está la plaza hoy y lo injusta que es la vida porque a pesar de trabajar como burro todo el santo día no pueden salir de pobres.

Improvisados, quejumbrosos, haraganes, despreocupados, juergueros, impresentables... tal vez nos molesta demasiado que existan tantos motocarristas en esta ciudad porque todos tenemos un poquito de lo que a ellos les sobra. Antes hubiera puesto el grito en el cielo si me dijeran que el iquiteño es haragán, ahora sólo puedo responder no todos. Pero en fin, no nos sintamos miserables por lo que piense la gente. Digamos que el calor hizo su poquito.
D.M.Wong

jueves, 5 de junio de 2008

SER GORDITA EN ESTOS TIEMPOS

Disfrutábamos cómodamente de una hamburguesa, junto a una humeante carretilla que más parecía una estufa gigantesca, cuando de pronto mi novia me preguntó si estaba gorda. Como todo caballero, le respondí que lucía espectacular, pero más me hubiera valido no haber mentido tan exageradamente. Me lo volvió a preguntar, esta vez poniéndose de pie, dándose una vuelta entera y advirtiendo que mirara con atención y sea lo más sincero posible. Puse cara de doctor y tomé una larga pausa mientras la analizaba. Bajita y de ojitos juguetones, una pícara sonrisa se dibujaba entre sus mejillas voluptuosas. Sus brazos eran gorditos, pero me gustaban. Su pronunciado escote, tantas veces instigador de lujuriosas miradas, apenas sostenía su abundante y florido busto. Debajo de éste, un pletórico abdomen, apretujado por el blue jean, parecía exigir pronta liberación.

Si, es cierto. Había engordado un poco desde que nos comprometimos hace tres meses, pero no perdía atractivo para mí. La he visto engordar durante las vacaciones y adelgazar durante las clases muchas veces, y siempre me ha parecido la linda y tierna chica de la cual me enamoré. Jamás dije o hice algo que le haga pensar que me incomoda su figura, así que los comentarios sobre su silueta debían provenir de otros flancos: de su mamá quizá, de sus amigas o de su hermana. Las mujeres siempre andan cuidando la línea ajena. Y aunque le dijeran que se parece a Liz Taylor (pero en sus últimos años), para ella yo tenía la última palabra. Por eso es que, parada allí mientras se quitaba la mayonesa de los labios, me miraba con la expectación de un reo esperando la sentencia.

Tenía dos caminos: decirle que estaba engordando y provocar una crisis en su estado de ánimo, con periodos de melancolía y conductas acomplejadas, seguido por desesperados planes de dieta y footings matutinos de los que no podré escapar (además, al ser reconocida por mí, su gordura se convertirá en el referente de todas nuestras posibles discusiones: si un día no tengo ganas de salir y quiero que nos quedemos en casa, dirá que es porque tengo vergüenza de exhibirme con una ballena; si paso un sábado con los amigos, pensará que la estoy abandonando; si olvidé darle un beso de despedida, será porque que ya no la deseo como antes) o, podría mentir: decirle que está tan linda y delgada como siempre y que no haga caso a comentarios envidiosos y malintencionados. No había mucho que pensar. Escogí esto último mientras le estampaba un beso en la frente diciéndole que no se preocupara. Ella me miró algo escéptica, pero supongo que terminó creyéndolo, pues no volvimos a tocar el tema. Comimos, reímos y platicamos largamente. Había salvado la jornada.

Al menos eso fue lo que pensé hasta que, luego de pagar a la señora de las hamburguesas, le dije sin pensar: Vámonos gordita, y de pronto se hizo la noche. Al darme cuenta de lo que dije, en un rápido gesto traté de demostrarle que lo hice a propósito para jugarle una broma, pero no era estúpida. Mientras me increpaba lo falso y mentiroso que había sido con ella, podía ver en sus ojos de fuego que estaba a punto de ser demolido por un huracán. Me habló de cuán importante era mi opinión para ella y de cómo había demostrado con mi actitud, que me tiene sin cuidado lo que le pase y que me vería a partir de ahora como alguien que es capaz de fingir una confianza que no posee. En todo el camino a su casa no me dirigió la palabra. El único gesto que recibí fue un portazo en la nariz mientras me despedía.

¿Por qué le molesta tanto engordar un poco? ¿Por qué a todas les molesta engordar un poco? Al fin y al cabo, ¡bienvenida la gordura femenina! Ellas tienen la tendencia a engordar porque sus cuerpos están diseñados para procrear y amamantar. Y sin embargo exigimos que cada día estén más flacas. La palabra “flaca”, de ser un insulto, ha pasado a ser un piropo. Desde pequeñas las acomplejamos: cuando son niñas anhelan ser como las Barbies anoréxicas que les compramos, y les prohibimos comer más dulces que sus hermanos. Al llegar a la adolescencia, la ropa de los varones continua siendo cómoda y holgada, pero en las mujeres se torna ajustada: blusas, jeans, tops, shorts, chavos, parecen estar diseñados para dibujar su silueta, de manera que cualquier rollo delator sea puesto en evidencia. Ya para cuando tienen veintiún años, las telenovelas, los catálogos, la publicidad, los comentarios de sus amigas y de mamá le han enseñado que no hay nada más femenino que la delgadez. A una gordita adolescente difícilmente podrán verla como mujer. Tal vez nos parezca tierna, pero un cachorro también lo es.

El resultado final será, en el peor de los casos, una persona neurótica, martirizada, reprimida y con úlceras. La mayoría se siente culpable luego de haber incluido un platillo prohibido en la dieta, y cuando la culpabilidad no puede sobrellevarse, se torna en bulimia. Por eso quizá, más que los hombres, cuando están deprimidas comen todo lo que puedan. Piensan que así están autodestruyéndose. Los nutricionistas se han vuelto hoy en día tan célebres como los cirujanos plásticos, y muchas veces confunden la delgadez con la salud. Una vez escuché a uno de ellos por la radio decir que si tenemos una hija gordita deberíamos estar sumamente preocupados, porque eso podía disminuir su autoestima. Me pregunto si, en vez de ponerla a dieta para que esté “como debe estar”, ¿no sería mas recomendable enseñarle a no dejarse influenciar por estereotipos equivocados? Tarea difícil.

La otra vez veía un desfile de modas por la tele. Se supone que en estos eventos apreciamos lo que vendrá en belleza. No me gustó lo que vi: brazos que parecían fémures, cuellos de botella, piernas de garza, clavículas tan pronunciadas que podría colgar mi camisa en ellas. Casi nadie usaba sostén, pero ni falta que les hacía. Luego noté sus miradas, sus ojos hundidos, sus rostros pálidos y me pregunté cuántas de ellas podrán recuperarse cuando salgan de ese mundo. Cuántas podrán tener niños sanos. Dicen que Rivaldo, el brillante crack brasileño, era tan pobre que su niñez fue un largo cuadro de desnutrición, y por mucho dinero que ganó después, no pudo recuperar su forma. ¿Qué futuro les espera a aquellas almas que ahora veía desfilar por la pasarela? Tanta delgadez las hacía lucir como niñas. Quizá estos nuevos parámetros de belleza tengan relación con el aumento desmesurado de la pedofilia y la pornografía infantil en el mundo.

En el Perú, la influencia de estereotipos importados de belleza, difíciles de imitar, ha dado como resultado una generación de mujeres descontentas con su figura y en constante lucha por renovarla. Si las mujeres pudieran escogerse antes de nacer, escogerían ser altas, rubias, delgadas, y con un cutis de muñeca. Pero como no pueden, deben recurrir a los tacones, el tinte, las dietas y el maquillaje. En este país, donde campea un machismo ancestral, las mujeres han sido obligadas a cimentar sus cualidades en aspectos externos, medibles o cuantificables. Los hombres en cambio, pueden ser feos y aducir que tienen “belleza interna”. Y les creemos. En este mundo cada vez más vanidoso, ellas se llevan la peor parte. Ni qué decir de las consecuencias en el mercado laboral, donde han terminado encajonadas en empleos alienantes: las vemos como cajeras, impulsadoras, degustadoras, recepcionistas, operadoras, antes empleos mixtos, ahora exclusivamente femeninos, desempeñados por sendos maniquíes de vitrina.
Admito que incluso yo mismo no he podido escapar a la influencia de este mundo light. De vez en cuando miro el volumen de mi abdomen y me preocupo. A veces me deleito con una cintura estrecha o una blusa bien ceñida. La mirada es indomable. Pero no cambio el amor de mi gordita por nada. Quien alguna vez se ha enamorado de una mujer de peso me entenderá. Vulnerables, tiernas, optimistas y sencillas, sus cualidades trascienden todo lo físico y perduran. El amor que entra por los ojos dura tanto como una flor. Mi gordita no tendrá un cuerpo de telenovela (de televisor tal vez) pero me encanta haberme enamorado de su alma, porque sé que mañana, cuando seamos viejos y la piel se nos cuelgue, cuando estemos sentados en el vetusto sillón de nuestra casa vacía y tome sus manos, le acaricie las canas y mire su rostro agotado a través de mis cataratas, seguiré sintiendo lo mismo. Espero que no me reciba con otro portazo esta noche.

D.M.Wong

martes, 3 de junio de 2008

EL ÚLTIMO DESEO DEL VIEJO


En los confines de la ciudad, donde las carreteras terminan para dar paso a los ríos y la hierba crece libre sobre campos de arcilla, una casa se yergue como un punto muerto en el horizonte. Hecha de madera y con piso de tierra, sus ocupantes se preparan para celebrar el quinceaños de su primogénita. Se han repartido invitaciones en cartulina y con intransferible, donde se recomienda “sport elegante” para los varones, y para las nenas “vestido de cualquier color, menos melón”. Los muebles de la sala (una mesa y dos bancas largas), han sido quitados para improvisar la pista de baile. Las paredes están decoradas con serpentinas rosadas y globos blancos. El padrino ha colocado su equipo AIWA en una esquina, mientras su hijo busca entre los Cds el “Tiempo de Vals de Chaián”.

La gente más distinguida de la cuadra ha sido invitada. Van llegando uno a uno, y mientras esperan toman chicha morada Royal en vaso descartable. Las mujeres son las más acaloradas, producto de estar embutidas en extraños e incómodos vestidos. Cerca a la medianoche, el recinto está lleno. Afuera, los que no fueron invitados no se pierden ningún detalle. Cuando llegue el momento, las cortinas que cubren la entrada a la cocina se abrirán y la quinceañera hará su aparición al son de Timbiriche, maquillada, con el vestido melón, sudorosa por el calor de la prenda, incómoda por los zapatos de taco diez, pero emocionada y feliz de tener la fiesta que siempre soñó. Luego vendrán los discursos del padre, de la madre, del padrino, de la madrina, del amigo, del vecino, del que prestó los platos, y si queda tiempo, de la quinceañera. Finalmente, el vals un dos tres un dos tres, donde cada galán bailará con ella simulando que el piso está parejo. Un anciano observa desde afuera aquella puesta en escena. Aunque es bienvenido, se siente incómodo pasar con sus sandalias, su short y su vieja camisa.¡Cómo han cambiado las cosas desde que llegó hace veinte años con su mujer, su hijo, y construyó esa misma casa con sus manos! Harto de la pobreza y la hambruna en las alejadas riberas del Tigre, pensó que Iquitos sería un buen comienzo para él. Al principio no fue fácil. Todos los días salía a pescar y luego caminaba cuatro kilómetros hasta el mercado para vender sus productos. Poco a poco llegaron más ribereños y empezaron a poblar el lugar. Las nuevas carreteras le acortaron el recorrido. Y aunque necesitaba ayuda, prefirió enviar a su hijo a la escuela para que aprenda a leer y escribir. El hijo se hizo grande, consiguió trabajo en el centro y también mujer. Como el sueldo no le alcanzaba para vivir en la ciudad, la trajo a vivir a la casa. Cuando el anciano conoció a su nuera, estaba tan maquillada que le preguntó si era descendiente de los secoyas. Fue el principio de un mutuo alejamiento. Con la nueva familia llegaron el televisor, la radio, el ventilador, la cocina a gas. Por primera vez aquella casa tuvo una puerta con chapa y picaporte. En ese entonces no se celebraban los quinceaños, pero sí los nacimientos. El día en que su nieta nació dio una gran fiesta con masato en la que todos comieron y bebieron hasta hartarse. ¡Aquellas sí eran fiestas! Sin invitaciones, sin vestidos, sin complejas ceremonias.

Cuando la artritis empezó a atrofiar sus músculos, su hijo le pidió que se quedara en casa, que dejara de trabajar. Pero él jamás había dependido de nadie. Como ya no podía remar, vendió la vieja canoa y se compró una mesa grande. Ahora todos los días caminaba hasta el río y compraba los pescados a los pescadores jóvenes. Luego los traía y los colocaba en la puerta, sobre la gran mesa. Su mujer se encargaba de prepararlos para la venta. A la nuera no le gustó que su casa se contaminara con el olor del pescado crudo, pero como el negocio era relativamente exitoso, no podía protestar. Así, el anciano pasaba las tardes muertas conversando con su mujer acerca de los tiempos idos.

Un día, su compañera de toda la vida no despertó más. Tendida allí con la sonrisa de un ángel, parecía estar soñando mientras él le hablaba dulcemente para que despertara. Hacía ya varios días que la neumonía la tenía en cama, y consentía la muerte como algo natural, igual que sus ancestros. Lo único que la abuela quería era ser sepultada en la tierra que un día abandonó para buscar un mejor porvenir. Pero al morir, su hijo no lo permitió argumentando que el viaje era difícil, que ya no tenían canoa y nadie querría llevar un cadáver. Resignado, el viejo aceptó que la enterraran en el cementerio comunal. Todas las tardes caminaba un kilómetro para ponerle una flor. Lo hacía para estar con ella y conversar como siempre, pero también para evitar a su nuera, que ahora era la reina de la casa.

Todo el día su nuera hablaba de cosas que él no entendía, como manicure, cosméticos, un complejo baile con una explosión o algo así. Su hijo hablaba de llevarlo a Lima en avión. ¡Qué locura! Nadie le obligaría a despegar los pies del suelo. Un día le preguntó a su nieta qué quería ser de grande, y le respondió que le gustaría ser experta en redes. Emocionado, al día siguiente la levantó muy temprano para mostrarle sus viejas redes de pesca, prometiendo enseñarle todo sobre ellas. La familia estalló en carcajadas durante largo rato mientras él los miraba sin comprender. Al fin, la niña le explicó que se refería a redes de computadora, esa bendita palabra que estaba en boca de todos. El viejo sonrió dignamente, guardó sus mallas y no preguntó más para no sentirse menos. El hijo besó su frente y dijo que de ninguna manera su nena se dedicaría a la pesca.

Confusión similar tuvo cuando dos hombres de corbata y camisa blanca tocaron a la puerta. En otros tiempos no los hubiera atendido, pues era conocida la impertinencia de algunas sectas religiosas, pero no ahora. Ávido por conversar con alguien, los invitó a pasar y les habló del poder de Dios en su vida y de cuán inclinado estaba a congregarse. Durante media hora habló sin parar mientras aquellos hombres escuchaban y asentían con la cabeza. Pero cuando hijo y nuera llegaron, le explicaron que no eran evangélicos sino agentes del Banco que estaban interesados en concederle un préstamo. La nena estaba a punto de cumplir quince años y al parecer querían hacerle una fiesta como nunca antes vista en la cuadra. La nuera se disculpó por la locura senil de su suegro y agasajó a los invitados con una Coca Cola de litro.

Hoy, era el quinceaños de su nieta y él estaba allí, parado junto a la ventana, mirando desde fuera tantas cosas que no comprendía. Ajeno en su propio hogar. Sin atreverse a entrar para no avergonzarla. Callado, distraído, confundido entre los que no fueron invitados, preguntándose cómo pudo pasar; en qué momento su hijo aprendió a ocultar sus raíces y olvidar de dónde venía, en qué momento la ciudad se lo tragó para luego eructarlo así, transformado, presuntuoso, indiferente. Lo normal es que los hijos quieran parecerse a sus padres, pero este hijo suyo se ha pasado la vida tratando de ser distinto a él, irrespetando sus deseos, pisoteando sus tradiciones, arrancando de su hogar todo recuerdo de su madre por consideraciones estéticas. Poco a poco sentía a su sangre como un volcán, como si despertara de un largo sueño y cobrara conciencia de su realidad. Casi a medianoche, una vieja idea tomó brillo en sus ojos y se alejó de la fiesta por un par de horas.

Como era de esperarse, nadie lo extrañó. La cerveza circulaba en cajas mientras las parejas se apretujaban al compás de un perreo estridente. Un borracho gritaba desde una esquina ser el hombre más desgraciado del mundo mientras acariciaba una nalga ajena. Una mujer lloraba al fondo por un amor no correspondido, tal vez una infidelidad. De pronto, el viejo apareció en el salón y todos callaron. Empapado en lodo y tierra, ingresó arrastrando el féretro recién desenterrado de su mujer. Lo empujó por toda la sala hasta la huerta, en medio de miradas que reflejaban terror y espanto. Una vez allí, la enterró con sus manos. No sabemos cuánto tiempo se tomó. Tal vez horas, tal vez días. Lo cierto es que mientras escarbaba la tierra como un viejo roble que hunde sus raíces hasta encontrar el líquido vital, nadie osó decirle nada. Sólo al terminar, exhausto y complacido, se acercó a aquel extraño ser que había engendrado hace ya muchos años y que lo esperaba de pie, molesto, a orillas del huerto. El anciano, con la autoridad que emanaba de todos sus años de resignado silencio, le tomó de las orejas y le acercó diciendo:

-Cuando estés listo, nos vamos.

D.M.Wong

lunes, 2 de junio de 2008

LA MONJA SIN CABEZA

Una monja sin cabeza deambula por las calles que rodean el colegio del Sagrado Corazón. Muchos afirman haberla visto en las madrugadas, vistiendo túnica negra y llevando un inmenso rosario hasta los tobillos. Otros dicen que la han visto volar desde una de las ventanas del colegio, con ojos de fuego y pronunciando palabras irrepetibles. No falta quienes aseguran que se trata del propio Satanás, pues llevaba largos y puntiagudos cuernos (algo difícil de creer, dado que no tiene cabeza). Lo cierto es que nadie se atreve a pasear por la calle Huallaga luego de la media noche.

La población esta alarmada, la policía confundida. Las escolares del mencionado centro educativo refieren que lo de la monja sin cabeza no es algo nuevo: siempre ha paseado su espectral presencia por los pasillos y salones de clase durante las noches, y casi no hay niña traviesa que no haya tenido uno o dos encuentros con ella, luego de los cuales quedaba vacunada contra la holgazanería. Pero nunca se había tenido noticia de que la monja haya salido del claustro. Al parecer estaba harta de asustar chiquilines y quería llamar la atención de verdad.

Al jefe de los serenos, un señor de pocas pulgas y muchas barbas, las historias le parecieron habladurías de viejas cotorras, y se propuso acabar con el mito: montó guardia nocturna fuera del colegio. Como no había quien le acompañase en tan osada aventura, se agenció de un vehículo, por si las dudas. Al día siguiente lo encontraron en estado catatónico, echando espuma por la boca y rezando el padre nuestro en tropelía. Poco tiempo después entró en coma profundo.

El hecho no hizo más que aumentar el prestigio de la monja, que ahora era el nuevo cuco de la ciudad. La prensa se interesó, y por la tele empezaron a desfilar personajes de toda especie: historiadores, colegialas, sacerdotes, chamanes, políticos (cuándo no), empresarios turísticos, etc. Todos reclamando sus cinco minutos de fama. Al parecer, a principios del siglo pasado existía una sor Mariana en el monasterio del Sagrado Corazón, quien mantenía relaciones licenciosas con el superior del seminario de San Agustín. Al quedar embarazada, sor Mariana le comunicó el hecho a su consorte, quien le dijo que debía abortar. Ella se negó e incluso amenazó con contarlo todo. El superior, temiendo un escándalo que podría arruinar su vida en la Iglesia, la mató de tres puñaladas y la enterró en el huerto del seminario. Al comprender la magnitud de lo que había hecho, se arrepintió tanto que decidió huir. Esa misma noche preparó sus cosas, corrió al huerto a desenterrar a su amada y lloró largamente sobre su cadáver. Luego le cortó la cabeza y se la llevó. Nunca más se volvió a saber de él hasta muchas décadas después, tras la muerte de un humilde profesor de Ancco (una comunidad campesina de la sierra), quien era amado por sus vecinos por su vida austera, virtuosa y consagrada a Dios. Cuando lo hallaron muerto, revisaron el interior de la calavera que siempre llevaba colgada al cuello y encontraron una nota en la que relataba esta trágica historia. Sus vecinos jamás imaginaron que el piadoso profesor pudiera ser el autor de tan horrendo crimen.

Pero ¿era sor Mariana la monja sin cabeza? Al menos las descripciones son congruentes. Nada más faltaría por explicar cómo pudo sobrevivir tantos años sin cabeza. También estaba la posibilidad de que la monja sin cabeza no fuera sor Mariana, sino el alma de sor Mariana, entonces las cosas estarían más claras. Pero los historiadores rechazan la existencia de las almas, no creían que la aparición aquella lo fuera. Los sacerdotes también coincidían en ello: decían que no existe ninguna sor Mariana y que el seminario de San Agustín siempre ha tenido hombres probos. Los chamanes afirmaron que las almas siempre visten de blanco y no vuelan desde las ventanas, porque entonces serían brujas. Un político anunció, con mucha flema y poco tino, la celebración del día del halloween loretano, cosechando algunos aplausos de la muchedumbre. El empresario turístico, por su parte, quiso patentar la aparición y mandó a fabricar souvenirs con el slogan: Iquitos: la mágica tierra de la monja sin cabeza. El jefe de los serenos despertó del coma y se halló en medio de una habitación rodeada de personas que le tomaban la mano. Había una luz blanca que le impedía ver el rostro de todos, pero podía apreciar que eran alrededor de seis tipos que portaban instrumentos y le hablaban de un modo extraño. Por un momento pensó que eran médicos, pero no estaban vestidos de blanco. Se encontraba a punto de rogar que no le hicieran daño, cuando descubrió que eran periodistas. Se había convertido en una celebridad por ser el único que vio al inefable monstruo (ahora así lo llamaban). El editor del diario regional le ofreció quinientos soles por contar su historia, el sereno respondió que muchas gracias, pero no estaba dispuesto recordar una vez más la traumática experiencia...por menos de mil soles.

La historia del sereno es la siguiente: la noche de los sucesos se encontraba dando vueltas al rededor del colegio, cuando al llegar a la esquina de Huallaga con Morona se encontró con ella. El sereno relató que la monja en realidad sí tenía una cabeza con todas las de la ley, sólo que como andaba muy encorvada, ésta se escondía entre el ropaje. Llevaba una túnica negra con capucha y echaba humo por la boca y las orejas. Sorprendido pero aún cuerdo, le dijo que estaba detenida por susto en primer grado e intentó cogerla de los hombros. Aquí sucedió lo extraordinario: no tenía cuerpo. Las manos del sereno se paseaban por la túnica sin encontrar señales de un hombro, un brazo o un cuello. Era inasible. El espectro entonces levantó a cabeza. El rostro de un cadáver con arrugas profundas, pómulos afilados y ojos saltones le miró con una furia indescriptible, casi infernal. El sereno dio un grito andrógino y se desmayó (posteriormente quiso aclarar al editor que había gritado para tratar de asustarla, pero ya era tarde).

La edición del diario se agotó con extrema fluidez. Las oscuras inmediaciones del claustro se volvieron más oscuras aún. Empezando la noche los negocios cerraban, los vecinos se refugiaban en sus casas y apagaban las luces. Los bares y discotecas de por allí quebraron. Ni los barrenderos se atrevían a pasar la escoba. Ante el descuido, la suciedad y el miedo, la población hizo lo que siempre hace en estos casos: culpar al gobierno. El Frente Patriótico presentó su plataforma de lucha y su pliego de reclamos exigiendo un basta ya de tanto atropello del centralismo vendepatria y convocó a un paro regional indefinido. Los parchadores de cámara estaban en su gloria. Pero antes de sacar los vidrios molidos, las llantas, los palos y las piedras; alguien (seguramente un barrendero municipal) sugirió que no nos apresuremos: que si todos aguardamos a que apareciera la monja, trabajando en equipo y con un plan coordinado, podríamos atraparla y expulsarla de la ciudad, pero sólo si estamos juntos. La idea era tan simple que a nadie se le había ocurrido. La propuesta fue aprobada y se corrió la voz para que todo ciudadano esté presente a la medianoche en Huallaga con Morona. Prensa, policía, ministerio público, organizaciones civiles y religiosas se unieron para propagar la noticia. Hombres y mujeres se lanzaron a las calles como tantas otras noches, mas esta vez no estaban sedientos de baile y alcohol, sino de justicia. Aquella noche de sábado, por primera vez el Complejo estaba desierto.

Un brujo informó que los fantasmas se asustan con el ruido, por lo que el comisario de Morona mandó a callar a todos. La quietud se volvió más atemorizante que la espera. A través del silencio se podía escuchar el aleteo de los murciélagos agitando las hojas de los pocos árboles que quedaban en la ciudad. De pronto, el rumor de unos pasos aproximándose provocó murmullos entre la gente. La monja sin cabeza caminaba a través de la calle Morona, dio vuelta por Huallaga, cruzó la pista y se refugió en la casona abandonada de la Beneficencia. Nadie se atrevió a decirle algo (hasta dudo que se haya percatado de que todo Iquitos la observaba). Al fin el comisario, en un supremo esfuerzo de valor y coraje, mandó a cuatro policías a revisar la casa.

Tendida en medio de la sala, desnuda y arrojando humo por la boca, nuestro fantasma fumaba un porrito mientras se imaginaba bailando vallenatos en la luna. Los policías suspiraron aliviados. Cubrieron su cuerpo con una manta y la sacaron para que todos puedan verla. Efectivamente, tenía un aspecto horrible. La pobreza y la adicción la habían convertido en un monstruo; su cuerpo era tan delgado y amarillento que, viéndola dormir, seguramente le hubieran dado sepultura.

Los ciudadanos estaban tan impresionados por la forma en que se habían engañado a sí mismos que decidieron guardar el secreto. Así, la monja sin cabeza continúa asustando a las nuevas generaciones, y lo seguirá haciendo hasta que alguien se atreva a contar la verdad, o se agoten los souvenirs.

D.M.Wong



La ciudad crece por dentro

Hay ciudades que no se ven con los ojos; ciudades que, habiéndolas visitado varias veces, siempre tienen algo de primera vez. Se dice que Iquitos es así: mágica, misteriosa, seductora. Yo ni pongo ni quito. Si aplicamos las reglas de la técnica freudiana de la asociación libre, en lo primero que piensa la mayoría al pronunciar la palabra Iquitos es en una boa, una mujer con el pecho desnudo, o una boa enroscada a una mujer con el pecho desnudo. No he venido a contarles sobre ese paraje rural. Hace mucho tiempo que Iquitos es una urbe tan compleja (sobre todo de noche) como la misma capital. Anímate a conocer querido lector, a traves de estos relatos, lo que nunca te contaron de nosotros.